Al Filo de las Sombras (48 page)

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Authors: Brent Weeks

BOOK: Al Filo de las Sombras
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Eso le planteaba un problema. ¿Se dirigía al norte, hacia la Capilla y en pos de Uly, o al oeste, detrás de Kylar?

Decidió que tenía que ir a por Uly. Cenaria no era un lugar seguro para ella. Su presencia le complicaría el trabajo a Kylar, y no podía ayudarle. La Capilla era segura, por bien que la intimidara, y al menos podría cerciorarse de que Uly estaba a salvo, si no llevársela a casa.

De manera que siguió hacia el norte a la mañana siguiente. Además de casi agotar sus escasos ahorros, dormir en una cama solo parecía haberle recordado a su cuerpo todos los dolores, así que no mantenía un buen ritmo. Llegaría antes a la Capilla si no llevaba el caballo al paso, pero solo la idea del trote ya le hizo gemir. La yegua puso tiesas las orejas, como si se preguntase qué mosca la había picado.

Entonces vio al jinete, a cuarenta pasos de distancia. Llevaba armadura negra pero no casco, y no tenía espada ni escudo. Estaba encorvado sobre la silla de un caballo pequeño y de pelo largo. Con la mano se tapaba una herida en el costado, y tenía la cara pálida salpicada de sangre.

Cuando Elene frenó a su yegua en seco, el hombre alzó la cabeza y la vio. Movió los labios pero no surgió ninguna palabra. Volvió a intentarlo.

—Ayuda —dijo con un ronco susurro—. Por favor.

Elene sacudió las riendas y se colocó a su lado. A pesar del dolor que expresaba su cara, era un joven atractivo, apenas mayor que ella.

—Agua —suplicó.

Elene sacó su odre, y se detuvo. De la silla de montar del joven colgaba una bota de vino llena. Su palidez no se debía a la pérdida de sangre: era khalidorano.

Los ojos del joven se encendieron de triunfo al mismo tiempo que ella clavaba los talones en los ijares de su caballo, demasiado tarde. El khalidorano le arrebató la rienda que tenía más cerca. La yegua de Elene bailó trazando un círculo que el caballo más pequeño del hombre no tardó en seguir. Elene intentó saltar de la silla, pero tenía la pierna atrapada entre los animales.

Entonces vio un destello procedente de un puño envuelto en malla. La alcanzó por encima de la oreja. Elene cayó.

Fue un descenso a los infiernos. Logan todavía estaba muy débil para bajar del todo por su cuenta, pero el Chirríos parecía satisfecho de cargar con él: moviendo una mano y después otra, descendía a pulso la cuerda mientras el joven se contentaba con mirar.

Durante los primeros seis metros tuvieron delante una pared vertical de roca idéntica a la del Agujero: de vidrio volcánico, negra y completamente lisa. Luego el tubo se abrió a una caverna inmensa.

Fue como si se hubieran sumergido en otro mundo. Unas algas verdes iridiscentes tapizaban las paredes a lo lejos y emitían una luz tenue, la suficiente para transformar la oscuridad en penumbra. El olor a huevos podridos era más penetrante allí abajo, y hacia ellos subían flotando unas volutas de humo denso que impedían al joven ver con claridad los miles de estalagmitas que se elevaban, a alturas distintas, del suelo invisible de la caverna. Arriba, los reclusos guardaban silencio, y Logan rezó por que siguieran así. Con el paso de los meses, había perdido la confianza en que el aullido que brotaba del agujero fuese tan solo el sonido del viento al ascender entre las rocas.

El Chirríos empezaba a resollar, pero mantuvo el mismo ritmo, una mano y después otra. Estaban rodeados de estalactitas que, relucientes como cuchillos de hielo, colgaban del techo de la gruta. Por debajo del sonido del viento, apenas un suave gemido cuando subía de las profundidades, podía captarse el goteo del agua que se acumulaba en sus extremos afilados.

