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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (3 page)

BOOK: Adorables criaturas
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En el pescante del carruaje tampoco reinaba la animación. El cochero había sentido una inmediata animadversión hacia el hombrecillo irrisorio. No le gustaban su aspecto ni su oficio; aquel tal por cual vivía de reclutar chicas muy pobres en lejanos pueblos miserables. Y a él, eso de trasegar muchachas recién paridas como si fueran ganado no se le hacía cosa de hombres; hombres de verdad, se entiende. Aún le agradaron menos las confianzas que se tomó el personaje, pues desde el primer instante adoptó un tono de confianza muy insultante. Quizá el desgraciado tenía la caradura de creer que pertenecían a la misma clase. Estaba claro que intentaba tirarle de la lengua, quería saber qué tantos posibles tenía la familia, si el señor era dadivoso, si la señora despilfarraba en sedas. Su reacción fue fulminante. Adoptó un silencio altivo y en la primera curva aprovechó para reafirmarse en el pescante, de tal forma que al advenedizo no le quedara más remedio que callar para concentrarse en asuntos más urgentes. Su espacio vital, allá arriba, era ahora tan exiguo que si no se andaba con ojo corría el riesgo de quedarse sin él. Permaneció en tensión, como un grajo temblequeante aferrado a su mínimo trozo de banqueta, y sólo se relajó un tanto al oír la sirena de la fábrica a lo lejos. Estaban llegando, menos mal.

El carruaje pasó frente a la nave que albergaba la hilatura, los telares y las oficinas adyacentes. Las grandes puertas de hierro aún estaban abiertas y el encargado saludó el paso del coche con un ademán jovial. La jornada de trabajo había terminado, hombres, mujeres y adolescentes regresaban a casa. Los hombres charlaban y reían sin apresurarse. Las mujeres iban adelantadas y a paso más vivo, había que preparar la cena de maridos, padres, hijos.

La distancia entre la fábrica y las viviendas no era mucha pero sí suficiente para que quedaran bien delimitadas sus diferentes funciones. En una zona se trabajaba, en la otra se vivía y convivía. El hombrecillo, al que no se le escapaba detalle, anotó que los obreros iban razonablemente aseados y estaban bien alimentados. El dueño cuidaba de los suyos, dato muy a tener en cuenta para el negocio que se avecinaba.

El carruaje aceleró y tras un suave promontorio surgió la colonia Ubach. Estaba emplazada en el otro lado del río, prendida en la ladera de la montaña como un broche de oro sobre terciopelo verde. El último sol de la tarde daba de lleno sobre su pequeño núcleo urbano, un escalonamiento de viviendas con insólitas formas orgánicas, ordenadas en forma de pirámide, al igual que ciertas setas sobre la corteza de los árboles. En la cima, una gran villa a medias oculta entre la vegetación coronaba un volumen que se complacía, narcisista, en el reflejo de su propia imagen invertida sobre las quietas aguas del remanso fluvial.

Era un rincón mágico y bello, y adolecía de un aire teatral algo extemporáneo, más propio de un cuento de hadas que de una realidad industrial. Sus detractores, no eran pocos, opinaban que al dueño de las hilaturas Ubach le habría ido mucho mejor de haberse limitado a construir una colonia como tantas otras, con la nave de trabajo y un par de calles flanqueadas por casas baratas en forma de cubos. Pero el señor viajaba y se las daba de culto (las dos cosas se apuntaban con el necesario retintín). Era ambicioso, tenía vocación pedagógica, discurso de filántropo y medios económicos más que suficientes. La creación del lugar que llevaría su nombre le permitió desahogarse aplicando todo ello a un solo proyecto.

Familiares, amigos y almas bien intencionadas le avisaron. Sus ideas eran un disparate y, lo más grave —aquí recalcaban mucho—, generarían un gasto innecesario. Fue en vano. El industrial se puso manos a la obra con el fervor de un cruzado y el entusiasmo del converso. Tenía la firme voluntad de aplicar los principios de sus gustos organicistas a su mansión y a la totalidad de la colonia, incluidas las viviendas de los obreros.

