Creí que los nuevos requerimientos pondrían en peligro mis plazos. Lo primero que hice para conjurar este riesgo fue proponer la publicación de un decreto de Hitler en virtud del cual quedaran bajo mi jurisdicción todos los proyectos de obras del Reich. Este intento fracasó a causa de la intervención de Bormann, y el 17 de enero de 1941 le dije a Hitler, después de una larga enfermedad que me permitió reflexionar sobre algún que otro problema, que sería mejor que me concentrara sólo en las construcciones de Nuremberg y Berlín. Accedió inmediatamente.
—Tiene usted razón. Sería una lástima que perdiera el tiempo ocupándose de asuntos de carácter general. Si fuera necesario, puede decir en mi nombre que yo, el
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, no deseo que intervenga en nada más, a fin de que no se aparte de sus verdaderos cometidos artísticos.
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Hice amplio uso de aquella autorización y al día siguiente renuncié a todos mis cargos oficiales en el Partido. Si es que ahora juzgo acertadamente la complejidad de mis motivaciones, es posible que todo aquello se dirigiera también contra Bormann, que desde el principio había mostrado una actitud de rechazo hacia mí. Claro que yo no sentí que mi posición estuviera en peligro, pues Hitler me había calificado muchas veces de insustituible.
De vez en cuando cometía algún desliz, de modo que Bormann, seguramente con gran satisfacción, pudo echarme alguna que otra severa reprimenda desde el cuartel general, como, por ejemplo, por haber acordado con las jerarquías de las iglesias católica y protestante la construcción de iglesias en nuestro nuevo sector berlinés.
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Dijo secamente que las iglesias no debían ocupar lugar alguno.
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Unos días después de que Hitler ordenara, con el decreto del 25 de julio de 1940, la inmediata reanudación de las obras de Berlín y Nuremberg para «consolidar la victoria», dije al ministro Lammers que «basándome en el decreto del
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, no iniciaría la remodelación de Berlín durante la guerra». Pero Hitler no se mostró conforme con esta interpretación y ordenó que se continuara con las obras, aun oponiéndose en este caso a la opinión pública. Dada su insistencia, se decidió que las obras de Nuremberg y Berlín deberían quedar concluidas en los plazos inicialmente fijados, es decir, en 1950, a pesar de la guerra. Apremiado por Hitler, elaboré un «programa de urgencia del
Führer
», y Göring me asignó acto seguido —a mediados de abril de 1941— la cantidad anual de hierro necesaria para cumplirlo: 84.000 toneladas; para ocultarlo a la opinión pública, recibió el nombre de «programa bélico de canalización y ferrocarriles de Berlín». El 18 de abril hablé con Hitler de los plazos de finalización —asegurados gracias a estas medidas— de la Gran Sala, el Alto Mando de la Wehrmacht, la Cancillería del Reich y el
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bau: resumiendo, de su centro de poder en torno a la «plaza de Adolf Hitler». Simultáneamente, para la construcción de estas obras se constituyó un grupo de trabajo al que fueron incorporadas siete de las casas constructoras más competentes de Alemania.
A pesar del inminente comienzo de la campaña de Rusia, Hitler seguía eligiendo en persona, con su característica tenacidad, las obras que serían destinadas a la pinacoteca de Linz. Envió a sus marchantes a los territorios ocupados para investigar la situación del mercado de arte, lo que desencadenó una guerra por los cuadros entre sus expertos y los de Göring; la situación empezaba a adquirir perfiles bastante duros cuando Hitler llamó al orden a su mariscal, restableciendo así el orden jerárquico.
En 1941 llegaron al Obersalzberg grandes catálogos, encuadernados en piel marrón, con fotografías de cientos de cuadros que Hitler distribuyó entre sus pinacotecas preferidas, situadas en Linz, Königsberg, Breslau y otras ciudades orientales. Volví a ver estos catálogos durante el proceso de Nuremberg, donde sirvieron como pruebas de la acusación; la mayoría de los cuadros habían sido sustraídos por la delegación de Rosenberg en París a judíos residentes en Francia.