Descendieron durante dos minutos más antes de que Logan viera el primer cadáver. Aunque el viento cálido y seco había desecado y momificado el cuerpo, sin duda se trataba de un ojetero que se había caído, saltó o fue empujado por el agujero décadas, tal vez siglos atrás. Llevaba tanto tiempo empalado en una estalagmita que la roca empezaba a crecer por encima; lentamente la piedra lo sepultaría.

Había otros. El Chirríos tuvo que frenar su descenso en varias ocasiones para evitar las estalagmitas y, cada vez, veían los restos de reclusos que no tuvieron la oportunidad de disponer de una cuerda. Algunos eran más antiguos incluso que el primero: unos tenían el cuerpo hecho trizas al chocar contra varias estalagmitas durante la caída; a otros les faltaban extremidades, cercenadas por las rocas o desprendidas a lo largo de los años. Las estalagmitas eran tan resbaladizas que las ratas no habían podido llegar hasta ellos, y el viento tan seco que había impedido que se pudrieran. Los únicos cuerpos irreconocibles eran los pocos que habían caído en las zonas más húmedas pegadas a las paredes y colonizadas por las algas. Emitían una tenue luminosidad verdosa y parecían espectros que intentasen desprenderse de la roca.

Al final, Logan y el Chirríos llegaron a la altura de varias cornisas. La mayoría estaban demasiado lejos para que pudieran alcanzarlas, pero en una de ellas Logan vio un cadáver sentado contra la pared. Sus huesos resecos estaban intactos. Tal vez porque había usado una cuerda o tal vez de milagro, aquel hombre había sobrevivido al descenso o la caída para acabar muriendo allí. Las cuencas vacías de sus ojos miraban a Logan con una pregunta: «¿Tú puedes hacerlo mejor?».

De repente, la cuerda de tendones se sacudió. Logan miró hacia arriba, pero solo había oscuridad. Era inútil mirar hacia abajo, el Chirríos le tapaba.

—Démonos prisa, Chi.

El grandullón protestó sin palabras.

—Lo sé, lo estás haciendo muy bien. Lo estás haciendo de maravilla, pero no sé cuánto tiempo podrá aguantar Lilly la cuerda. No queremos acabar como estos tipos, ¿verdad?

El Chirríos bajó más deprisa.

Pasaron por delante de otra cornisa y Logan observó que el suelo en la base de las estalagmitas no era rocoso sino que estaba cubierto de una gruesa capa de tierra. ¿Tierra? ¿Allí?

No era tierra. Excrementos humanos. Generaciones de criminales habían pateado sus heces por el agujero y, acumuladas entre las agujas de roca, no todas se habían secado. La zona entera apestaba a cloaca, y el olor se sumaba al de huevos podridos.

Continuaron descendiendo y pasaron muy cerca de una cornisa más. Logan ya apartaba la vista cuando le pareció que algo centelleaba. Se fijó con atención y no vio nada.

—Para un segundo, Chirríos.

Estiró el brazo, hundió la mano en la capa de quince centímetros de mierda y tanteó. Nada. Metió el brazo hasta el codo, intentando no pensar en la porquería que le corría por toda la piel. Allí.

Sacó algo y lo limpió contra su otro brazo. Era la llave.

—Increíble —dijo—. Un milagro. No vamos a morir aquí abajo después de todo, Chi. Ahora lleguemos al fondo, y desatemos el cuerpo de Fin. Luego intentaremos volver a subir. A lo mejor hasta pueden izarnos.

Resultó que estaban cerca del fondo, o al menos de una plataforma grande. Había una fumarola que escupía una nube de vapor acre que los sobrevolaba y ocultaba todo lo que había por debajo. Como las emanaciones mataban a las algas luminiscentes, Logan no podía discernir dónde estaban... si aquella cuestión tenía algún sentido en el infierno.

El Chirríos se detuvo y gruñó. Se alejó un paso de la cuerda y extendió los dedos agarrotados para aliviar el dolor. Logan pisó terreno semisólido (allí los residuos solo tenían unos centímetros de espesor) con un suspiro. Su camarada había tenido que cargar con gran parte de su peso durante el descenso, pero aun así estaba agotado.

