Albert Speer (32 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Un día, a principios del verano de 1939, Hitler señaló el águila imperial que, sujetando entre sus garras el símbolo de soberanía, debía coronar la cúpula, 8290 metros del suelo:

—Esto habrá que cambiarlo. ¡El águila ya no sujetará la esvástica, sino que dominará el globo terráqueo! La coronación de este edificio, el mayor de la Tierra, tendrá que ser el águila sobre la bola del mundo.
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La modificación introducida por Hitler en los proyectos primitivos puede observarse en las fotografías que tomé de las maquetas de la obra.

Unos meses después empezó la Segunda Guerra Mundial.

CAPÍTULO XII

SE INICIA EL DECLIVE

Sería a comienzos de agosto de 1939 cuando nuestro despreocupado grupo se dirigía con Hitler a la casa de té situada en el Kehlstein. La larga columna automovilística ascendía serpenteante por la carretera que Bormann había hecho abrir en la roca viva. Después de atravesar un alto portal de bronce, llegamos a un vestíbulo revestido de mármol, húmedo por la proximidad de la montaña, y entramos en el ascensor de refulgente latón.

Mientras subíamos los cincuenta metros del recorrido, Hitler, como si estuviera sumido en un monólogo, dijo inopinadamente:

—Quizá dentro de poco tenga lugar un gran acontecimiento. Puede que tenga que enviar a Göring… Si fuera necesario, podría ir yo mismo. Me lo juego todo a esta carta.

Todo quedó en esta insinuación.

Unas tres semanas después, el 21 de agosto de 1939, supimos que el ministro alemán de Asuntos Exteriores había iniciado negociaciones en Moscú. Durante la cena, Hitler recibió una nota. La leyó con rapidez, miró unos instantes frente a sí mientras enrojecía intensamente, golpeó la mesa con tal energía que las copas tintinearon y exclamó, con voz entrecortada:

—¡Los tengo! ¡Los tengo!

Sin embargo, se dominó con fulminante rapidez, nadie se atrevió a preguntar nada y la comida siguió su curso. Concluida la cena, mandó llamar a todos los hombres de su círculo y les anunció:

—Vamos a concertar un pacto de no agresión con Rusia. ¡Vean, es un telegrama de Stalin!

El telegrama estaba dirigido a «Hitler, Canciller del Reich», e informaba concisamente del acuerdo. Era lo más inaudito que cabía imaginar: la unión amistosa en un pedazo de papel de los nombres de Stalin y Hitler. Acto seguido se proyectó una película que mostraba un desfile del Ejército Rojo ante Stalin; el despliegue de tropas era considerable. Hitler se mostró satisfecho por la neutralización de un ejército tan poderoso y se volvió hacia su asistente militar, al parecer para discutir con él la capacidad ofensiva de aquella multitud. Las señoras continuaron excluidas, aunque, naturalmente, se enteraron por nosotros de la novedad, que por otra parte no tardó en ser difundida por la radio.

Goebbels difundió la noticia en una rueda de prensa celebrada la misma noche del 21 de agosto, y después Hitler se hizo poner en comunicación con él. Quería conocer la reacción de los representantes de la prensa extranjera. Con un brillo febril en los ojos, nos contó lo que le había dicho:

—La sensación que ha causado la noticia ha sido insuperable. Y cuando las campanas de las iglesias han empezado a sonar en el exterior, un representante de la prensa británica ha dicho con resignación: «Es el tañido fúnebre del Imperio Británico».

Esta observación fue la que más impresionó al eufórico Hitler aquella noche. Ahora creía estar tan alto que el destino ya no podía causarle ningún mal.

Por la noche, desde la terraza del Berghof, admiramos con Hitler un raro espectáculo de la naturaleza. Una aurora boreal
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extraordinariamente intensa cubrió de luz roja el legendario Untersberg durante más de una hora, mientras el cielo reflejaba los colores más diversos demarco iris. El último acto de
El crepúsculo de los dioses
no habría podido escenificarse de una forma más efectista. Todos teníamos las caras y las manos bañadas de un color rojo antinatural. El espectáculo suscitó un estado de ánimo extrañamente reflexivo. Hitler, dirigiéndose a uno de sus asistentes militares, dijo:

—Esto parece predecir mucha sangre. Esta vez no podremos evitar la violencia.
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Hacía ya varias semanas que el foco del interés de Hitler se había desplazado hacia el campo militar. Trataba de definir con claridad sus proyectos manteniendo largas conversaciones con alguno de sus cuatro asistentes de la Wehrmacht: el coronel Rudolf Schmundt por el Alto Mando de la Wehrmacht, el capitán Gerhard Engel por el Ejército de Tierra, el capitán Nikolaus von Below por el Ejército del Aire y el capitán Karl-Jesko von Puttkamer por la Marina. Estos oficiales jóvenes y desinhibidos parecían ser del especial agrado de Hitler, entre otras cosas porque le era más fácil encontrar su aprobación que la del generalato, siempre más escéptico.