Hitler respetó las célebres colecciones artísticas nacionales francesas, aunque esta manera de actuar no fue tan desinteresada como podría parecer, pues a veces decía que, cuando se firmara la paz, las mejores piezas del Louvre tendrían que ser entregadas a Alemania como reparación de guerra. Con todo, es verdad que Hitler no hacía uso de su autoridad para fines personales: no se reservó para él ni una sola de las pinturas adquiridas o confiscadas en los territorios ocupados.
Por el contrario, para Göring era bueno cualquier medio que le permitiera aumentar, precisamente durante la guerra, su colección de arte. En los salones y estancias de Karinhall, superpuestos en tres o cuatro niveles, colgaban cuadros muy valiosos. Cuando ya no quedó sitio en las paredes, utilizó el techo del gran vestíbulo para integrar en él una serie de lienzos. Incluso en el dosel de su fastuosa cama había hecho colgar un desnudo femenino de tamaño natural que representaba a Europa. También ejercía como marchante: las paredes de una gran sala del piso superior de su propiedad rural estaban cubiertas de lienzos que habían pertenecido a un conocido marchante holandés, que tuvo que cedérselos a un precio irrisorio tras la ocupación. Con su característica risa infantil nos contaba que, en plena guerra, vendía estos cuadros a los jefes regionales por un precio muy superior al de mercado, exigiéndoles además un suplemento por el prestigio que, a sus ojos, tenía un cuadro procedente de «la famosa colección Göring».
Un día, allá por el año 1943, me enteré por los franceses de que Göring presionaba al Gobierno de Vichy para que le cambiase un célebre cuadro del Louvre por unas cuantas pinturas sin valor. Basándome en la idea de Hitler respecto a la inviolabilidad de la colección estatal del Louvre, aseguré al intermediario francés que no tenía por qué ceder a aquella presión y que en caso necesario podía recurrir a mí. Göring renunció a sus deseos. Otro día, en Karinhall, me mostró sin el menor cargo de conciencia el famoso altar de Sterzing que Mussolini le había regalado en invierno de 1940, tras concertar el acuerdo sobre el Tirol meridional. El mismo Hitler se escandalizaba a menudo por los manejos del «segundo hombre» para reunir valiosos bienes artísticos, pero no se atrevió a enfrentarse a él.
Hacia el final de la guerra, Göring nos invitó a Breker y a mí a comer en Karinhall, lo que supuso una rara excepción. La comida no fue demasiado fastuosa; lo único que me causó extrañeza fue que al final nos sirvieran a Breker y a mí un coñac corriente, mientras el criado de Göring le servía a él, con cierta solemnidad, de una botella vieja y polvorienta.
—Este es sólo para mí —dijo sin el menor embarazo a sus invitados.
A continuación se extendió en detalles sobre el palacio francés en el que se había confiscado aquel raro hallazgo. Luego, de un humor excelente, nos mostró los tesoros que se acumulaban en los sótanos de Karinhall. Entre ellos se encontraban valiosísimas obras antiguas procedentes del museo de Nápoles, que habían saqueado antes de la evacuación, a fines de 1943. Con el mismo orgullo de propietario, hizo abrir los armarios para dejarnos contemplar su tesoro de jabones y perfumes franceses, que sin duda le bastaría durante muchísimos años. Para concluir esta exhibición, nos mostró su colección de diamantes y piedras preciosas, cuyo valor ascendía a muchos cientos de miles de marcos.
