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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (42 page)

BOOK: Adorables criaturas
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No había un gramo de simpatía en esta música. La jovencita encamada miró a su hermana con expresión lastimosa. Dos glóbulos llenos de agua se deslizaron pómulos abajo hasta pintarrajear un par de monedas de plomo sobre el almohadón, una bajo cada oreja, como pendientes tristes. Miss Lucy apartó los ojos, le era intolerable la visión de esa carita apenada. Hubiera desgajado cualquier corazón, pero no el de Tessa, que la siguió analizando con la ecuanimidad del entomólogo que tiene a su objeto, digno de interés pero ajeno emocionalmente, bajo la lente del microscopio. Era la única actitud posible. Cualquier muestra de cariño convertiría de nuevo a Inés en una víctima patética, inservible.

—Lo mío es nervioso. Los nervios no duelen.

No podía haber dicho nada peor o más provocativo. Tessa le arrancó el cobertor con un manotazo tan raudo, tan visto y no visto, que a la enferma se le quedaron las manos enzarpadas en el puro aire. Luego le cogió los brazos y la aupó con brusquedad, dejándola sentada en la cama, mareada y pendular, como una autómata boba.

—Sandeces. Tengo una hambre mortal y no pienso cenar en este lugar apestoso. Vístete, bajamos al comedor.

—Samuel me ha ordenado descanso.

Mantuvo los párpados caídos para empeñarse a fondo en el órgano vocal. Le salió una finísima hebra arácnida pero tenía el toquecillo obstinado que Tessa conocía de sobra.

—Tú y yo hablaremos largo y tendido de ese caballero. ¡Sal de la maldita cama!

Inés contestó al imperativo levantando los ojos. Rebosaban pesar, eran una última apelación a la piedad fraterna.

Tessa estaba de pie, la miraba con severidad de hermana mayor. Detrás de ella centelleaban lámparas y candelabros. El fulgor recortaba con nitidez los contornos de su pelo. Era un surtidor hirsuto, enredado por los recientes tornados de furia. El contraluz agrandaba su volumen y perfilaba un halo lleno de bordes puntiagudos que le nimbaba la cabeza como si fuera una virgen loca. Resultaba muy cómica, vista así. Por una concatenación gratuita de pensamientos, a Inés le vinieron a la mente su afición al sexo, los indecentes aleccionamientos sobre el clítoris, los orgasmos y otras gamberradas similares. La idea de una posible santificación virginal era absurda.

—Estás muy despeinada. Tienes todos los pelos en punta.

Las últimas palabras se fueron a pique, ahogadas en carcajadas. Y las dos frases intrascendentes levantaron el toque de queda, marcando un punto de inflexión a partir del cual la vida comenzó a enderezarse.

Arreando

Nunca se había visto hada buena menos azucarada, pero el toque de su varita fue expeditivo. Despertó a la bella. Y tras ella la totalidad del castillo se desperezó y estiró musculatura. Muebles, sirvientes, aspidistras y mascotas salieron de su letargo. El fragor de la insurrección iniciada en el dormitorio rojo avanzó, imparable. Del piso alto no tardó en descender al bajo. Llegada la hora de cenar, el contagio se podía dar por endémico.

Los perfumes de la cocina divagaron sin trabas, paseando por aberturas francas y pasillos oreados. En el recocido salón las aves engallaron la coronilla, plancharon las plumas y estiraron los alambres —tan distinguidos ellos— que adornaban su trasero. Resucitada la altanería que debían a sus orígenes edénicos, se enzarzaron en una sonora bronca. Los flecos azules del mantón de Manila que cubría el piano se alborotaron, y los claveles rojos castañetearon con duende, aun sabiendo que la bonanza comportaría otro destierro en la cima inexpugnable de algún armario trastero. Dos habitaciones más allá, el eco de la sublevación derrotaba la insulsez de maderas solemnes y lomos encuadernados. De súbito, las colecciones yertas de León semejaron más rozagantes, menos apolilladas y sacadas de contexto.

