Albert Speer (30 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Goebbels y su esposa llegaron a Bayreuth el mismo día que yo, y se alojaron, al igual que Hitler, en el anexo de la mansión Wahnfried. La señora Goebbels parecía sumamente abatida y me habló con entera franqueza:

—Mi esposo me amenazó de una manera espantosa. Estaba comenzando a recuperarme en Gastein cuando se presentó inopinadamente en el hotel. Estuvo tratando de convencerme durante tres días, hasta que no pude más. Me ha hecho chantaje con nuestros hijos; me ha dicho que me los quitaría. ¿Qué podía hacer yo? Sólo nos hemos reconciliado de cara al exterior. ¡Albert, es terrible! Le he tenido que prometer que jamás volveré a verme a solas con Karl. Soy terriblemente desgraciada, pero no tengo elección.

¿Qué podía cuadrar mejor a aquella tragedia conyugal que precisamente
Tristán e Isolda
, a cuya representación asistimos, desde el gran palco central, Hitler, el matrimonio Goebbels, la señora Winifred Wagner y yo? La señora Goebbels, a mi derecha, lloró en silencio durante toda la función; en los entreactos se sentaba descompuesta en un rincón y seguía sollozando, mientras Hitler y Goebbels saludaban al público y se esforzaban por ignorar aquella lamentable situación.

A la mañana siguiente expliqué a Hitler, para quien el comportamiento de la señora Goebbels había sido incomprensible, el trasfondo de la reconciliación. Aunque como jefe del Estado se mostró satisfecho porque todo hubiera vuelto al orden, mandó llamar a Goebbels y, en mi presencia, le dijo secamente que sería mejor que aquel mismo día se marchara de Bayreuth con su esposa. Despidió a su ministro sin darle ocasión de replicar, incluso sin darle la mano. Luego se volvió hacia mí y comentó:

—Este Goebbels es un cínico con las mujeres.

Claro que él también lo era, aunque de otra forma.

CAPÍTULO XI

EL GLOBO TERRÁQUEO

Al examinar mis maquetas de los edificios de Berlín, Hitler se sintió atraído magnéticamente, por así decirlo, por una parte del proyecto urbanístico: la futura sede central del Reich, que debía atestiguar durante cientos de años el poder alcanzado en su época. Al igual que la residencia de los soberanos franceses cierra urbanísticamente los Campos Elíseos, en el punto de mira de la gran avenida debían agruparse todos los edificios que Hitler deseaba tener cerca, como expresión de su quehacer político: la Cancillería del Reich para la dirección del Estado; el Alto Mando de la Wehrmacht, con jurisdicción sobre los tres Ejércitos, y tres cancillerías más: una para el Partido (Bormann), otra para el protocolo (Meissner) y otra para sus asuntos personales (Bouhler). El hecho de que también el edificio del Reichstag estuviera en el centro del Reich no significaba que se hubiera previsto que el Parlamento ejerciera un papel importante en el futuro; simplemente, daba la casualidad de que ya se encontraba allí.

Propuse a Hitler que derribara aquella construcción guillermina de Paul Wallot, pero tropecé con una resistencia inesperada: el edificio le gustaba. Sin embargo, pensaba emplearlo sólo para fines sociales. Por lo demás, Hitler siempre se mostraba más bien parco en palabras al referirse a sus metas definitivas. Cuando me manifestaba sin inhibiciones el verdadero trasfondo de sus planes constructivos, lo hacía en virtud de esa confianza que casi siempre caracteriza la relación entre contratista y arquitecto:

—Podemos instalar allí salas de lectura y de estar para los diputados. ¡Por mí, que el pleno entero se convierta en biblioteca! De todos modos, como sólo tiene quinientas ochenta plazas, resulta demasiado pequeño para nosotros. Justo al lado levantaremos uno nuevo. ¡Calcúlelo usted para mil doscientos diputados!
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Aquello presuponía una nación de unos ciento cuarenta millones de habitantes, y de ese modo Hitler revelaba el alcance de sus aspiraciones, en las que se incluía por una parte el rápido aumento natural de la población alemana y, por otra, la anexión de otros pueblos germánicos; sin embargo, no contaba con la población de las naciones sometidas, a las que no daba derecho a voto. Le propuse incrementar el número de votos correspondientes a cada diputado, con lo que se podría conservar la sala de plenos del antiguo edificio del Reichstag; pero Hitler no quiso modificar la cifra de 60.000 votos por diputado establecida por la República de Weimar. No me dio sus motivos. Se empeñaba en ello al igual que insistía en conservar, de cara al tendido, el antiguo sistema electoral, con sus fechas electorales y papeletas de voto, urnas y votación secreta. Era evidente que deseaba mantener la tradición que lo había llevado al poder, a pesar de que hubiera perdido toda eficacia después de la implantación del sistema de partido único.

