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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

Albert Speer (38 page)

BOOK: Albert Speer
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Cuando me dirigía hacia la puerta, entró Schaub.

—El señor mariscal del Reich ha llegado y desea hablarle con urgencia,
mein Führer
. No está citado.

Hitler lo miró con expresión de disgusto y desgana:

—Hágalo pasar. —Volviéndose hacia mí, añadió: —Quédese.

Göring entró impetuosamente en la estancia y, tras algunas palabras de pésame, comenzó a hablar con vehemencia:

—Lo mejor sería que yo me hiciera cargo de los cometidos del doctor Todt en el Plan Cuatrienal. Así se evitaría que se repitieran con otro los roces y contratiempos que tuve con él en el pasado.

Göring debía de haber venido en su tren especial desde su coto de caza de Rominten, a unos cien kilómetros del cuartel general de Hitler. Dado que el accidente había ocurrido a las nueve y media de la mañana, tuvo que darse mucha prisa.

Hitler no accedió de ningún modo a la propuesta de Göring:

—Ya he nombrado al sucesor de Todt. El ministro del Reich señor Speer, aquí presente, se hará cargo a partir de ahora de todas las funciones del doctor Todt.

La firmeza de sus palabras excluía toda réplica. Göring pareció sobresaltarse y quedar consternado, pero se recuperó en unos segundos y, sin hacer ninguna alusión a las palabras que Hitler acababa de pronunciar, le preguntó, malhumorado y distante:


Mein Führer
, estará usted de acuerdo en que no asista al entierro del doctor Todt, ¿verdad? Ya sabe usted los enfrentamientos que tuve con él. Me resulta imposible acudir.

Ya no sé a ciencia cierta lo que le respondió Hitler, pues, como es perfectamente comprensible, me había quedado sin habla tras aquella primera entrevista oficial sobre mi carrera de ministro. Con todo, recuerdo que Göring acabó accediendo a asistir a los funerales para que no se hiciera pública su enemistad con Todt. Dada la importancia que el sistema concedía a los formalismos, habría resultado chocante que el segundo hombre del Estado no asistiera a los actos oficiales que se celebrarían en honor de un ministro fallecido.

No había duda de que Göring había intentado ganar por la mano a Hitler, y sospeché que él lo estaba esperando y por eso me había nombrado ministro enseguida.

Como ministro de Armamentos, el doctor Todt sólo podía cumplir la misión que Hitler le había encomendado dando órdenes directas a la industria; Göring, en cambio, como encargado del Plan Cuatrienal, se consideraba responsable de toda la economía de guerra, por lo que él y su aparato adoptaron una postura defensiva frente a la actuación independiente de Todt. A mediados de enero de 1942, unos quince días antes de su muerte, Todt participó en una reunión en la que Göring lo atacó tan duramente que aquella misma tarde le dijo a Funk que no podía continuar. En tales ocasiones, para Todt era una desventaja vestir el uniforme de general de brigada del Ejército del Aire, lo que lo convertía, a pesar de ser ministro, en un inferior de Göring en la jerarquía militar.

Durante aquella breve conversación vi clara una cosa: Göring nunca sería mi aliado, pero Hitler parecía dispuesto a apoyarme si tenía dificultades con él.

Después del mortal accidente de Todt, Hitler mostró la estoica serenidad de un hombre que sabe que en su trabajo hay que contar con tales eventualidades. Aun sin mencionar ningún indicio, desde el primer día expresó la sospecha de que el accidente no era casual; le parecía posible que los servicios secretos hubieran tenido algo que ver en él. Sin embargo, pronto pasó a reaccionar con enojo y a mostrarse alterado cuando se hablaba del tema en su presencia, y podía llegar a decir con aspereza:

—No quiero volver a oír nada sobre esto. Prohibo que se siga hablando de este asunto. —Y a veces añadía: —Ya saben ustedes que esta pérdida todavía me afecta demasiado.

Por orden de Hitler, el Ministerio del Aire del Reich efectuó indagaciones para averiguar si la caída del avión podía haberse debido a un acto de sabotaje. La investigación estableció que el aparato había estallado a veinte metros del suelo, produciendo una vivísima llamarada. A pesar de esto, el informe del tribunal militar, presidido por un general de aviación a causa de la importancia del caso, llegó a esta singular conclusión: «Nada lleva a sospechar que haya habido sabotaje. Por consiguiente, no se requiere la adopción de medidas ulteriores».
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Por cierto que el le ocurría algo.

• • •

¡Qué riesgo y qué inconsciencia había en la espontánea decisión de Hitler de encargarme uno de los tres o cuatro Ministerios de los que dependía su Estado! Yo era un típico marginal, tanto para el Ejército como para el Partido y la economía. Nunca en mi vida había tenido nada que ver con las armas, pues jamás había sido soldado ni había utilizado un fusil, ni siquiera para ir de caza, por ejemplo. El hecho de que Hitler prefiriera escoger a colaboradores no especializados respondía a su inclinación por el diletantismo. Al fin y al cabo, había nombrado ministro de Asuntos Exteriores a un comerciante en vinos y ministro para los Territorios del Este al filósofo del Partido, además de poner la economía bajo la dirección de un piloto de combate. Y ahora convertía a un arquitecto en ministro de Armamentos. No hay duda de que prefería que fueran profanos quienes ocuparan los puestos directivos. Siempre mostró desconfianza hacia los especialistas como Schacht.

