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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (44 page)

BOOK: Adorables criaturas
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Entretanto, la
miss
, gobernanta de todos ellos, no gobernaba a ninguno. Es más, ignoraba la indiscreción general como si fuera lo más normal del mundo que el servicio estuviera al día de los trapos sucios de la familia. Iba de un lado al otro del gran hall, retorciéndose las manos y enlazando sofocos con despegues y finales muy distinguibles. El granate y el fresa se alternaban en su cuello y en las mejillas. Los moretones azulados chorreaban sudor y el ojo hinchado, ahora entrando en una fase espolvoreada de oro, parpadeaba en un tic irreprimible, de tal modo que semejaba estar lanzando guiños de picardía a sus subordinados.

A estas alturas, que los sirvientes estuvieran aquí o allá era lo de menos. Las angustias de miss Lucy rozaban el pánico. La sensación de que todo se precipitaba y desbocaba era más punzante que nunca. En cualquier momento se estrellarían. Intentaba establecer comunicación sin hilos con su ahijada. Le mandaba desesperados mensajes, consejos vehementes. No podía cuestionar al dueño de la casa de esta manera. Le estaba colocando en posición insostenible, le obligaba a echarla. Un poco de mano izquierda hubiera sido útil para la ocasión. Pero Tessa, o no recibió el mensaje ultrasónico, o no estaba para diplomacias vaticanas. Y sucedió lo previsible. Se abrió la puerta y apareció el señor De Ubach, con la piel congestionada, la frente plisada de surcos y las cejas estrelladas de ira. Nunca se le había visto así. Todos hubieran querido esperar para comprobar si la cara de la señorita andaba en consonancia con la de él, pero no se atrevieron. Iniciaron un eclipse radial en varias direcciones. Sólo quedó la
miss
para aguantar el seguro chaparrón.

La visión de su entusiasta y poco selecta audiencia demudó al señor De Ubach. Más tarde tendría una conversación muy seria con miss Lucy, que también debería explicarle el porqué de su aspecto lamentable, parecía un nazareno. Por ahora ya había tenido suficiente intercambio social con féminas alteradas. Atajó por lo sano.

—El coche. La señorita se va.

Se apartó sólo unos centímetros para dejar salir a su contrincante. Cuando Tessa llegó al quicio de la puerta le miró. Sus rostros estaban a un palmo de distancia. León no se movió para cederle el paso, con lo que dejó bien claro que no la consideraba siquiera digna de una cortesía elemental. Midieron sus fuerzas. Si él ejercía sus derechos legales, ella tenía todas las de perder. Aun así le desafió de nuevo.

—Volveré mañana.

Escupió las palabras como si un mondadientes le hurgara la boca. El estropicio se había consumado. No había espacio para componendas.

—Sal de mi casa.

Dicho esto, se metió en el interior de su biblioteca y cerró la puerta tras él. Nadie más le volvería a ver hasta bien entrada la madrugada.

Miss Lucy no tuvo valor para hacer reproches a su ahijada. Y ella hizo mutis a la francesa, sin un gesto de afecto. La lucha la había dejado erizada de púas, con la epidermis poco predispuesta a emociones de textura blanda.

Subió al pescante del carruaje. La brusquedad del movimiento le enganchó el bajo de la falda al estribo. Tironeó de ella, la tela se rasgó y se separó del cuerpo principal. Allá quedó varios días, colgando como un blasón enlutado. Pidió ir a la fonda más próxima con voz áspera. Macario arreó a los caballos con tal amedrentamiento que las bestias se pusieron en marcha a golpe de rueda.

El vehículo gimió largamente en la grava hasta enfilar el paseo de plátanos para descender la cuesta. La sufragista se dio la vuelta y contempló la mansión Ubach empequeñeciendo en su ascenso a los cielos. Bajo la luz metálica de la noche, los ornamentos, las volutas y los tirabuzones eran un amasijo tortuoso de entrañas inorgánicas. La puerta de entrada seguía abierta, la rigidez de Lucy se perfilaba contra la profunda cavidad del vestíbulo. Tessa levantó una mano, no le había dicho adiós y ahora se sentía mal. Pero ya habían llegado demasiado lejos para que ella apreciara su despedida tardía.

Los faros del carruaje resultaban superfluos. Era una nocturnidad de plenilunio, y de ilusión lunar. El satélite se exhibía gigantesco, rebosante de alpaca. Pendía entre las dos hileras de plátanos igual que un globo inflamado. Los árboles estaban impávidos como centinelas imperiales.

Sive gallus et mulier
(Excepto el gallo y la mujer)

Alguien más contemplaba la noche desde la fachada de la mansión, pero la oscuridad de su propia habitación disolvía el cuerpo en las sombras.

La nodriza había escuchado los gritos de la pelea que llegaban del piso bajo. No le concernían, la habitación de al lado volvía a estar ocupada, la mujer angelical estaba callada y tranquila.

