Albert Speer (36 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Hay que considerar su intención de fundar ciudades alemanas en los territorios ocupados de la Unión Soviética bajo este mismo prisma. El 24 de noviembre de 1941, es decir, cuando ya se estaba produciendo la catástrofe de aquel invierno, el jefe regional Meyer, lugarteniente de Alfred Rosenberg, ministro del Reich para los territorios ocupados, me propuso hacerme cargo de la sección «Construcción de ciudades», con el fin de planear y erigir las ciudades que debían acoger a las guarniciones y al personal civil alemán. Sin embargo, a fines de enero de 1942 rechacé la propuesta, por temor a que el establecimiento de una oficina central de planificación urbanística se tradujera en la uniformización de todas las ciudades. Por eso propuse confiar a distintas grandes urbes alemanas las nuevas edificaciones.
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Desde que al principio de la guerra me hiciera cargo de las obras de los ejércitos de Tierra y del Aire, mi organización se había ampliado considerablemente, aunque lo cierto es que, según la escala que utilizaría unos meses más tarde, los veintiséis mil obreros de la construcción que, a fines de 1941, trabajaban en nuestros programas de importancia estratégica resultaban irrisorios. Sin embargo, en aquellos momentos me sentía orgulloso de mi modesta contribución al desarrollo de la guerra, al tiempo que tranquilizaba mi conciencia por no trabajar sólo en los proyectos de paz de Hitler. El más importante de todos era el «Programa Ju 88» de la Luftwaffe, cuya finalidad era aumentar la producción del nuevo bombardero bimotor, de un gran radio de acción. Las tres grandes factorías de Brünn, Graz y Viena, mayores que la fábrica de la Volkswagen, se terminaron en ocho meses; en ellas se emplearon por primera vez secciones prefabricadas de cemento armado. Sin embargo, a partir de otoño de 1941, los trabajos se vieron entorpecidos por la falta de combustible. A pesar de que nuestros programas eran prioritarios, en septiembre de 1941 el suministro se redujo a una tercera parte del necesario, y en enero de 1942 llegó hasta la sexta parte,
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lo que muestra claramente hasta qué punto había excedido Hitler sus posibilidades reales en la campaña de Rusia.

Además, se me había encomendado construir refugios antiaéreos y reparar los daños ocasionados en Berlín por los bombardeos. Me estaba preparando, sin saberlo, para mi posterior actividad como ministro de Armamentos. No sólo pude constatar desde un nivel inferior las perturbaciones que los cambios arbitrarios de programas y prioridades ocasionaban en la producción, sino que también me vi iniciado en las relaciones de poder, y en los inconvenientes de la dirección del Reich.

Por ejemplo, participé en una reunión, presidida por Göring, en la que el general Thomas formuló reparos a las exageradas pretensiones económicas de la dirección del Reich. Göring se encaró con el prestigioso general y le dijo a gritos:

—Y a usted, ¿qué demonios le importa? ¡Soy yo quien lo hace, yo! ¿O acaso es usted el encargado del Plan Cuatrienal? ¡No tiene usted derecho a decir nada, puesto que soy yo quien organiza todo esto, por deseo expreso del
Führer
!

En aquellas disputas, el general Thomas no podía esperar ninguna ayuda de su superior, el capitán general Keitel, quien se daba por satisfecho con no ser blanco de los ataques de Göring. De este modo, el plan económico de la Dirección General de Armamento del Alto Mando de la Wehrmacht (OKW) no pudo realizarse, a pesar de que estaba perfectamente definido, y tampoco Göring —como ya percibí en aquella época— hizo nada a aquel respecto. Normalmente, sus actuaciones solían ocasionar una total confusión, pues no se tomaba la molestia de estudiar a fondo los problemas y sus decisiones solían basarse en estimaciones impulsivas.