La ausencia del dueño de la casa favoreció que Tessa asumiera su gobierno con perfecta simplicidad. El rescate de tanto sinsabor acumulado supuso un alivio unánime. Y su autoridad fue aceptada sin reservas; ni siquiera miss Lucy se preguntó por la conveniencia o inconveniencia del cambio de generalato. Estaba extenuada, aceptó el relevo de funciones con gratitud. Y en cuanto al resto de moradores, todos suspiraban por una vuelta a la despreocupación de antaño. Que hubiera contento, al menos en el interior resguardado de la casa. Porque afuera la situación se deterioraba sin remedio. Corrían toda suerte de rumores y ninguno era esperanzador, se hablaba de una inminente intervención militar.

La primera velada del nuevo orden transcurrió en medio de la euforia. Si bien la cocinera se vio obligada a improvisar, a cambio estuvo libre de fiscalización. Brillaron dones y talentos. La obra resultante rozó la excelencia y su demolición fue radical. No quedó una sola migaja para los perros, por suerte no los había. Poco antes de sentarse a la mesa, Inés había reclamado su dosis de solicitud, asegurando sentir vértigos y profetizándose incapaz de deglutir nada. La bondadosa Lucy casi picó, pero Tessa estaba al quite y atajó la estratagema con desparpajo. Si no comía, tanto mejor, su parte sería festejada por sus dos compañeras de mesa. Ante tanta indiferencia, el asténico alfeñique dio el trámite por cubierto y no repitió el remilgo. Se zampó todo lo que le pusieron enfrente.

Durante la cena se trataron temas ligeros y amenos, gratos a las tres mujeres. Literatura, música, y reminiscencias de un pasado que la nostalgia había engalanado con una felicidad que no fue tanta ni tan límpida. Se capearon con maña las materias controvertidas. Era un acuerdo tácito. El uso del inglés y la ausencia de caballeros facilitaron la omisión. El ágape tuvo algo de involutivo. Significó un retorno a los orígenes, al lenguaje inocente de la
nursery
.

El pleno de la casa se retiró temprano, había sido un día apretado y emotivo. Tessa no quiso que su hermana pisara el cuarto rojo mientras quedara un solo vestigio del decorado en el que se había interpretado una obra de tan dudosa autenticidad (y autoría). Se la llevó al dormitorio malva. También apechó con el sobrino. Inés estaba ansiosa por él y la prioridad era garantizarle paz de espíritu. Ella misma fue a buscarle minutos antes de ir a dormir. Halló a la nodriza sentada en el suelo, acurrucada en un rincón del cuarto. Trató de hablarle pero no consiguió arrancarle una sola chispa de comprensión. Y no tenía tiempo para bucear en aquel rostro impenetrable. El desagrado que su hermana sentía por la chica se había exacerbado durante su supuesta enfermedad. Un sinsentido, pero no había que pedir lógica a Inés.

A la nodriza le agradó que aquella mujer se llevara al niño. Pero no que la habitación vecina estuviera vacía. Varias veces entró en ella, y hasta llegó a tumbarse un rato en la cama de la mujer angelical. Su ausencia le producía un gran desasosiego. Lo calmó fisgando entre los cajones de la cómoda. Había lencería brillante y pañuelos que olían a ella. Se llevó un poco de todo, cosas preciosas que pasaron a engrosar su tesoro.

En el cuarto malva, las dos hermanas se comprimieron en el colchón de plaza y media, la cabeza de una tocando los pies de la otra, y viceversa. Un capicúa. Y otra regresión, siendo niñas jugaban a dormir así. El heredero Ubach se portó pasablemente bien. A medianoche amagó con llorar. Despertó a la tía, no a la madre, que llevaba puestos sus tabiques de cera. Los quejidos entrecortados no conmovieron a Tessa. Estiró una pierna sin bajarse del colchón, introdujo un pie entre los barrotes del cuadrilátero infantil y le dio un buen zarandeo, sin relación alguna con el verbo acunar, hasta que ambos, primero el sobrino, luego ella, se durmieron. A lo largo de la noche, la brusca operación se repitió varias veces con resultado exitoso.