Cuando el carruaje desapareció en la noche se fijó en la luna. Era grande, muy grande. Igual a la de aquella noche. Ella no sabía de números y cuentas pero sí de lunas. Siendo niña había asimilado la relación entre sus fases y el movimiento de las mareas. Con el primer sangrado descubrió otro vínculo: el mes sinódico y sus periodos marchaban al unísono. Sin embargo, tuvo que parir varias crías para deducir que estos nacimientos necesitaban de una intervención masculina a mitad del ciclo.

Después de que el hombre le diera el papel se enclaustró en su escondite. Allí esperó, atardecer tras atardecer, con la mirada clavada en los vaivenes del océano. La noche en que el reflejo de una esfera perfecta bailó entre las olas bravías supo que había llegado el momento.

Se apostó cerca del pueblo, a las orillas del bosque. Espió cómo se aproximaban las antorchas. Eran cuatro muchachas, amarradas del brazo, riéndose. Reconoció a una de ellas, la había visto en el corro de la plaza. El fondo de la ensenada aún vibraba con las notas de las gaitas y de la última pieza bailable; aquella noche acababan las fiestas del lugar. Tras las chicas pasaron dos hombres. Demasiado viejos, sus herramientas estarían flojas; no le servían. Siguió esperando hasta que llegó lo que buscaba: un macho joven, alto, carnoso. El muchacho caminaba a zancadas ágiles, silbando entre dientes. Miraba las osas celestes más que los guijarros bajo sus pies, a saber qué sueños tendría. Tardó un poco en descubrir que alguien le esperaba al lado de la vereda. Se frotó los ojos: ¿un fantasma, una aparición? Apostó por lo femenino porque sus formas eran curvilíneas. La criatura llevaba una falda que le cubría las caderas oblongas. A cambio, sus pechos redondos estaban desnudos y asomaban bajo una melena clara, larguísima y entrelazada con guirnaldas de flores silvestres. Semejaba una alegoría de la fertilidad. Estaba muy quieta, igualita a una cariátide sosteniendo la noche. Él ya sabía que las deidades paganas adoptan rostros inescrutables (era estudiante, tenía nociones de mitología clásica). Pero se le acercó con cautela, por aquello del respeto a lo sagrado, y a lo venéreo. Ella le tomó una mano y la condujo hacia un paraje que había visitado muy contadas veces, y siempre pasando antes por caja. El matorral tibio y cremoso le hizo olvidar cualquier otra consideración. Diosa, ninfa o sacerdotisa ligera de cascos, qué más daba.

Media hora y dos eyaculaciones más tarde, regresó a la carretera abrochándose los pantalones. Prosiguió su ruta. Las zancadas eran pasitos cortos, el nuevo silbido tenía un deje de melancolía.
Post coitum omne animal triste est (sive gallus et mulier
).

La nodriza permaneció en lo más recóndito de la matriz boscosa. Estaba medio enterrada en un grueso colchón de hojarasca húmeda. La rodeaban espesos tejidos vegetales, helechos como trompas, cortezas tubulares sembradas de hongos. Mantenía las piernas abiertas y los glúteos levantados hacia al cielo, cerrando con fuerza los músculos para que no escapara una sola gota de esperma de su vagina. Y así dos horas. Hasta que el rumor de los fluidos y una leve palpitación en la ingle izquierda le juraron que había concebido. Entonces se levantó, recogió su ropa desparramada. Sacó el papel que le había dado el hombre canijo y se puso en camino. La poseía un ansia de sobrevivir inextinguible. Era ahínco, voracidad, azote y furia.

ACTO QUINTO
Noticias de ultramar

Miss Lucy abrió de par en par los ventanales del dormitorio rojo. La noche tenía la textura de un lino añil apretado y salpicado de motas brillantes. Ya estaban en septiembre. La colonia de cigarras había mermado y el chirrido de sus supervivientes era un coro aquejado de afonía. El aire lanzaba bufidos frescos, ofrendas optimistas. El otoño traería, debería traer, un devenir más apacible.

No había querido atormentar a su ahijada menor con los pormenores de la pelea volcánica entre sus dos allegados. Aun cuando fuera aventurado, le dijo que su hermana volvería a la mañana siguiente.

Inés había dado por supuesto que aquella erupción tendría lugar. Un día antes incluso se había permitido bromear sobre el inminente cataclismo, pero a la hora de la verdad abandonó el barco del modo más ratonil, batiéndose en retirada en cuanto oyó el crepitar rabioso de la grava y el frenazo, como un golpe de hacha, del carruaje que traía a León. Con todo, los decibelios destemplados de su esposo y de su hermana la persiguieron hasta los pies del mismísimo tocador, impidiéndole llevar la cuenta de su cepillado de pelo.

Aún no había recibido el honor de la visita marital. Esperaba que ésta se pospusiera al máximo pero se curó en salud metiéndose entre sábanas. Cansancio y jaqueca: coartadas irrebatibles.