Las construcciones que debían rodear la futura «plaza de Adolf Hitler» quedarían ensombrecidas por la Gran Sala, que, como si Hitler quisiera hacer patente lo poco que para él significaba la representación popular, era cincuenta veces mayor que el edificio del Parlamento. Tomó la decisión de que se elaboraran los planos para la Gran Sala en verano de 1936.
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El 20 de abril de 1937, día de su cumpleaños, le entregué alzados, plantas, secciones y una primera maqueta. Se mostró entusiasmado y únicamente puso reparos a que firmara los planos con la fórmula: «Elaborados a partir de las ideas del
Führer
». Me dijo que el arquitecto era yo y que mi contribución a la obra tenía que valorarse más que su boceto de 1925. Sin embargo, los dejé tal como estaban, y es posible que a Hitler le gustara que me resistiera a reclamar la autoría del proyecto. Se construyeron maquetas parciales a partir de los planos y en 1939 habíamos terminado una de casi tres metros de altura que reproducía el exterior y otra del interior. El suelo de esta última era extraíble, lo que permitía apreciar el efecto que causaría. Durante sus numerosas visitas, Hitler no se privó jamás del placer de embriagarse largo rato con la contemplación de las dos maquetas. Ahora podía mostrar con gesto triunfal lo que quince años atrás debió de parecer a sus amigos una quimera fantástica y extravagante:

—¡Quién había de creerme cuando en aquella época decía que algún día llegaría a construirse!

La mayor sala de reunión del mundo estaría constituida por un solo espacio, que podría dar cabida a entre 150.000 y 180.000 personas. A pesar del desdén de Hitler por las concepciones místicas de Himmler y Rosenberg, en el fondo aquella sala era un recinto de culto que con el transcurso de los siglos, y a fuerza de tradición y respetabilidad, habría de alcanzar un significado similar al que la basílica de San Pedro de Roma tenía para la cristiandad católica. Sin semejante trasfondo cúltico, el despliegue de medios que requería la construcción central de Hitler habría sido absurdo e incomprensible.

El interior de la sala era circular y tenía un diámetro, casi inimaginable, de 250 metros. A una altura de 220 metros se habría podido ver el remate de la gigantesca cúpula, que iniciaba su suave curva parabólica 898 metros del suelo.

En cierto sentido, nuestro modelo era el Panteón de Roma. También la cúpula berlinesa tenía que disponer de una abertura circular para que entrara la luz, aunque sus dimensiones (46 metros de diámetro) sobrepasaban las de la propia cúpula del Panteón (43 metros) y las de la basílica de San Pedro (44 metros). El interior del recinto tenía un volumen diecisiete veces mayor que el de la basílica de San Pedro.

La configuración del interior tendría que ser lo más sencilla posible; alrededor de una superficie circular de 140 metros de diámetro se levantaban tres pisos de tribunas, que llegaban hasta una altura de treinta metros. Una corona formada por cien pilares rectangulares de mármol, de dimensiones humanamente admisibles (24 metros de altura), quedaba interrumpida, justo ante la entrada, por una hornacina de cincuenta metros de alto y veintiocho de ancho, cuyo fondo debía estar revestido de mosaico dorado y ante la que habría, como único elemento decorativo, sobre un pedestal de mármol de catorce metros de altura, un águila imperial dorada sujetando entre las garras la esvástica con corona de hojas de roble. Así, el símbolo de la soberanía era al mismo tiempo la culminación y la meta de la gran avenida de Hitler. Bajo el águila se hallaba el puesto del
Führer
de la nación, que habría de dirigirse desde aquí a los pueblos del futuro Reich. Aunque intenté destacar arquitectónicamente este punto, en él quedaba clara la absoluta desproporción del edificio, y Hitler desaparecía en la nada óptica.

Vista desde el exterior, la cúpula, que habríamos revestido de planchas de cobre que con el tiempo adquirirían su correspondiente pátina, habría parecido una montaña verde de doscientos treinta metros de altura. En el remate iban a figurar una linterna de cristal de estructura metálica de cuarenta metros de alto y, encima, un águila posada en una esvástica.

Ópticamente, la masa de la cúpula estaría sostenida por una serie continua de pilares de veinte metros de altura. Yo esperaba que, por medio de este relieve, la construcción sería más asequible al ojo humano, aunque no creo haberlo conseguido. La cúpula-montaña descansaba sobre un bloque cuadrado de granito claro de 315 metros de largo por 74 metros de alto. Un delicado friso, cuatro haces de pilares acanalados en las cuatro esquinas y una columnata que sobresalía hacia la plaza debían subrayar la magnitud del gigantesco cubo.
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La columnata estaba flanqueada por dos esculturas de quince metros de altura, cuyo contenido alegórico había sido establecido por Hitler cuando comenzamos a trabajar en los primeros diseños: una de ellas representaba a Atlas sujetando la bóveda celeste; la otra, a Gea sosteniendo el globo terráqueo. El Cielo y la Tierra estarían cubiertos de esmalte, mientras que sus contornos o el dibujo de las constelaciones se harían con incrustaciones de oro.