A primera hora del día siguiente el percherón remolcaba esforzadamente el cabriolé de la difunta madre de Samuel por la avenida de plátanos. El beato animal ignoraba que su jornada laboral devendría un martirio sin tregua. No hundiría el morro en la arpillera rebosante de avena perfumada, ni recibiría la agradable descarga de un cubo de agua fresca. Gentilezas, ambas, de ese al que llamaban Macario y al que hoy no vería el pelo.

El doctor tiró de la campanilla dos veces más, a la tercera se quedó con la manija y unos cuarenta centímetros de cable pelado en la mano. Los arrojó por encima de su hombro con furia. Llevaba día y medio en dique seco y estaba de un ánimo endiablado. Después de todo, la abstinencia de alcohol no había resultado ser
tan
buena idea. Había pasado una noche toledana, emparedado entre pesadillas barrocas, tiritonas sin control y retortijones de sudor gélido. Se hallaba maltrecho y quebrantado. Con nulas reservas de humor, desde luego ninguna para enfrentar contrariedades suplementarias.

Por fin se dignaron abrir. La visión fue un trabucazo. Sólo la memoria de la escarpada escalinata que estaba a sus espaldas frenó un retroceso impulsivo que le hubiera hecho descender hasta los pies del cabriolé por la vía rápida. Sus constantes vitales se desplomaron. Durante unos segundos creyó que le había sobrevenido una de las peores pesadillas descritas en su enciclopedia médica. Luego recordó que el delírium trémens solía presentarse con guarnición de insectos o roedores, no de militantes sufragistas.

Aquella criatura horripilante sin género preciso estaba plantada en la entrada, con las piernas abiertas y los brazos cruzados. Le negaba el acceso a la casa y a su paciente. Y tenía la desfachatez de amenazar con denunciarle al recién inaugurado Colegio de Médicos por malas prácticas, prevaricación y sadismo. Reaccionó con firmeza. Trompeteó sus atribuciones. Tenía poderes del señor De Ubach, él era el responsable de la salud de su esposa. La virago permaneció inconmovible. Asumía su decisión, dijo con parquedad. La discutiría con su cuñado tan pronto como éste regresara de la ciudad. En el ínterin, le sugería que se largara. Y arreando. Ésta, literalmente, fue la expresión chabacana que usó. Estuvo tentado de apartarla y recuperar a la fuerza sus derechos legítimos, pero algo que se respiraba en el ambiente doméstico le hizo pensar que los vaivenes del destino no le eran favorables.

La mansión estaba abierta, agujereada por todas partes. Soplaban innumerables corrientes de aire, ese peligro para cualquier damisela sensible. Los rayos de sol se ramificaban y esparcían a destajo, al menos hasta donde le alcanzaba la vista. Pero lo peor era la falta de sosiego. Había efervescencia, frenéticos movimientos de mudanza. El hall estaba tan concurrido como el andén de una estación ferroviaria.

Una observación bastante precisa. Salvo miss Lucy —demasiado comedida para celebrar el trasquile del enemigo—, no hubo un solo habitante de la mansión que no remoloneara por el gran vestíbulo en tanto él y Tessa sostenían su tensa divergencia de opiniones. Nadie en su sano juicio se habría perdido esta escena, y hubo quien hizo y deshizo la ruta unas cuantas veces. Los recorridos se acompañaban de miradas esquinadas y sonrisitas burlonas. Eran ofensas ultrajantes. Y así las interpretó, con justicia, el facultativo.

