Omitió expresar su satisfacción, admitía que tenía un puntillo perverso. Hubiera sido estéril especular sobre las intenciones —maliciosas o no— de alguien que ya no estaba allí para asentir o disentir. Y aún más vano, y cruel, añadir injuria al insulto del marido desahuciado. León ya estaba lo bastante enloquecido, desbarajustado de amor, un infierno que ella conocía de sobra.
Fue parca en palabras, pero las pocas que le dijo eran sinceras. No sabía dónde estaba Inés. Le aconsejaba una espera pasiva. La partida de su esposa había sido voluntaria, la decisión merecía respeto. Tarde o temprano, ella misma se manifestaría de alguna manera.
León no atendió su consejo. Removió cielo y tierra. Acudió a la policía, ofreció recompensas desmesuradas. Y se las compuso para armar otro gran revuelo en la comarca (estos Ubach eran una fuente inextinguible de diversión). Un rumor sin fundamento apuntó a una misteriosa mujer vestida de blanco que habría detenido a la diligencia de madrugada y en pleno camino real. Pero el conductor lo desmintió; cómo no iba a acordarse él de algo tan folletinesco. Después de esta lucecita se hizo un apagón absoluto. No surgió un solo testigo más, falso o verdadero. La esposa del industrial se había desvanecido en el aire. Carpetazo final.
La volatilización de Inés de Ubach era real. La ausencia de testigos, una conjetura falsa. Los hubo, y nada menos que dos. No sólo la vieron partir sino que la acompañaron un trecho.
Las aves del paraíso quedaron muy descolocadas cuando su dueña les abrió la puerta de la jaula y luego los ventanales del salón. No comprendían qué se esperaba de ellas. La hora tampoco daba pistas, era noche cerrada. Salieron al jardín con tiento. La siguieron un rato, revoloteando alrededor de su cabeza destocada. Pero al llegar al inicio del camino de bajada se angustiaron. El entorno era ajeno, su ama no les prestaba la menor atención. Una lechuza ululaba demasiado próxima. Nadie les aseguraba que la libertad fuera una panacea. No sabían valerse por sí mismas, ¿cómo iban a saber? Habían nacido en el paraíso, su tarea consistía en abrillantarse el plumaje con el pico. Otros debían ocuparse de su bienestar. Lanzaron un chillido amedrentado y dirigieron el timón de vuelo de regreso hacia la casa. Hicieron los últimos metros rasantes con la sombra intimidatoria de la lechuza desplegada sobre sus crestas. La frívola incursión tropical había irritado a la emperatriz nocturna. Y las acosó, implacable, hasta asegurarse de que volvían a su ridículo nido dorado.
A la mañana siguiente, León salió del odiado cuarto amarillo. Tres segundos y dos pasos después topaba con un amasijo de plumas y dos profundas miradas de reproche. Las alicaídas aves le aguardaban, emperchadas en la balaustrada de la escalera.
El juez se sentía muy coaccionado. La publicidad había sido inaudita, la prensa se había cebado en el caso con una ferocidad vista raras veces. Hasta cierto punto era comprensible. El crimen poseía los ingredientes idóneos: familia de posibles, asesina desnaturalizada, un niño inocente, protagonistas extranjeras. Allí había carroña suficiente para alimentar a la alta sociedad y al populacho; la afición por lo truculento no discriminaba ni entendía de lucha de clases. Pero los diarios se habían excedido. El de la oposición, el peor de todos. Algún directivo había tenido la genial ocurrencia de mandar a un reportero a Galicia. El gacetillero debía de ser un hacha, porque el periodicucho llevaba una semana publicando crónicas diarias. Eran relatos espeluznantes. Hambre, miseria, esqueletos bajo el musgo, cadáveres en descomposición roídos por las bestias salvajes. Se vendían como rosquillas.
A la acusada no le habían conseguido sonsacar una sola palabra en idioma conocido o por conocer. A decir verdad, la policía y él mismo coincidieron en su apreciación: la chica era retrasada mental. El hombrecillo repelente tampoco aportó nada relevante. Se había limitado a hacer el puenteo y a cobrar una comisión, no había incurrido en ninguna ilegalidad. Desde luego, que un industrial educado y rico se hubiera metido a alguien así en casa tenía sus bemoles. En cualquier caso, la ley estaba para aplicarla. No cabía duda alguna de que la muchacha era culpable.
En el veredicto el magistrado no ahorró adjetivos, tal parecía que hubiera echado mano del diccionario de sinónimos. Habló de perfidia, vileza, indignidad. Aseguró que la convicta era demoníaca, malvada y nefanda para la sociedad. Y cuando se hartó de enristrar epítetos la condenó al garrote vil, lo cual era previsible y no extrañó a nadie. Lo que sí asombró fue la fecha de la ejecución, fijada para dos días después. Una eficacia ejecutiva poco usual.