Las compras artísticas de Hitler cesaron en cuanto nombró al doctor Hans Posse, director de la pinacoteca de Dresde, como apoderado para la ampliación de los fondos de la de Linz. Hasta entonces, Hitler había escogido los objetos personalmente, a partir de los catálogos de las subastas. Sin embargo, al designar a dos o tres socios rivales para cada misión había sido víctima de su propio sistema. Había llegado a ordenar por separado a su fotógrafo Hofmann y a uno de sus marchantes que pujaran sin límite. De este modo, los enviados de Hitler seguían compitiendo entre ellos cuando todos los demás ya se habían retirado, hasta que un día el subastador berlinés Hans Lange me llamó la atención sobre este significativo punto.
Poco tiempo después de haber nombrado a Posse, Hitler le mostró lo que había comprado hasta entonces, incluyendo la colección de Grützner, que guardaba en su refugio antiaéreo. Se colocaron butacas para Hitler, para Posse y para mí, y los cuadros fueron presentados por el personal de servicio de las SS. Hitler elogiaba sus favoritos con los adjetivos de siempre, pero Posse no se dejó impresionar por su posición ni por su cautivadora amabilidad. Rechazó desapasionadamente y con absoluta imparcialidad muchas de aquellas costosas adquisiciones: «Eso no sirve para nada»; «no responde a la categoría que yo pensaba dar a la pinacoteca». Hitler aceptó sin reparos todas las críticas, como hacía siempre que se encontraba ante un especialista, aunque Posee desechó la mayoría de las obras de la escuela de Munich, tan querida por Hitler.
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Molótov se presentó en Berlín a mediados de noviembre de 1940. Hitler se divirtió con sus comensales a costa del despectivo informe de su médico, el doctor Karl Brandt, según el cual el séquito del primer ministro y ministro de Asuntos Exteriores soviético, por miedo a las bacterias, había hecho hervir todos los platos y cubiertos antes de utilizarlos.
En la sala de estar del Berghof había un gran globo terráqueo en el que, unos meses después, vi reflejadas las consecuencias del fracaso de estas conversaciones. Con gesto significativo, uno de los asistentes de la Wehrmacht indicó un sencillo trazo a lápiz: una línea que corría de norte a sur a lo largo de los Urales. Hitler la había dibujado como futura frontera entre el territorio que le interesaba y la zona de influencia japonesa. El 21 de junio de 1941, la víspera del ataque a la Unión Soviética, Hitler me llamó a su sala de estar de la residencia berlinesa después de la comida y me hizo escuchar unos cuantos compases de
Los preludios
de Liszt. Luego me dijo:
—En los próximos meses oirá esto con frecuencia, pues va a ser nuestra marcha triunfal para la campaña de Rusia. La ha escogido Funk. ¿Qué le parece?
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Traeremos de allí todo el granito y el mármol que queramos.
Ahora Hitler mostraba abiertamente su megalomanía: lo que ya se había insinuado años atrás en sus obras, ahora tenía que verse sellado por una nueva guerra o, como él decía, con «sangre». Aristóteles escribió antaño en su Política: «Está demostrado que las mayores injusticias parten de quienes persiguen la desmesura, y no de aquellos a quienes impulsa la necesidad».
En el año 1943, con ocasión del quincuagésimo cumpleaños de Ribbentrop, algunos de sus colaboradores más íntimos le regalaron una magnífica caja, adornada con piedras semipreciosas, que querían llenar con las fotocopias de todos los acuerdos concertados por el ministro de Asuntos Exteriores. Durante la cena, el embajador Hewl, enlace de Ribbentrop, dijo a Hitler:
—Nos vimos en un gran aprieto cuando tratamos de llenar la caja. Quedaban muy pocos tratados que no hubiésemos violado.
Hitler se desternilló de risa.
Igual que al comienzo de la guerra, me volvía a preocupar la idea de llevar adelante unos proyectos constructivos de tal envergadura en un momento claramente decisivo de la guerra mundial. El 30 de julio de 1941, es decir, mientras las tropas alemanas todavía avanzaban impetuosamente por los campos de Rusia, propuse al doctor Todt, «apoderado general para la economía urbanística del Reich», paralizar todas las obras que no tuvieran una importancia estratégica para el desarrollo de la guerra.