Siendo un hombre racional, dio por sentado —de forma harto irracional— que los demás también lo serían. Explicó y argumentó hasta quedar con las mucosas secas. Sus ingenieros y arquitectos acabaron mentalmente exhaustos; estaban preparados para enmendar la naturaleza y no para imitarla o plegarse a ella. Tampoco estaban habituados a tratar con un cliente que se metía en todo, rectificaba planos y tenía ocurrencias originales a cualquier hora del día o de la noche. De poco consuelo les sirvió compartir desdichas con albañiles, herreros y carpinteros. La tenacidad obsesiva de aquel hombre los derrotó a todos. Donde debería haber habido ángulos rectos se delinearon curvas, el acero sustituyó a la madera, la cerámica al cemento armado, y así suma y sigue. Tras tres años de trabajos agotadores, múltiples contratiempos y una inmensa fortuna invertida, el sueño de León de Ubach se materializó en una pequeña comunidad hecha a su imagen y semejanza.

El resultado provocó estupor e incredulidad, por no hablar de controversia. Modélico para unos pocos, aberrante para la gran mayoría. Meses después, estos últimos incluso aseguraron que en este primer desvarío estaba ya contenido el germen de la posterior tragedia. Pero, en un principio, ni unos ni otros pudieron negar a la colonia algunos méritos nada desdeñables. Era, sin discusión, moderna, funcional y estéticamente acorde con los gustos cosmopolitas de su propietario.

Las casas de los obreros, todas encaradas al sur, mostraban fachadas de esquinas ondulantes y contornos suaves. En los balcones, el hierro forjado de las barandillas se ensortijaba creando gallardos tirabuzones. Composiciones hechas con pedazos de cerámica rota relucían como bisutería para urracas, encuadrando ventanales de tamaño insólito en la casa de un obrero, y en un país donde la luz siempre se había considerado más una molestia atávica que una bendición del cielo.

El diseño del lugar resultaba muy decorativo pero también tenía en cuenta las necesidades de sus moradores. En la parte trasera de cada vivienda había un patio con espacio para albergar un gallinero y media docena de jaulas para conejos. Un dispensario médico dotado de los últimos adelantos velaba por la buena salud de la colonia. La cantina, la barbería y una sala de baile cumplían su función social; entretenían las horas de ocio de tal forma que los obreros no buscaban ir a la ciudad vecina, pues en esta miniatura de mundo completo tenían de todo y a mano. A pie de río, extensos campos de frutales y un gran huerto proveían a la comunidad. También servirían de distracción útil a los mayores cuando la edad y los achaques les convirtieran en fuerza improductiva.

La escuela, obligatoria hasta los catorce años, contaba con la novedad de un patio de deporte. En la puerta, una pomposa placa de bronce llevaba inscrito el nombre de un perfecto desconocido. El Centro Educativo William Morris había sido bautizado así con la vaga esperanza de que la preclara mente británica sirviera de ejemplo e inspiración a los niños. Esfuerzo tan loable como vano. Las luces del inglés jamás lograron penetrar —mucho menos iluminar— las inteligencias adormecidas de los alumnos del colegio, que bastante tenían con cantar las tablas y memorizar las usuales inanidades de rigor. Tampoco despejaron las brumas intelectuales de la maestra, señorita Pepita, más preocupada por pillar algún acomodo de última hora —estaba por cumplir los cuarenta— que por cultivar su intelecto. Todo aquel discurso de retorno a la naturaleza le sonaba a paganismo o, cuando menos, a algo difusamente anticristiano. Y sus temores quedaron confirmados el día en que la señora De Ubach le explicó una tendencia pedagógica llamada naturismo, entonces de moda en Suiza, donde maestros y alumnos hacían gimnasia, bailaban y pastaban por valles y montañas tan desnudos como Dios los había traído al mundo. La información la dejó pasmada. Si eso sucedía en aquel país, cantera de la que salían las mejores
mademoiselles
del planeta, qué no pasaría en otros sitios. Desde entonces, una de las pesadillas recurrentes de la mujer era que el amo le pidiera desvestir a los niños y ponerlos a bailar
El patio de mi casa
de tal guisa, algo plausible en un clima bastante más propicio que el suizo. O peor, que ella misma tuviera que encuerarse en aras de la pedagogía. La modernidad, aseguraban, era un monstruo insaciable que exigía devoción completa de sus fieles. Claro que a la señora le bailaba la risa en los ojos mientras le contaba todo esto, y después de consultarlo con la almohada le quedó la duda de si aquello era una de las bromas excéntricas de su ama o un hecho de veras real.