Unos meses después, el 27 de junio de 1941, participé, en mi calidad de encargado de las obras relacionadas con el armamento, en una reunión entre Milch y Todt. Hitler estaba seguro de que los rusos ya habían sido vencidos, por lo que apremió para que se llevase a cabo de inmediato el programa aéreo que permitiría afrontar la siguiente empresa, la derrota de Inglaterra.
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Milch insistió, como era su deber, en mantener la escala de prioridades fijada por Hitler, lo cual, habida cuenta de la situación militar, resultaba desesperante para el doctor Todt, quien tenía también una misión que cumplir: aumentar con la mayor rapidez posible los pertrechos del Ejército de Tierra; sin embargo, le faltaba un decreto de Hitler que le diera la prioridad necesaria. Al final de la reunión, Todt resumió su impotencia con estas palabras:

—Lo mejor será, señor mariscal, que me acoja usted en su Ministerio y me convierta en su colaborador.

En otoño de 1941 visité la fábrica Junker de Dessau con el fin de coordinar con el director general Koppenberg nuestros programas constructivos con los planes de producción. Me condujo a un local cerrado y me mostró un gráfico que comparaba la previsión americana para fabricar bombarderos en los próximos años con la nuestra. Le pregunté qué decían nuestros mandos al examinar aquellas deprimentes cifras.

—Ahí está lo malo, que no quieren creerlo —respondió, y acto seguido rompió a llorar.

Koppenberg fue destituido poco después de su cargo en las fábricas Junker. En cambio, Göring, comandante en jefe de la Luftwaffe, comprometida en duros combates, se hallaba lo bastante ocioso para visitar conmigo, el 23 de junio de 1941 (el día siguiente al comienzo de la campaña de Rusia), las maquetas de su edificio de mariscal del Reich, que estaban expuestas en Treptow.

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El último de los viajes artísticos que efectué durante un cuarto de siglo me llevó a Lisboa, donde el 8 de noviembre se inauguraba una exposición titulada «Nueva arquitectura alemana». En principio estaba previsto que hiciera el viaje en el avión de Hitler; pero cuando algunos borrachines de su entorno, como el fotógrafo Hofmann y el asistente Schaub, quisieron participar en él, dije a Hitler que haría el viaje en mi automóvil y me los quité de encima. Vi antiguas ciudades como Burgos, Segovia, Toledo y Salamanca. También hice una visita a El Escorial, cuyo palacio tiene unas dimensiones comparables al de Hitler, aunque su objetivo es muy distinto, de índole espiritual: Felipe II rodeó con un convento el núcleo de su palacio. ¡Qué diferencia respecto a las ideas arquitectónicas de Hitler! La claridad y la austeridad extremas presidían esta edificación, y las majestuosas estancias interiores tenían unas formas insuperablemente contenidas, mientras que en el palacio de Hitler regían la ostentación y el exceso. Es indudable que aquella creación casi melancólica del arquitecto Juan de Herrera (1530-1597) cuadraba mejor con la siniestra situación en que nos encontrábamos que el triunfal arte programático de Hitler. En aquellas horas de solitaria contemplación entreví por primera vez que mis ideales arquitectónicos me habían conducido por un camino equivocado.

Durante este viaje no pude visitar a mis conocidos parisinos, entre los que se contaban Vlaminck, Derain y Despiau,
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que, por invitación mía, habían visto las maquetas de Berlín. Aunque conocían, por tanto, nuestras intenciones, no dijeron nada al respecto: al menos, mi crónica no registra ni una palabra sobre la impresión que les causó el proyecto. Los había conocido durante mis estancias en París y, a través de mi departamento, de vez en cuando les hacía algún encargo. Curiosamente, disfrutaban de más libertad que sus colegas alemanes, como pude comprobar cuando, durante la guerra, visité el Salón de Otoño de París, en el que se exhibían cuadros que en Alemania habrían sido estigmatizados de «arte degenerado». Hitler también oyó hablar de esta exposición. Su reacción fue tan sorprendente como lógica:

—¿Acaso tenemos algún interés en que el pueblo francés sea espiritualmente sano? ¡Dejad que degeneren! ¡Mejor para nosotros!