A Hitler le pareció que se debía a un acto especialmente llamativo de la providencia el hecho de que la noche anterior hubiera ido a parar al cuartel general y que cancelara el viaje con Todt, con lo que mi carrera, tras la muerte del profesor Troost, se vio determinada por segunda vez por el fallecimiento de una persona. Más tarde, cuando logré mis primeros éxitos, Hitler aseguraba con frecuencia que la muerte de Todt había sido necesaria, porque había permitido aumentar la producción de armamento.

En comparación con el difícil doctor Todt, no hay duda de que Hitler halló en mí a un colaborador voluntarioso; en este sentido, el cambio también respondía a la ley de selección negativa que determinaba la composición de su entorno. Como siempre que alguien lo contradecía designaba a una persona más servicial para asumir su papel, con el transcurso de los años se fue rodeando de gente que aceptaba cada vez más sumisamente sus decisiones y las ejecutaba con menos reparos.

Aunque los historiadores tienden a prestar más atención a mi actividad como ministro de Armamentos que a mis proyectos urbanísticos para Berlín y Nuremberg, mi profesión de arquitecto siguió siendo la ocupación de mi vida; consideré que mi sorprendente nombramiento como ministro constituía un paréntesis involuntario, una especie de servicio militar. Me parecía posible alcanzar fama y reconocimiento como arquitecto de Hitler, mientras que la valía de un ministro, incluso importante, tenía que verse absorbida a la fuerza por su gloria. Por eso le pedí muy pronto que me volviera a nombrar su arquitecto después de la guerra.
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Que lo considerara necesario demuestra hasta qué punto uno se sentía dependiente de su voluntad incluso en las decisiones personales. Hitler accedió sin vacilar. También él creía que, como su primer arquitecto, le prestaría valiosos servicios a él y a su Reich. Cuando hablaba de sus planes para el futuro, a veces decía con nostalgia:

—Entonces nos retiraremos unos cuantos meses los dos para volver a repasar una vez más todos los planos.

Sin embargo, ese modo de expresarse se fue haciendo cada vez más infrecuente.

• • •

Como primera reacción a mi nombramiento, el 9 de febrero voló desde Berlín al cuartel general del
Führer
el jefe de sección personal de Todt, el consejero gubernamental superior Konrad Haasemann. Había consejeros de Todt más importantes e influyentes, por lo que me sentí enojado y consideré que el envío de este funcionario era un intento de poner a prueba mi autoridad. Haasemann enseguida me hizo notar que a través de él podría familiarizarme con las cualidades de mis futuros colaboradores; pero le contesté tajante que pensaba hacerlo por mí mismo. Aquella misma noche me fui en tren a Berlín, pues de momento se me había pasado mi preferencia por el avión.

Cuando, a la mañana siguiente, crucé los arrabales de la capital del Reich, con sus fábricas y vías férreas, me asaltó la preocupación de si sabría estar a la altura de aquella ingente misión técnica que me resultaba tan ajena. Abrigaba grandes dudas respecto a mi capacidad de enfrentarme al nuevo cargo, a las dificultades que hallaría y a los requerimientos que comportaba. Cuando el tren entró en la estación de Silesia, el corazón me latía con fuerza y me sentía débil.

A partir de aquel momento, precisamente yo debía ocupar una posición clave en el conflicto bélico, a pesar de que era más bien tímido en el trato con desconocidos, no sabía mostrarme desenvuelto en las reuniones e incluso al tratar asuntos de trabajo me resultaba difícil expresar mis pensamientos de una manera precisa y comprensible. ¿Qué dirían los generales del Ejército cuando supieran que yo, etiquetado como artista, iba a ser su socio? Desde luego, al principio mis problemas de imagen personal y de autoridad me preocupaban tanto como mis misiones específicas.

Lo que me esperaba en mi nueva administración no era un asunto menor; sabía que los antiguos colaboradores de Todt me considerarían un intruso. Aunque me tuvieran por un buen amigo de su difunto jefe, también me habían visto acudir a sus oficinas con bastante frecuencia a pedir material para mis obras. Hacía años que estas personas se sentían íntimamente unidas a Todt.