Cruzó la cocinera, y la bandeja del desayuno desenrolló una alfombra de aromas que su nariz de gourmet desentrañó ipso facto: salchichas aliñadas con salvia y pimienta, tocino, huevos fritos. Más el café excitante, que humeaba en un ángulo de la seductora exposición. Las impertinentes doncellitas, por su parte, subieron y bajaron la escalera tres veces. Eso era lo de menos, lo de más era que sus caras desaparecían tras colinas de almohadones mullidos y sábanas finas, nubes de muselina y encaje, lencerías resbaladizas que despedían brillos sensuales. El mismo cochero —le había tenido por hombre cabal, uno ya no podía confiar en nadie— atravesó en varias ocasiones el vestíbulo tambaleándose bajo el peso de las columnas trenzadas de la cama, esas que él había ordenado retirar semanas antes.

Desmembrar y guardar en la cochera los fragmentos del dosel había sido pesado. Fletarlos otra vez escaleras arriba fue repetitivo y peor. No obstante, Macario aceptó la tarea sin chistar, asumiendo con estoicismo el riesgo de otra crisis lumbar. Porque mientras reintegraba el caprichoso mueble, se hizo la ilusión de que su presencia, fugaz pero consistente, protegía a la hermana del ama. Al fin y al cabo, era el único varón de los alrededores. Le dio tiempo para trasladar todas las piezas, además de los baldaquines, borlas y flecos, y aún pudo presenciar cómo la intrépida señorita le daba con la puerta en los morros al matasanos grasiento. No sin que antes él le advirtiera, con un chillido de marrano amenazador, que aquel trajín era letal para la señora de la casa. Y que cuando ocurriera la desgracia, pues sin duda ocurriría, alguien tendría que asumir las consecuencias.

Arqueologías

Durante las horas de luz diurna del viaje, Tessa había desmenuzado la totalidad de la correspondencia enviada por Lucy. Los primeros textos eran crípticos, pero conforme avanzaba el calendario, el miedo corroía el papel. Sintaxis y gramática se iban descarnando, la pulcra letra se inclinaba y deformaba. Y el tacto de la institutriz quedaba sepultado bajo una veracidad aterrorizada. Por las veintipico cuartillas supo la vuelta de León al lecho conyugal, y su expulsión por prescripción médica. Entre líneas adivinó la frustración masculina, contenida bajo los modales impecables. Imaginó la frigidez de Inés, su desapego, el castigo sutil al que habría sometido a su compañero. La cronología de los conflictos domésticos y la de los avatares médicos se desplegaba en una secuencia coral sobrada de lógica. Conocía bien a su hermana, a menudo había sido espectadora forzosa de sus genialidades histriónicas. Antes de que la noche hiciera ilegibles los grafismos oblicuos de Lucy, y el vehículo, con sus antorchas llameantes, cruzara la negra espalda arqueada del puente de la colonia, ya había aventurado una hipótesis sobre lo sucedido.

Tras comprobar la notable capacidad de recuperación que tenía Inés, la hipótesis devino casi certeza. Ni siquiera el salvaje ataque de las sanguijuelas la había afectado. No había síntomas de malestar, fiebre o infecciones. Esta normalidad victoriosa confirmaba lo que ella había sostenido siempre: pese a sus aires de gardenia languideciente, su hermana tenía la fortaleza de una ortiga de hierro.

Las explicaciones que le dio Lucy ratificaron su convicción. El desequilibrio de Inés era hipocondríaco. Y había que buscar las causas en su carácter tornadizo. En la indolencia, ociosidad, en la falta de sentido y dirección de su existencia. La mala suerte había querido que esta enferma apócrifa diera con el médico idóneo. Samuel fomentaba sus dolencias ilusorias y con toda probabilidad le sugería algunas más de invención propia. Quizá en otro contexto el doctor hubiera podido pasar por un esperpento risible, pero en casa de los Ubach su codicia y su charlatanería entrañaban un peligro real. Inés había demostrado ser una paciente aplicada y dócil, presta a cualquier clase de experimento. Con la virtud añadida de tener un consorte enamorado que a su vez se postulaba como fuente de financiación crédula y, por encima de todo, inagotable.

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