Desde la cama veía la curvatura de la enorme luna perlada que comenzaba a asomar por la parte inferior de una de las ventanas abiertas. Subía con rapidez. La escudriñó con ojos críticos, su movimiento era escurridizo, engañoso. Se preguntó cuánto tardaría en aparecer la totalidad de la esfera y cuánto más demoraría en colocarse en medio del rectángulo nocturno. Luna, igual a Selene. Tarareó para sí el alfabeto griego. Tenía una memoria enciclopédica, le gustaba ponerla a prueba. La mano de su antigua maestra se posó en la suya, la aceptó con cariño filial. Lucy acababa de instalarse en una silla vecina. Viajó de nuevo hacia las lecciones de la
nursery
. ¿Quién había engendrado a Selene? Los titanes Hiperión y Tea. Con un dedo acarició el dorso lleno de manchas pardas de su querida tutora. Le bullía la epidermis. Con el mismo dedo anotó el latir de las venas y, poco después, un runrún bien asentado. Lucy roncaba. Últimamente se trasponía en cualquier parte, como los muy ancianos. Pobre Lucy, con sus importunos desajustes climáticos. La entrañable, bendita, querida Lucinda.

El día de Rita había sido especialmente jorobado, con náuseas desde muy temprano por la mañana. Llegaba la hora de acostarse y seguía como un ánade contoneado. Había fracasado con diversos mejunjes, pero las sucesivas derrotas no quebrantaron su fe en la herboristería. Le faltaba probar con la hierba luisa. Partió las hojas en una cazuelita y echó el agua hirviendo encima. Tapó el cacharro para que el bebedizo reposara. Entretanto cogió un tazón, el azucarero, y los puso sobre la mesa. Estaba de espaldas a la puerta que daba al jardín y no vio los nudillos que golpearon suavemente la geometría de la cristalera. Oyó su arañar. Sería Macario tratando de asustarla, otra de sus patochadas infantiles. Pues no le iba a dar la satisfacción de darse la vuelta con cara de burra. La maquinaria del reloj del vestíbulo campaneó, insistieron los arañazos en el cristal. Había estado contando los tañidos del reloj, eran once. Imposible que Macario estuviera ya de regreso. Demasiado pronto.

Casi se pone de parto a causa de la conmoción. Tras la puerta parcheada de colores por los tintes del vidrio, se recortaba la figura gallarda de su hermano. Le sonreía de oreja a oreja, como si fuera un visitante regular pasando a saludar y no un desertor con el pelotón de fusilamiento cerniéndose sobre su cerebro de mosquito. Llevaba un palo apoyado al desgaire en el hombro, y el hatillo de cuadros claros que se balanceaba en su extremo relucía en la noche, tan llamativo como la enseña de un hostal.

Le frenó la entrada con su propio cuerpo, dejándolo con un pie adentro y otro afuera. De esta guisa sostuvieron un coloquio de besugos en susurros convulsos. La cocinera estaba desencajada. Era un milagro que la hubiera pillado a solas. Pues no se había hartado ella de ordenarle no cruzar la frontera y de implorarle que se mantuviera alejado de la colonia, un avispero de cotilleos. El indiano se declaró atónito y, sobre todo, muy dolido. Había esperado una recepción fraterna y calurosa. La bienvenida resultaba decepcionante. Estaba reventado de cansancio después de un infernal viaje a pie por altísimas montañas y profundísimos valles. ¿No tendría por ahí algo de comer y de beber, y un catre? No, su hermana no los tenía. Los malentendidos y las acusaciones prosiguieron hasta que a Rita le quedó claro quién había cursado el imprudente convite. Ver para creer. Se hacía cruces de la necedad de aquel par de irresponsables. Ella era tonta de capirote; él, un mentecato. Pero no servía de nada seguir quejándose. Tenía que sacarlo de allí, y más pronto que tarde. Sólo había un refugio posible en el que pudiera esconderse unas horas antes de salir pitando, pero ahora en la dirección adecuada: de nuevo hacia la frontera.

Abandonaron la mansión de los Ubach como gatos furtivos para entrar en casa de la maestra igual que zorros ladrones, atravesando el gallinero que ocupaba el patio trasero; la señorita Pepita era muy aficionada a criar pollos. Antes habían dado un sigiloso rodeo por los bosques para evitar las calles. La pedagoga vivía en el otro extremo de la colonia, su vivienda era la última de la fila. Al menos en esto la suerte les favorecía.

La señorita Pepita pasó por alto la boca torva y la acritud de su vieja amiga. El advenimiento del indiano era sagrado. No iba a perderse en menudencias, pelillos a la mar. Lamentó, eso sí, la falta de previsión. La sorprendieron sin corsé, con la cabeza claveteada por las tenacillas del pelo y el cuerpo bailando en los interiores de una bata casera, prenda holgada que no le marcaba el tipo (conste que lo tenía). Trató de deshacer el entuerto, consciente de que las primeras impresiones son decisorias. Jadeó una disculpa y partió disparada, dejando a sus dos invitados plantificados bajo el dintel de la puerta, soportando la mirada furibunda del que hasta entonces había sido monarca absoluto del corral; el gallo era susceptible y resentía la obvia competencia. Volvió a los pocos minutos, endomingada, bien atusada y con las mejillas escocidas por los pellizcos picoteados a todo correr. Tenía la esperanza de que su desaliño hubiera pasado desapercibido, siendo de noche y con los nervios…

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