La iglesia de la colonia era un mero trámite, una graciosa concesión a la ignorancia de los obreros. El señor De Ubach no tenía el menor interés por el fenómeno religioso, vestigio arcaico destinado a extinguirse. El ferrocarril ya había revolucionado el planeta, las comunicaciones telefónicas se impondrían pronto sobre el correo, la bombilla haría otro tanto con las velas y las lámparas de aceite. Y toda superstición sin fundamento empírico sería sustituida por la razón ilustrada. Pero tan fausto acontecimiento aún no se había dado y, entretanto, los obreros de su colonia eran católicos practicantes, sobre todo las mujeres. Tenía obligación de mostrarse respetuoso y allí estaba la iglesia para demostrarlo. Ahora bien, hubo un punto en el que no transigió, ningún sacerdote zángano viviría a sus expensas. De ahí que la colonia no tuviera párroco fijo. Cada domingo, el cura de una rectoría próxima llegaba zascandileando, pierna aquí y pierna allá, en su mula. Cantaba la misa con alegre desafinación, sesteaba un rato en la recogida oscuridad del confesionario y luego regresaba por donde había venido. El resto de la semana la iglesia permanecía en desuso, con las puertas cerradas a cal y canto, y así estaban cuando el carruaje cruzó frente a ellas al entrar en la calle principal.

Poco antes el vehículo había virado para cruzar el puente. El látigo del cochero chasqueó tan cerca del hombrecillo que éste dio un salto de terror, y hasta se atrevió a lanzar un graznido de protesta con un hilillo de voz.

Macario, el cochero, se burló de él sin saña. Llegar a casa le ponía de buen humor. Días atrás había conseguido, después de largo y trabajoso asedio, echar abajo los baluartes de la cocinera. Y ahora se le estaban ocurriendo unas cuantas actividades nocturnas, todas ellas sabrosas y bien especiadas. Pensaba, por ejemplo, en ese sexo violáceo que se le deshacía en la boca y cuya textura igualaba la crema de marisco fresco que su dueña —la del sexo— sabía preparar con tanto talento. El hombre tenía buen diente y excelente criterio en materia de gastronomía. Relacionaba instintivamente nutrición con reproducción, y enamorarse de una cocinera encajaba en un esquema de lógica aplastante. Desde luego, nunca se había preguntado el porqué de tales aficiones. Y si se hubiera enterado de que en ese mismo instante
Herr Doktor
Freud se exprimía la mollera intentando clasificar algo que para él era una asociación natural como una patología de nombre perverso acabado en «filia», se habría admirado mucho. Por suerte, ignoraba semejantes complicaciones y, como nadie puede sentirse culpable de lo que desconoce, se abandonó con júbilo a unas ensoñaciones que le llevaron por los caminos naturales: primer plato, segundo plato, del marisco a la carne. Y así fue visualizando la extensa superficie de la amada, con su orografía de valles sombreados, montañas morenas y bosques hirsutos, todo ello intercalado con una chuleta grande y gorda, crujiente por fuera, sangrante por dentro.