No obstante, inmediatamente después de anunciarse el pacto germano-soviético, estos asistentes fueron sustituidos por las más altas jerarquías políticas y militares del Reich, entre las que se encontraban Göring, Goebbels, Keitel y Ribbentrop. Goebbels hablaba con franqueza y preocupación del peligro de la guerra que se estaba perfilando. Sorprendentemente, el ministro de Propaganda, de ordinario tan radical, consideraba que el riesgo de una guerra era excesivo e intentaba recomendar una línea pacífica, y se mostraba sumamente enojado con Ribbentrop, a quien tenía por el más destacado representante de la facción belicista. A los miembros del círculo privado de Hitler nos pareció que Goebbels y Göring, que también era partidario de la paz, se habían convertido en hombres flojos, degenerados por el bienestar que les daba el poder, y que no querían arriesgar sus privilegios.

Aunque en esos días estaba en juego la realización de la obra de mi vida, creí que los intereses nacionales tenían prioridad frente a las cuestiones de carácter personal. Cualquier posible reparo quedaba vencido por la seguridad que mostraba Hitler. Me parecía un héroe de la Antigüedad que sin vacilar, consciente de su fuerza, emprendía las empresas más arriesgadas y salía siempre victorioso de ellas.
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La facción belicista propiamente dicha, constituida sobre todo por Hitler y Ribbentrop, había pergeñado poco más o menos los siguientes argumentos: «Supongamos que, gracias a la aceleración del rearme, nuestro poder destructivo supera al del enemigo en una proporción de cuatro a uno. A pesar de que ellos se están armando fuertemente desde que ocupamos Checoslovaquia, su producción necesitará por lo menos un año y medio o dos antes de alcanzar el nivel máximo, y hasta después de 1940 no estarán en condiciones de comenzar a reducir la ventaja que les llevamos. Ahora bien, si llegan a producir tanto como nosotros, nuestra superioridad irá disminuyendo, pues para mantenerla tendríamos que producir cuatro veces más que ellos, y no podremos hacerlo. Aunque el enemigo fabricara sólo la mitad de armas que nosotros, la proporción de fuerzas empeoraría igualmente. Además, ahora contamos con armamento nuevo en todos los ejércitos, en tanto que ellos sólo disponen de material anticuado».
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Tales consideraciones no debieron de influir de manera decisiva en los designios de Hitler, pero no hay duda de que lo hicieron en la elección del momento oportuno para llevarlos a la práctica. Primero dijo:

—Pasaré el mayor tiempo posible en el Obersalzberg con el fin de mantenerme fresco para los días difíciles que se avecinan. No me trasladaré a Berlín hasta que llegue el momento de adoptar decisiones.

Unos días después, la columna de Hitler, diez automóviles separados por una gran distancia de seguridad, avanzaba por la autopista en dirección a Munich. Mi esposa y yo íbamos en el centro. Era un hermoso día, sin nubes, de fines de verano. La gente guardaba un desacostumbrado silencio al paso de Hitler. Casi nadie saludaba. También en Berlín llamaba la atención la calma de los alrededores de la Cancillería, habitualmente rodeada de personas que se congregaban para saludar a Hitler en sus salidas y llegadas cuando el estandarte de la Cancillería señalaba su presencia.

• • •

Naturalmente, quedé excluido del ulterior desarrollo de los acontecimientos, tanto más cuanto que la rutina habitual de Hitler se vio sensiblemente alterada durante aquellos días turbulentos. Desde que la corte se había trasladado a Berlín, estaba siempre ocupado por reuniones que se sucedían sin interrupción y se celebraban muy pocas comidas en común. Entre los detalles que recuerdo, con toda la arbitrariedad que caracteriza a la memoria humana, ocupa el primer lugar la aparición, algo cómica, del embajador italiano Bernardo Attolico, al que vi precipitarse sin resuello en la Cancillería del Reich poco antes del ataque a Polonia. Acudía a comunicar que Italia no podía afrontar por el momento las obligaciones contraídas. El
Duce
camufló esta marcha atrás con unas exigencias irrealizables —un enorme e inmediato suministro de dinero y material militar—, cuya satisfacción habría debilitado la potencia combativa del Ejército alemán. Hitler consideraba que Italia tenía un gran poder ofensivo, sobre todo gracias a su flota, que disponía de unidades modernas y de un gran número de submarinos, y también a su aviación. Puesto que partía de la base de que la determinación bélica de Italia debía contribuir a asustar a las potencias occidentales, dudó de poder alcanzar sus objetivos y, sintiéndose inseguro, aplazó por unos días el ataque a Polonia.

Sin embargo, el pesimismo no tardó en dar paso a una nueva exaltación. Y Hitler decidió intuitivamente que, a pesar de la indecisión de Italia, era posible que las potencias occidentales no declararan la guerra. Rechazó la ayuda que le ofreció Mussolini: no esperaría más, pues las tropas estaban en continuo estado de alerta y empezaban a ponerse nerviosas; además, la bonanza del otoño no tardaría en terminar y cabía temer que las unidades militares se quedaran atascadas en el barro polaco si empezaba el período de lluvias.