Entonces se fijó en la cuerda. No había nada atado a ella.

—Chi —dijo Logan, con el corazón en un puño—, ¿cuánto tiempo lleva la cuerda destensada?

El Chirríos lo miró parpadeando. La pregunta no significaba nada para él.

—¡Chi, Fin está vivo! Podría estar... ¡AH!

Algo afilado se clavó en la espalda de Logan, que cayó.

Fin se derrumbó más que saltó encima de él. El recluso se movía como si se hubiese dislocado la cadera, y le sangraban la cabeza, la boca, los dos hombros y una pierna. En su mano derecha sostenía la punta rota y ensangrentada de una estalagmita. Cuando cayó sobre Logan, empezó a darle tajos. Estaba herido y débil hasta extremos penosos, pero Logan tenía aún menos fuerzas.

La afilada roca de Fin le hizo un corte en el pecho, le rajó el antebrazo cuando intentó bloquear los golpes y le arañó la frente hasta la oreja. Logan intentó tirar a Fin de la plataforma, pero estaba demasiado débil.

Se oyó un rugido salvaje que se impuso al fragor de una repentina erupción de la fumarola. El vapor caliente y unas gruesas gotas de agua hirviendo les pasaron volando por delante un momento antes de que el Chirríos pasara al ataque.

Derribó a Fin y le mordió la nariz; un instante después se erguía con un pedazo sanguinolento entre sus afilados dientes. Fin lanzó un grito ahogado. Antes de que pudiera volver a chillar, el Chirríos le agarró la pierna dislocada y lo apartó de Logan.

El criminal herido volvió a gritar, más alto y más agudo. Estiró los brazos e intentó agarrarse a cualquier cosa para escapar de su atacante. Entonces su cuerpo quedó atrapado entre dos estalagmitas. El Chirríos no lo vio o no le importó. Estaba decidido a alejar a Fin de su amigo, y eso era lo que pensaba hacer. Logan vio que el gigantón contrahecho se inclinaba y se le tensaban los hombros, convertidos sus músculos en fibrosos nudos de potencia. Clavó los pies en el suelo y rugió mientras Fin chillaba.

Se oyó un desgarro cuando la pierna dislocada cedió. El Chirríos tropezó y cayó hacia atrás al arrancar la pierna de Fin y mandarla volando al abismo.

Fin clavó en Logan una mirada de odio mientras exhalaba sus últimos alientos y se desangraba por la cadera desgarrada, con la cara pálida como la de un fantasma.

—Nos vemos... en el infierno, Rey —dijo.

—Yo ya he cumplido mi condena allí —replicó Logan. Alzó la llave—. Me voy.

Los ojos de Fin destellaron de aborrecimiento e incredulidad, pero no le quedaban fuerzas para hablar. El odio abandonó poco a poco sus ojos abiertos. Estaba muerto.

—Chi, eres asombroso. Gracias.

El gigantón sonrió. Con sus dientes afilados y sanguinolentos, ofrecía una estampa macabra, pero la intención era buena.

Logan tembló. Estaba sangrando bastante. No sabía si sobreviviría, aunque no toparan con ningún problema para salir del Agujero y de las Fauces. Sin embargo, no había motivo para que Chi muriese también, o Lilly, y su compañero no subiría por la cuerda sin él, eso lo sabía.

—Vale, Chi, tú eres fuerte. ¿Eres lo bastante fuerte para salir de aquí escalando por la cuerda?

El Chirríos asintió y flexionó los músculos. Le gustaba que le llamasen «fuerte».

—Entonces salgamos de este infierno —dijo Logan, pero, en el preciso instante en que asía la cuerda, la notó suelta. Al cabo de un momento, toda la soga de tendones caía sobre ellos. No saldrían escalando. No usarían la valiosísima llave. No habría escapatoria. Los ojeteros habían soltado la cuerda.

—¿Dónde cojones están? —exigió saber Tenser Ursuul. Los ojeteros a duras penas lo reconocieron con su fina túnica, la cara afeitada y el pelo limpio.

—¿Dónde te crees que están? Han escapado —dijo Lilly.