La velocidad expeditiva no era azarosa, la fecha aún menos. La habían impuesto desde altas instancias por razones políticas. Ese mismo día, y a la misma hora, estaba prevista una operación conjunta del ejército y la policía. Se practicarían decenas de detenciones: líderes de la insurrección, jefes sindicales, revoltosos de diverso plumaje. El espectáculo de la ejecución pública sería mano de santo. Entretendría a la plebe, diluiría la indignación popular. Con esa extrema facilidad que tiene la prensa por subrayar lo anecdótico obviando lo esencial, se había conseguido que la opinión viviera más pendiente de aquel suceso criminal que de las reivindicaciones sociales y sus negociaciones fallidas. El gobierno exultaba, y con razón. Con una prensa opositora tan ansiosa por colaborar…
La prisionera oyó su sentencia sin un pestañeo. La audiencia, en cambio, respondió con un zumbido de entusiasmo que más tarde quedó ratificado por varias acciones en la escalera y los alrededores del juzgado. A la convicta le cayeron insultos, excrementos, restos de comida podrida. La policía tuvo que escoltarla en su trayecto hasta el furgón.
Tessa asistió a estas calamitosas escenas. No por curiosidad mórbida, menos aún movida por un interés vengativo. Quienes la querían bien la habían exhortado a desligarse del suceso. Olvidar, seguir con su vida. Pero eso era imposible. Su mente no había parado de trabajar desde que regresara a la ciudad. Por encima del dolor, que no rehuía, cavilaba. Analizaba el daño hecho. Intentaba descubrir la responsabilidad, directa o indirecta, que todos ellos habían tenido en la catástrofe. Pues a su modo de ver todos habían desempeñado un papel; inconsciente, ciego, pero decisorio. Reflexionaba, encadenaba los hechos, sus causas y efectos. Pero al llegar a un cierto punto chocaba siempre contra una pared. Empezaba de nuevo. Recorría el trayecto desde otros caminos. Siempre acababa por dar contra la misma muralla muda. Ella, la nodriza.
A las carceleras les importaba poco quién fuera aquella chica extraña y grandota vestida de negro, o qué relación pudiera tener con la condenada a muerte. Nunca habían alojado a presa menos problemática. No proclamaba su inocencia a gritos ni soltaba alaridos de terror. A primera hora de la mañana iba a ser ejecutada, una estancia muy breve. Dejaron pasar a la visitante sin mayores impedimentos.
Tessa sufrió un ataque repentino de timidez al entrar en la celda. La muchacha estaba sentada en el jergón y apenas le dirigió una ojeada neutra. Moriría dentro de poco. Turbar sus últimas horas para aplacar un desasosiego personal era egocéntrico y despiadado, además de indiscreto, aunque la palabra sonara ridículamente burguesa en aquel lugar. Dio unos pasos, necesitaba reencontrar las razones por las que se hallaba allí. Unas razones que afuera habían parecido convincentes, pero que ahora parecían banales. El espacio era mínimo: tres zancadas de las suyas. Se dirigiera a donde se dirigiera, topaba con muros compactos, nada metafóricos. Acabó por sentarse en la otra punta del jergón, pero no aguantó ni una vuelta del segundero. Volvió a levantarse. Dio de bruces contra los mismos muros. Le hubiera gustado abrirse el cráneo contra una de aquellas paredes, hurgar en el cajón de su cerebro y hallar las palabras sabias, precisas. El ábrete sésamo del cuento.
Se plantó frente a la cabeza gacha de la chica. Su próxima extinción le inspiraba un respeto reverencial. Respiró hondo, estaba por zambullirse en aguas muy profundas.
—Necesito saber quién eres. Tengo que comprenderte.
No la tocó. Al principio mantuvo los brazos quietos y pegados a su propio cuerpo, para que una repentina invasión del espacio vital ajeno —tan somero allí— no la hiciera replegarse aún más. Sus antenas le susurraron que estaba alerta. Tenía los párpados bajos, pero andaba atenta. La escuchaba. Siguió hablando, articulando las frases con lentitud. Era el discurso más complicado, más difícil, de toda su puñetera vida militante.
—Mi capacidad para pensar es lo único que poseo. Necesito comprenderte para saber que soy humana. Y para sentir que este mundo es mi hogar. Aunque sea un sitio injusto y horrible. Yo me llamo Teresa, y tú también tienes un nombre. Y eres, como yo, una mujer.
Había señalado los muros que las encerraban a las dos: su mundo. Luego había tocado su propia frente, y apuntado, sin tocarlo, el regazo de ella.
Continuaba quieta, sin expresión. Entonces, Tessa se arrodilló a sus pies, y desde allí repitió sus palabras y la mímica. Evitó ofenderla con la vulgaridad del contacto físico. Su voz tuvo un timbre implorante, desesperado. Era ella, la mujer libre, quien demandaba una señal redentora.
Y se produjo el milagro. La muchacha levantó la mirada. Y en los ojos verdes, de súbito convertidos en pozos cristalinos, apareció una gota de inteligencia.
Posó una palma abierta sobre su pecho.
—Águeda.
Se había identificado, tenía un nombre. Tessa acarició las tres sílabas repitiéndolas varias veces Pero tan sólo al final se atrevió a rozar el dorso de su mano, y aun así con una inmensa cortesía. Jamás. Jamás hubiera podido condenarla.