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Mientras hacía este viaje a Lisboa, se produjo una catástrofe en las operaciones del frente oriental; la organización militar alemana no estaba en condiciones de afrontar la crudeza del invierno ruso. Además, las tropas soviéticas, en su retirada, habían destruido todos los cobertizos para locomotoras, los depósitos de agua y otras instalaciones ferroviarias. Durante la embriaguez de los éxitos cosechados en verano y en otoño, cuando parecía que «el oso ruso estaba acabado», nadie pensó seriamente en reconstruir todo aquello. Hitler no quiso comprender que la dureza del invierno ruso obligaba a tomar a tiempo las medidas necesarias respecto a los transportes.

Me enteré de estas dificultades por altos funcionarios de los Ferrocarriles del Reich y por generales del Ejército de Tierra y de la Luftwaffe, y sugerí a Hitler destinar a la reconstrucción de las instalaciones ferroviarias a 30.000 de los 65.000 obreros alemanes que tenía a mi cargo, dirigidos por mis ingenieros. Me pareció incomprensible que Hitler dudara quince días antes de aceptar mi propuesta, que sancionó por medio de un decreto el 27 de diciembre de 1941. En vez de apremiar para que se llevaran a cabo esos trabajos a primeros de noviembre, había insistido, a pesar de la catástrofe, en que sus obras triunfales tenían que concluirse en las fechas previstas. Estaba decidido a no rendirse a la evidencia.

Aquel mismo día me reuní con el doctor Todt en su modesta casa a orillas del Hintersee, cerca de Berchtesgaden. Se me asignó toda Ucrania, mientras que los obreros y técnicos que hasta entonces habían estado empleados insensatamente en la construcción de autopistas se hicieron cargo de las regiones norte y centro de Rusia. Todt acababa de regresar de un largo viaje de inspección por el frente oriental; había visto trenes sanitarios parados en los que los heridos habían muerto por congelación; había sido testigo de la miseria de las tropas en las pequeñas ciudades y aldeas, aisladas a consecuencia del frío y la nieve, y había vivido el desánimo y la desesperación de los soldados alemanes. Todt, afligido y pesimista, terminó diciendo que los alemanes no sólo éramos incapaces de resistir físicamente tales tormentos, sino que también nuestro espíritu se hundiría en Rusia:

—En esta lucha —prosiguió— vencerán los hombres primitivos, los que sean capaces de soportarlo todo, incluso las más terribles inclemencias del tiempo. Nosotros somos demasiado sensibles y sucumbiremos. Al final, los vencedores serán los rusos y los japoneses.

También Hitler, bajo la clara influencia de Spengler, había expresado unos pensamientos parecidos antes de la guerra, cuando habló de la superioridad biológica de los «siberianos y rusos»; sin embargo, al comenzar la campaña del Este dejó a un lado su propia argumentación, que se oponía a sus propósitos.

El firme afán constructivo de Hitler, la euforia con que impulsaba sus aficiones personales, llevó a sus paladines a imitarlo e indujo a la mayoría a llevar el estilo de vida de los vencedores. Ya en aquella época me di cuenta de que el sistema de gobierno de Hitler demostraba ser inferior al de los regímenes democráticos en un aspecto decisivo, pues no existía crítica pública alguna que pusiera en la picota aquellas desviaciones, no había quien exigiera ponerles remedio. El 29 de marzo de 1945, en la última carta que dirigí a Hitler, se lo recordaba: «Sentí un gran dolor cuando, durante los días victoriosos del año 1940, vi a amplísimos círculos de nuestros mandos perder la compostura. Aquel era el momento de acreditar nuestra valía frente a la Providencia conservando la dignidad y la modestia».