Se intercambiaron notas con Inglaterra sobre la cuestión polaca. Hitler parecía muy fatigado cuando una noche, en el invernadero de la Cancillería, dijo con convicción a su círculo íntimo:

—No cometeremos el mismo error que en 1914. Todo consiste en echar la culpa al otro, que es algo que entonces no se hizo bien. Lo que propone el Ministerio de Asuntos Exteriores no sirve para nada, así que lo mejor será que redacte yo mismo las notas.

Mientras hablaba así, tenía en la mano una hoja escrita, probablemente el borrador de una nota del Ministerio de Asuntos Exteriores. Se despidió antes de la cena y se dirigió a sus habitaciones del piso superior. Al leer aquella serie de notas años más tarde, en la prisión, no me pareció que hubiera tenido mucho éxito.

La idea de Hitler de que Occidente volvería a ceder después de la firma del acuerdo de Munich se vio reforzada por una reseña del Servicio de Información que indicaba que un oficial del Estado Mayor británico había estudiado la potencia de los efectivos del Ejército polaco y había llegado a la conclusión de que la resistencia de Polonia sería quebrantada rápidamente. Eso le hizo concebir la esperanza de que el Estado Mayor británico desaconsejaría a su Gobierno entrar en una guerra que ofrecía tan pocas perspectivas de victoria y, cuando el 3 de septiembre las potencias occidentales pasaron de los ultimátums a la declaración de guerra, Hitler tras la sorpresa inicial, argumentó que era evidente que Inglaterra y Francia sólo intentaban no quedar mal a los ojos del mundo, y añadió que estaba convencido de que, a pesar de todo, no se llegaría a ninguna acción bélica. En consecuencia, ordenó a la Wehrmacht que se mantuviera estrictamente a la defensiva, creyendo que aquella decisión revelaba su sagacidad política.

Una calma siniestra siguió a la febril actividad de los últimos días de agosto. Hitler retomó por poco tiempo a su ritmo de vida cotidiano; incluso volvió a mostrar interés por los proyectos arquitectónicos. A sus invitados diarios les explicó:

—Aunque es verdad que nos encontramos en guerra con Inglaterra y Francia, si evitamos toda acción ofensiva, la cosa quedará en agua de borrajas. Desde luego, en cuanto hundamos un barco y les causemos pérdidas empezará la guerra de verdad. No tienen ustedes idea de lo que son estas democracias; estarán contentas de poder salirse de este asunto. ¡Dejarán a Polonia en la estacada!

Hitler no dio permiso para atacar ni siquiera cuando algunos submarinos alemanes se encontraban en posición muy favorable frente al acorazado francés
Dunkerque
. El ataque aéreo inglés contra Wilhelmshaven y el hundimiento del
Athenia
dieron al traste con sus reflexiones.

Hitler, incorregible, insistió en que Occidente era demasiado débil, demasiado blando y decadente para emprender una guerra en serio. Posiblemente le resultara penoso tener que confesar ante sus colaboradores y sobre todo ante sí mismo que había cometido un error tan decisivo. Todavía recuerdo su estupefacción cuando llegó la noticia de que Churchill se incorporaría como ministro de Marina al Gabinete de Guerra británico. Göring salió de la sala de estar de Hitler con la inquietante nota de prensa en la mano y, dejándose caer en el primer sillón que encontró, dijo con acento de cansancio:

—Churchill en el Gabinete. Esto significa que la guerra comienza de verdad. Ahora sí que estamos en guerra con Inglaterra.

De estas y otras observaciones se infería que el inicio de la guerra no respondía a las expectativas de Hitler. A veces perdía claramente el aire tranquilizador del
Führer
infalible.

Estas ilusiones y sueños guardaban relación con la nada realista forma de pensar y trabajar de Hitler. En realidad no sabía nada sobre sus enemigos y, además, se resistía a aprovechar los informes de que disponía. Prefería confiar en su inspiración, que partía de un menosprecio extremo del contrario, por contradictoria que pudiera resultar. De acuerdo con su muletilla de que siempre hay dos posibilidades, por una parte quería la guerra en aquel momento porque le parecía el más favorable y, por otra, no se preparaba para ella. Por una parte veía en Inglaterra a «nuestro enemigo número uno»,
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como recalcó en una ocasión, y por otra esperaba llegar a un acuerdo.

No creo que en los primeros días de septiembre Hitler tuviera claro que había desencadenado una guerra mundial irrevocable. Sólo había querido dar un paso más. Aunque estaba dispuesto a asumir el riesgo, igual que lo estuvo un año antes, durante la crisis checa, sólo se había preparado para el riesgo, no para la gran guerra. El rearme de la flota había sido aplazado; los acorazados y el primer gran portaaviones todavía no estaban acabados. Hitler sabía que las fuerzas alemanas no alcanzarían su pleno poder combativo hasta que pudieran hacer frente a los efectivos navales enemigos. Por otra parte, hablaba con tanta frecuencia de la debilidad de las armas submarinas durante la Primera Guerra Mundial que no habría comenzado a sabiendas una segunda guerra del mismo tipo sin haber preparado antes una poderosa flota de submarinos.

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