El vehículo dejó atrás las calles de la colonia para enfilar un camino bordeado por plátanos jóvenes a través de los cuales se iba desvelando una fachada sobrecargada. La mansión señorial dominaba a la colonia, vigilante y tutorial, pero en perfecta armonía con ella. Lo que había hecho su dueño era aplicar el mismo organicismo sólo que con más medios económicos. Hablando en plata, lo mismo en magnificado. Si las casas de los obreros eran un poco onduladas, la mansión semejaba un mar embravecido de olas que se elevaban una tras otra. Y si las primeras tenían aquí y allí algún que otro adorno, la segunda ni respiraba, ahogada bajo un torbellino de pétalos, cenefas, lazos, cintas, flores, cerámicas de colores y hierros retorcidos.

La visión de tanta vanguardia estaba descolocando al hombrecillo. Era de mente estrecha y unidireccional, como corredor que condujera a un sitio único, y quedó desagradablemente sorprendido ante las extravagancias arquitectónicas de lo que veía. Durante un rato incluso olvidó su precariedad espacial para entretenerse en rumiar reproches escandalizados, pero el tiempo volaba y pronto tendría que atender serios asuntos profesionales. Tras una muy comprimida pero intensa meditación, decidió que los prejuicios podrían obstaculizar el negocio y que en materia de gustos a cada cual el suyo. Zanjado el conflicto íntimo, se concentró en evaluar el precio de aquel jaleo ornamental. Tasó, sumó, multiplicó. Y los números, lentos pero seguros, se fueron abriendo paso por entre los dientecillos afilados de sus engranajes mentales.

El coche alcanzó la casa y se dirigió a su parte trasera. Bajo la glicinia de la fachada principal, la cortina de una de las ventanas bajas se corrió un poco. Tras ella se siluetearon dos figuras masculinas. El hombrecillo las percibió de inmediato y se levantó para ofrecerles una reverencia desde el pescante. Su laborioso cerebro no cesaba de trabajar, y mientras se mantenía a duras penas en pie dedicando su coronilla a los caballeros de la biblioteca, sus cálculos concluyeron en una cifra hermosa, redonda y tan astronómica que él mismo quedó sobrecogido. Se estremeció de excitación; quien despilfarraba en tanto accesorio decorativo bien podría malgastar en otras cosas, no por domésticas menos importantes. Recién acababa de asimilar la idea cuando la cortina cayó desdeñosa, el carruaje dobló la esquina y faltó bien poco para que él diera con sus huesos en el suelo.

¡Ave María purísima!

El cochero dibujó un par de floreos con el látigo al ver a las mujeres esperándolos en la entrada de servicio, que era también la de la cocina. Rita debía de haber estado trasegando ollas pesadas y estofados calientes. Las mangas arremangadas hasta más arriba del codo dejaban ver sus brazos húmedos y tenía el escote perlado de vapores. Un remolino de mechones traviesos había escapado de la cofia y le cosquilleaba el arco de las pobladas cejas. A Macario se le ensanchó el espíritu. Así es como le gustaba verla, en funciones, ya fuese en la cocina o en la cama, pues salvando las distancias —con o sin ropa— en ambos parajes solía tener la misma expresión: de vocación gozosa. Que aquella hembra fuera suya le hizo soltar una carcajada, puro brindis a la vida, pero Rita se mantuvo seria y sólo le concedió una mirada neutra. Le tenía estrictamente prohibido cualquier señal de complicidad frente a las criadas. No quería perder autoridad con las dos muchachas, ambas estaban en plena edad del pavo, ya se le dispersaban con cualquier tontería. Y en lo que respectaba a la
miss
, en su vida habría catado hombre, estaría yerma como secarral. Las flaquezas de la carne no iban con ella, se mostraría inflexible si descubría lo suyo. Además, la cocinera sentía un recelo pueblerino y muy sano por lo que no entendía. La
miss
era extranjera y, como tal, incomprensible. Obvió los guiños pillos de Macario y se concentró en auxiliarla.

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