—¿Que han escapado? ¡Imposible!

—¿Tú crees?

Tenser se ruborizó, avergonzado delante de Neph Dada y los guardias que lo acompañaban.

En el Agujero brotó una luz mágica que los iluminó a todos. Se coló incluso en el hueco donde Logan se había escondido con tanta frecuencia. No había nadie.

—Logan, Fin y el Chirríos —dijo Tenser, enumerando a los que faltaban—. Logan y Fin se odiaban. ¿Qué ha pasado?

—Rey quería... —empezó a decir Lilly, pero algo le golpeó en la cara y la tiró al suelo cuan larga era.

—Cállate, zorra —ordenó Tenser—. No me fío de ti. Tú, Tatu, ¿qué ha pasado?

—Logan quería construir otro pilar. Quería atraer a Gorkhy y ver si podíamos agarrarle las piernas y quitarle la llave. Fin no quería saber nada de eso. Se han peleado. Fin ha tirado a Logan por el agujero, pero luego el Chirríos se le ha echado encima y se han ido los dos abajo.

Tenser maldijo.

—¿Por qué no los has parado?

—¿Para caerme yo también? —dijo Tatu—. Cualquiera que busque las cosquillas a Fin, Logan o el Chirríos acaba muerto, chaval... alteza. Pasaste el suficiente tiempo aquí abajo para saberlo.

—¿Podrían haber sobrevivido a la caída? —preguntó Neph Dada con su voz gélida.

Uno de los reclusos más nuevos lanzó una exclamación y todo el mundo lo miró.

—No —gritó—. ¡Por favor!

Una bola brillante de luz mágica se le pegó al pecho y otra a la espalda, y entre ambas lo elevaron por encima del agujero. Después cayó.

Todos se agolparon en torno al orificio, observando cómo la luz desaparecía en la oscuridad.

—Cinco... seis... siete —contó Neph. La luz se apagó justo antes del ocho. Miró a Tenser—. No, pues. En fin, no puedo decir que vuestro padre vaya a estar complacido.

Tenser maldijo.

—Llévatelos, Neph. Mátalos. Haz lo que quieras, pero que sea doloroso.

Capítulo 51

Hu Patíbulo se agachó en el tejado de un almacén en lo más profundo de las Madrigueras. En tiempos más prósperos lo habían usado para guardar artículos textiles. Más tarde, se lo habían apropiado los contrabandistas. En ese momento era una ruina medio desmoronada que albergaba a los ratas de la hermandad del Hombre Ardiendo.

A Hu no le importaba nada de todo eso, salvo por la molestia de haber tenido que matar al chico de diez años que montaba guardia. O quizá fuera una chica, costaba saberlo. Lo único que a Hu le importaba era una losa de piedra en el suelo, junto a una pared agrietada. Daba la impresión de pesar quinientos kilos y estaba tan desgastada como el resto de las piedras, pero se podía abrir sobre unas bisagras de cuya existencia no eran conscientes ni siquiera los ratas de la hermandad. Era la segunda salida de una de las casas seguras más grandes de la ciudad.

En ese preciso instante, si el informador de Hu estaba en lo cierto, la casa segura albergaba a unas trescientas putas, comida y agua suficientes para mantenerlas durante un mes y los auténticos trofeos: Mama K y su lugarteniente, Agon Brant. Hu no confiaba en que aquel par estuviese allí, en realidad no. Pero la esperanza era lo último que se perdía.

Los trabajos grandes siempre le daban problemas. Un trabajo grande exigía equilibrio. El placer que ofrecía tanta sangre amenazaba su profesionalidad. Era muy fácil dejarse llevar por el puro gozo del acto: ver derramarse, gotear o chorrear la sangre, en todas sus gloriosas tonalidades, desde la roja de los pulmones, hasta la negra del hígado y todos los matices intermedios. Quería desangrar todos los cuerpos hasta secarlos para complacer a Nysos, pero en los grandes trabajos por lo general no podía tomarse el tiempo necesario. Le daba la impresión de que dejaba las cosas a medias.

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