En cuanto llegué al Ministerio fui al despacho de mis principales colaboradores, evitándoles así tener que anunciarse en el mío, en el que ordené que no se hiciera ningún cambio mientras yo lo ocupara, a pesar de que la decoración del doctor Todt no respondía a mis gustos.
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En la mañana del 11 de febrero de 1942 tuve que recibir solemnemente en la estación de Anhalt el féretro con los restos mortales de Todt. Aquella ceremonia me conmovió tanto como los funerales que se celebraron al día siguiente en la Sala de los Mosaicos de la Cancillería del Reich, en los que Hitler estuvo muy emocionado. Dorsch, uno de los más íntimos colaboradores de Todt, me prometió lealtad en un sencillo acto que se celebró junto a la tumba. Dos años más tarde, mientras yo estaba gravemente enfermo, este hombre participó en una intriga que Göring urdió contra mí.

• • •

Mi trabajo comenzó enseguida. El subsecretario del ministro del Aire, el mariscal Erhard Milch, me rogó que asistiera a la reunión que tendría lugar el viernes 13 de febrero en el Ministerio del Aire, en la que los tres Ejércitos de la Wehrmacht y el Ministerio de Economía tratarían cuestiones de armamento. A mi pregunta de si no se podía aplazar la sesión para que pudiera entrar en materia, Milch me respondió con otra, como correspondía a su carácter desenfadado y a la cordialidad de nuestra relación: Ya estaban en camino los principales industriales del Reich. ¿Acaso pretendía escabullirme? Acepté la invitación. Göring me había hecho llamar el día anterior. En la primera visita que le hacía en calidad de ministro, me habló de las buenas relaciones que habíamos tenido mientras fui arquitecto suyo. Esperaba que no se produjera ningún cambio en ese aspecto. Cuando quería, Göring podía ser de una amabilidad cautivadora, aunque algo altanera. Después me expuso sus pretensiones: dijo haber alcanzado un acuerdo por escrito con mi antecesor y que me estaban preparando el mismo documento, que establecía que mi misión en el ejército no me llevaría a inmiscuirme en el Plan Cuatrienal; me lo enviaría para que lo firmara. Puso fin a nuestra entrevista diciendo con aire enigmático que, por lo demás, durante la próxima reunión averiguaría más cosas a través de Milch. No le di ninguna respuesta y terminé la entrevista sin abandonar el tono cordial. El Plan Cuatrienal abarcaba toda la economía del Reich, por lo que el acuerdo que Göring me proponía me habría incapacitado por completo para actuar.

Sospeché que en la reunión que Milch me había anunciado me esperaba una sorpresa. Como no me sentía nada seguro, expuse mis temores a Hitler, que aún se encontraba en Berlín. Tras haber visto la reacción de Göring ante mi nombramiento, podía contar con su apoyo.

—Está bien —me dijo—, si proceden de alguna manera contra usted o tropieza con dificultades, interrumpa el acto e invite a los participantes a dirigirse a la sala de sesiones del gabinete. Entonces les diré cuatro cosas a esos caballeros.

La sala de sesiones del gabinete era considerada una especie de «lugar sagrado», por lo que ser recibido en ella tenía que producir una impresión especial. Y el hecho de que Hitler estuviera dispuesto a dirigirse a aquel grupo, con el que yo tendría que colaborar en el futuro, suponía para mí un comienzo inmejorable.

La gran sala de sesiones del Ministerio del Aire estaba repleta. Había allí treinta personas, los hombres más importantes de la industria: el director general Albert Vögler; Wilhelm Zangen, director de la Agrupación de Industriales Alemanes; el capitán general Ernst Fromm, jefe del Ejército de Reserva, con su subordinado el general Leeb, jefe de la Dirección General de Armamento del Ejército de Tierra; el almirante Witzell, jefe de Armamento de la Marina; el general Thomas, jefe de la Dirección General de Armamento y Economía del Alto Mando de la Wehrmacht; Walter Funk, ministro de Economía del Reich; varios apoderados del Plan Cuatrienal y otros importantes colaboradores de Göring. Milch asumió la presidencia como representante del Ministerio en el que se celebraba la reunión, y rogó a Funk que se sentara a su derecha y a mí que lo hiciera a su izquierda. Tras una breve introducción, explicó las dificultades organizativas que conllevaba el enfrentamiento de las tres ramas de la Wehrmacht. Vögler, de la Asociación de Productores de Acero, expuso entonces de un modo muy razonable que las órdenes y contraórdenes, así como las disputas y los continuos cambios respecto a los niveles de prioridad, alteraban la producción. Dijo que había reservas sin utilizar, pero que estas no llegaban nunca a su destino, y que había llegado el momento de aclarar las cosas. Alguien debía ocuparse de tomar una serie de decisiones. Quién pudiera ser ese alguien era algo que a la industria no le incumbía.

A continuación tomaron la palabra el capitán general Fromm como representante del Ejército de Tierra y el almirante Witzell en nombre de la Marina, que se adhirieron, salvo en cuestiones de detalle, a las palabras de Vögler. El resto de los asistentes se expresó en el mismo sentido, poniéndose así de manifiesto el deseo general de que una sola persona asumiera la dirección unificada de todos aquellos asuntos. También yo me había dado cuenta de la necesidad de resolver la cuestión cuando colaboraba con el Ejército del Aire.

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