Esta edificación habría tenido un volumen de más de veintiún millones de metros cúbicos;
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el Capitolio de Washington se habría perdido varias veces en aquella masa gigantesca: eran cifras y dimensiones inflacionarias.

Pero la Gran Sala no era de ningún modo una utopía. Nuestros proyectos no eran de la misma categoría que otros que nunca se pensó construir, como los realizados por los arquitectos Claude Nicolás Ledoux y Étienne L. Boullée como canto funerario al Imperio francés de los Borbones o para glorificación de la Revolución, cuyos planos habrían podido equipararse a los que impulsaba Hitler.
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Ya en 1939 se derribaron muchos edificios que nos estorbaban, situados en las proximidades del Reichstag, se efectuaron prospecciones del suelo y dibujos de detalle y se construyeron maquetas de tamaño natural, todo ello orientado al levantamiento de la Gran Sala y del resto de los edificios que debían circundar la futura «plaza de Adolf Hitler». Se gastaron millones de marcos en la compra de granito, y no sólo en Alemania, sino también, por mandato expreso de Hitler, en Suecia meridional y Finlandia, a pesar de la carencia de divisas. Como las demás obras que se erigirían a lo largo de los cinco kilómetros de la gran avenida de Hitler, también se había previsto que esta concluyera once años más tarde, en 1950. La solemne colocación de la primera piedra de la Gran Sala debía tener lugar en 1940.

Desde el punto de vista técnico, cubrir con una bóveda un espacio de 250 metros de diámetro no suponía ningún problema.
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Los constructores de puentes de los años treinta dominaban sin dificultades un tipo de construcción similar de hormigón armado, impecable respecto al cálculo de fuerzas. Prestigiosos técnicos en estructuras estimaron que incluso era posible construir una bóveda maciza sobre esta luz. De acuerdo con mi «teoría del valor como ruina», de buena gana habría evitado el empleo del acero, pero en este caso Hitler puso algunos reparos:

—Si un avión lanzara una bomba sobre la cúpula y la bóveda resultara dañada, ¿cómo haría usted la reparación, en caso de que hubiera peligro de hundimiento?

Tenía razón, por lo que hicimos construir una estructura de acero de la que se suspendería la parte interior de la cúpula. Los muros, no obstante, serían macizos, igual que en Nuremberg. Para absorber las tremendas fuerzas que ejercería este conjunto, habría que construir unos cimientos inusitadamente sólidos. Los ingenieros optaron por un bloque de hormigón de más de tres millones de metros cúbicos. Con el fin de comprobar si nuestros cálculos respecto a su hundimiento en el suelo de arena de Brandenburgo eran exactos, hicimos una prueba en las proximidades de Berlín.
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Aparte de los dibujos y de las fotografías de las maquetas, es lo único que ha quedado de esta obra.

Mientras la proyectaba, fui a ver la basílica de San Pedro de Roma, que me defraudó, pues sus dimensiones no se hallan en consonancia con la impresión que el observador experimenta en la realidad; me di cuenta entonces de que el efecto que causa una obra no aumenta proporcionalmente a sus dimensiones. En aquella época temía que la impresión que produciría nuestra Gran Sala no respondiera a las expectativas de Hitler.

El encargado de la protección antiaérea del Ministerio de Aviación del Reich, el consejero ministerial Knipfer, oyó rumores sobre aquella obra gigantesca. Precisamente acababa de promulgar unas directrices legales que debían seguir todos los edificios de nueva planta y que establecían que estos debían construirse tan separados unos de otros como fuera posible, para aminorar el efecto de los bombardeos. Y ahora iba a surgir aquí, justo en el corazón de la ciudad y del Reich, una construcción cuyo remate se elevaría por encima de las nubes bajas y constituiría un punto ideal de orientación para los bombardeos enemigos: sería poco menos que un letrero indicador de la ubicación del centro gubernamental, situado al sur y al norte de la cúpula. Transmití estas preocupaciones a Hitler, quien, no obstante, se mostró optimista:

—Göring me ha asegurado —dijo— que ningún avión enemigo penetrará en Alemania. No vamos a dejar que nada se oponga a nuestros proyectos.

Hitler tenía una fijación con aquella cúpula, que había concebido poco después de salir de la prisión militar y que había tenido presente durante quince años. Cuando, una vez concluidos nuestros planos, supo que la Unión Soviética proyectaba erigir en Moscú, en honor de Lenin, un edificio del Congreso que tendría más de 300 metros de altura, reaccionó con gran enojo. Evidentemente, lo ponía de mal humor la idea de no ser él quien construyera la obra monumental más alta del mundo y, al mismo tiempo, lo atormentaba no poder atajar la pretensión de Stalin con una simple orden. Por fin se consoló pensando que, a pesar de todo, su edificio sería único en su género:

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