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Sin embargo, dada la favorable marcha de las operaciones, Todt creyó poder posponer unas semanas esta cuestión. De hecho, quedó del todo descartada, pues mi propuesta no halló el respaldo de Hitler, quien rechazó cualquier restricción y siguió sin asignar a la industria de armamento el material y la mano de obra empleados en sus construcciones favoritas: las autopistas, las obras del Partido y los proyectos de Berlín.
A mediados de septiembre de 1941, cuando ya se había hecho patente que el avance a través de Rusia no se ajustaba a los arrogantes pronósticos establecidos, un decreto de Hitler incrementó notablemente los contratos que teníamos concertados con Suecia, Noruega y Finlandia para el suministro de granito para mis grandes obras de Berlín y Nuremberg. Se cursaron pedidos por valor de treinta millones de marcos del Reich a las principales industrias de la piedra de Noruega, Finlandia, Italia, Bélgica, Suecia y Holanda.
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Para poder transportar a Berlín y Nuremberg aquellas enormes cantidades de granito, el 4 de junio de 1941 fundamos una flota de transporte que contaba con astilleros propios, en Wismar y Berlín, que debían construir mil cargueros de quinientas toneladas de capacidad.
Mi propuesta de paralizar las obras destinadas al tiempo de paz tampoco fue tenida en consideración cuando en Rusia empezaba a perfilarse la catástrofe del invierno de 1941. El 29 de noviembre de 1941, Hitler me dijo sin rodeos:
—Comenzaré las obras antes de que acabe esta guerra. No dejaré que la guerra me impida hacer realidad mis propósitos.
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No se limitaba a insistir en la ejecución de sus planes: tras los éxitos iniciales obtenidos en Rusia, elevó también el número de tanques que, montados sobre pedestales de granito, habrían de ser complemento escultórico de las calles, para darles un aire marcial. Por encargo de Hitler, el 20 de agosto de 1941 comuniqué al asombrado almirante Lorey, asesor del arsenal de Berlín, que se montarían, entre la estación del sur y el Arco de Triunfo («Obra T»), unos treinta cañones pesados del enemigo. Le expliqué que Hitler también quería colocar piezas de artillería en otros puntos de la gran avenida y del eje sur, por lo que serían necesarias unas doscientas del tipo más pesado. Frente a los edificios públicos importantes, en cambio, había que colocar tanques especialmente grandes.
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Aunque las ideas de Hitler respecto a la construcción de su «Imperio Germánico de la Nación Alemana» parecían aún muy difusas en el terreno del derecho, tenía algunas cosas muy claras: cerca de la ciudad noruega de Trondheim, situada en un lugar estratégico, debía construirse la mayor base naval alemana y, además de astilleros y muelles, una ciudad para doscientos cincuenta mil alemanes. Hitler me encargó el proyecto. El 1 de mayo de 1941, el vicealmirante Fuchs, del Alto Mando de la Marina de Guerra, me informó de todos los requisitos que debía reunir un astillero de gran envergadura. El 21 de junio, el gran almirante Raeder y yo le expusimos el proyecto a Hitler en la Cancillería del Reich. A continuación, Hitler determinó el emplazamiento de la ciudad. Un año después, el 13 de mayo de 1942, volvió a ocuparse de la base naval cuando se hallaba en plena conferencia sobre armamentos.
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Estudió detalladamente en unos mapas especiales la mejor situación para los muelles y ordenó construir, abriendo la roca de granito mediante voladuras, una gran base submarina. Por lo demás, daba por sentado que también Saint Nazaire y Lorient, en Francia, así como las islas británicas del canal de la Mancha, se integrarían en el sistema de bases navales alemán, debido a su posición geográfica favorable. Hitler disponía a su antojo sobre bases navales, intereses y derechos de los demás; su sensación de poderío mundial no tenía límites.