Tessa hizo noche a los pies del patíbulo, quería asegurarse la mejor plaza. Otros aspiraban a lo mismo. Algunos trataron de disputarle el lugar. Lo defendió con una agresividad y una violencia de las que nunca se hubiera creído capaz.
A primera hora de la mañana la plaza estaba llena a rebosar. El furgón cerrado se abrió paso a latigazos, avanzando sobre una marea informe y pueril, malvada.
La condenada ascendió la escalera del cadalso seguida por un sacerdote. Le prestó la misma atención que a una mosca latosa. En el cuarto peldaño se dio la vuelta y la muchedumbre rugió al ver su cara. Esta vez la furia humana no la asustó. Rastreaba los rostros que la envolvían. Capturó a uno de ellos.
En un principio ni siquiera había comprendido qué le estaba sucediendo. La habían encerrado en un lugar, luego en otro. La habían expuesto en un sitio público, un hombre de negro le había dicho palabras que no comprendía. A la salida, la gente le había arrojado porquerías, a esto último estaba acostumbrada. Luego la habían encerrado de nuevo, y entonces se abrió la puerta y entró ella. La reconoció en seguida. Por unos momentos pensó que a sus espaldas aparecería la mujer angelical, pero no. Quizá fuera mejor así, porque la mujer ángel la desdeñaba y ésta, en cambio, no lo hizo. Fue paciente y amable, y por eso quiso decirle su nombre: Águeda.
A los pies del patíbulo, la militante de tantas batallas dibujó aquel nombre hermoso con el puro movimiento de los labios. Después izó una mano por encima del tumulto. La dirigió hacia ella para que sintiera su tacto a través del aire matinal.
Llevaba la cabellera trigueña anudada en una espesa trenza que le desviaron encima del pecho para que no molestara al verdugo. Ya lo tenía detrás. Quiso ponerle la capucha pero ella denegó con la cabeza. Los que estaban a su alrededor notaron que conservaba la mirada anclada, fija en un punto entre los centenares de cabezas apretujadas a los pies del cadalso. Cuando le ajustaron la gargantilla de hierro esbozó un gesto de asentimiento, fue una aceptación tranquila. No le importaba morir. Se había hartado. Y a su manera oscura comprendía que en el mundo no había lugar para ella. Ningún escondrijo, ningún bosque posible. Repasó su puñado de recuerdos. La inclusa, el menosprecio de las monjas, las burlas de las otras niñas. La huida desesperada y la vida errante. Los hombres ásperos, los hijos paridos y muertos. Y el desprecio de la mujer angelical. Nada valía la pena, excepto aquella última mirada amiga. Y por este tardío regalo de la vida aceptaba su destino.
Tessa hubiera querido gritar, explicarles a todos que aquella muchacha era tan inocente como sus víctimas. Que su maldad no era tal, sino sólo miseria, ignorancia, hambre y frío. Pero nadie la hubiera comprendido.
Sintió un desgarro de dolor ante tanta belleza desperdiciada. Antes no se había dado cuenta de lo preciosa que era la muchacha. Había bastado un breve reconocimiento para convertirla en persona.
No podía dejarla partir sola, sin un apoyo humano. Concentró su mente, todas sus energías, en transmitirle fuerza, solidaridad. Una abstracción difícil en aquel entorno declaradamente hostil.
No pienses en nada. No veas a nadie. Mírame sólo a mí. Soy tu igual, se esforzaba por comunicarle. Y ella le aceptó la propuesta. Estaba tranquila, serena.
El verdugo era un carnicero imbécil, un incapaz. Dio la vuelta de tuerca definitiva al garrote, pero la bola no cizalló la médula espinal con la suficiente limpieza. Y Águeda tardó varios minutos en morir. Fue un final atroz. Su cuerpo se retorcía en la silla, la opulenta trenza rubia saltaba como una soga loca.
La agonía fue tan larga que la turba se aplacó, traspasada por el padecimiento que brotaba del patíbulo. Callaron todos. Y entonces, en medio de esta rara nobleza, el estrépito de la parafernalia militar surcó los cielos para liberar su carga sobre la multitud. Procedentes de diversas partes de la ciudad se oyeron rituales de guerra. Los ecos de trabucazos y fusiles, cañones, pólvora, la crueldad masculina.
Tessa apenas registró los nuevos datos. Estaba volcada en la muchacha agonizante, a la que guardó bajo sus alas protectoras hasta el último estertor. Por fin Águeda soltó amarras y ella también aflojó. No la sostenían las piernas. Anduvo largo rato a la deriva, empujada por la muchedumbre que desalojaba la plaza en oleadas sucesivas de pánico. Los tambores de guerra seguían retumbando con furia. El aplastamiento de los insurrectos fue fulminante, ejemplar.
La sufragista caminó a trompicones por escenarios avasallados. Charcos de sangre, adoquines sueltos, sabor a pólvora, restos de barricadas, una hoguera moribunda, carbones humeantes, un zapato tirado. Más lo de antes y lo de siempre. Indigencia, analfabetismo, enfermedad.