Aunque las escribiera cinco años después, estas líneas confirman que ya entonces vi errores, sufrí a causa de las anomalías, hice críticas y me atormentaron las dudas y el escepticismo; lo cierto es que temía que Hitler y sus mandos pudieran echar a perder la victoria.

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A mediados de 1941, Göring visitó nuestra ciudad de maquetas en la Pariser Platz. En un instante de benevolencia, me hizo una observación inusitada:

—He dicho al
Führer
—me explicó— que, después de él, lo tengo a usted por el hombre más grande de Alemania. — Claro que, como segundo hombre en la jerarquía del Reich, enseguida creyó tener que limitar el alcance de sus palabras: —A mis ojos, es usted el más grande de los arquitectos. Quiero decir que aprecio su labor en el campo arquitectónico en la misma medida que estimo la del
Führer
en los campos político y militar.
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Tras nueve años como arquitecto personal de Hitler, había conseguido elevarme a una posición admirada e inatacable. Los tres años siguientes me iban a colocar frente a misiones completamente distintas que, en efecto, me convertirían por un tiempo en el hombre más importante después de Hitler.

SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO XIV

ENTRADA EN EL NUEVO CARGO

Sepp Dietrich, uno de los primeros partidarios de Hitler y comandante en jefe de una de las unidades acorazadas de las SS acosada por los rusos en las inmediaciones de Rostov, al sur de Ucrania, se disponía a volar el 30 de enero a Dniepropetrovsk en uno de los aparatos de la escuadrilla del
Führer
, Le rogué que me dejara acompañarlo. Mi equipo ya se encontraba en aquella ciudad para preparar la reparación de las instalaciones ferroviarias de la región meridional de Rusia.
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Al parecer no se me ocurrió la idea, por lo demás completamente lógica, de pedir un avión para mí; un indicio inequívoco de lo pequeña que consideraba mi contribución al acontecer bélico.

Viajamos, más bien apretados, en un bombardero Heinkel habilitado para el transporte de pasajeros. Por debajo de nosotros se extendían las desoladas llanuras cubiertas de nieve del sur de Rusia. En las grandes haciendas vimos cobertizos y establos consumidos por el fuego. Volábamos siguiendo el recorrido de la línea férrea: apenas se veían trenes, los edificios de las estaciones estaban calcinados y los talleres destruidos. Sólo de vez en cuando veíamos alguna carretera, por la que tampoco circulaba ningún vehículo. Las distancias que íbamos dejando atrás imponían a causa de un silencio de muerte que incluso se percibía en el interior del aparato. Las tormentas de nieve interrumpían esta monotonía o, mejor dicho, la acentuaban. El vuelo me hizo tomar conciencia del peligro que corrían las tropas, prácticamente aisladas de los refuerzos de la patria. En la penumbra del atardecer aterrizamos en la ciudad industrial rusa de Dniepropetrovsk.

El grupo de técnicos que constituía la «Plana Mayor de Construcciones Speer», llamado así siguiendo la costumbre de la época de unir las misiones al nombre de personas, se había instalado de manera provisional en un coche cama. Una locomotora enviaba de vez en cuando un poco de vapor a la calefacción para impedir que se produjeran congelaciones. Igual de lastimosas eran las condiciones de trabajo, realizado en un coche comedor que servía simultáneamente de oficina y sala de estar. La reconstrucción de las líneas ferroviarias resultaba más dura y difícil de lo que habíamos imaginado. Los rusos habían destruido todas las estaciones intermedias. No quedaban cobertizos de reparaciones en ningún sitio, ni tampoco depósitos de agua protegidos contra las heladas, estaciones o cambios de agujas que estuvieran intactos. Los problemas más elementales, que en casa solucionaba la llamada de teléfono de cualquier empleada, se convertían allí en un problema, aunque sólo se tratara del suministro de clavos o de madera.

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