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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (47 page)

BOOK: Adorables criaturas
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Permitió que el médico le pusiera los arreos, fue una pequeña maldad que le reportó una simpática satisfacción: que trabajara, que trabajara. También dejó que le sacara de la cochera, incluso concedió que su respiración jadeante se aposentara en el pescante. Pero luego se convirtió en la mitad inferior de un monumento ecuestre.

Samuel le despellejó la grupa hasta levantarse ampollas en las manos. En vez de echar a andar, el animal dobló las patas delanteras y dio con el morro en el adoquinado. Él tuvo que soltar a toda prisa el látigo para agarrarse a la barandilla del pescante con las dos manos. Pero ni por ésas consiguió evitarse un buen revolcón cuando el vehículo cayó de costado, arrastrado por las convulsiones finales del maldito bicho. Se había empecinado en portarse como una mula vil.

El percherón expiró en cuestión de minutos, descanse en paz. Su pasajero salió del accidente ileso, la propia envoltura de grasa le protegió los huesos. Consiguió llegar por fin a casa de los Ubach. Tarde, magullado de consideración, y tras haber pagado una fortuna por una calesa de alquiler. Y todo eso para hallar a su aborrecida enemiga comandando de nuevo el hogar. Allí ya no se le necesitaba, ni se le necesitaría nunca más, le largó sin tapujos desde la entrada. Esta vez no había nadie a sus espaldas, la calma era absoluta. Llamó a gritos al señor De Ubach, su timbre de falsete rebotó en la infinidad de espacios huecos. Obtuvo un silencio de necrópolis por respuesta.

El ruido ocasional de cascos de caballos en la madrugada no era un acontecimiento tan insólito. Todos estaban al corriente de la enfermedad de la esposa del patrón y de sus imprevistos médicos. Sin embargo, el tráfico de aquella noche fue inusual. Un obrero insomne que sobrevivía a sus negras horas muertas oteando el exterior avistó dos vehículos de la policía trotando por las calles amodorradas. Alertó a su mujer, y ésta llamó a la puerta de la casa vecina. Se propagó el aviso. La colonia en pleno despertó para, a continuación, replegarse con desconfianza. Quizá los rumores de una intervención por parte de las autoridades se concretaran antes de lo previsto. Los cabecillas de la huelga se reunieron para debatir: resistencia o huida. La maestra calló, ladina, dejando que sus conciudadanos pensaran lo que quisieran. Ella sabía que las fuerzas del orden estaban allí con el malvado objetivo de hurtarle a su invitado de honor. Atrancó puertas y ventanas, y se dispuso a resistir el asedio como una auténtica heroína.

Transcurrieron unas horas, los vehículos seguían en lo alto de la colina. Hubo una danza de antorchas por las zonas boscosas de los alrededores, pero la coreografía no descendió a la colonia. Los coches abandonaron la casa grande con el rocío del amanecer. Su paso fue seguido con expectante tensión por multitud de pupilas ocultas tras ventanas y balcones. Los que tenían la vista más aguzada intuyeron una silueta de mujer en las tinieblas del carruaje que abría la marcha. En cualquier caso, no sucedió nada. Y los uniformados se esfumaron tal como habían llegado; sin que nadie se enterara del porqué. Más o menos una hora después llegaba un coche de alquiler, y todos reconocieron al médico de los ricos bajo el toldo. Estaba huraño y cejijunto. La calesa subió entre los plátanos, pero a los pocos minutos, volvió a bajar; cargaba con el mismo viajero, sólo que ahora estaba más malhumorado si cabe.

A mediodía la curiosidad del joven carbonero venció a su prudencia. Se dirigió al bosquecillo de pinos cercano a la mansión, rodeó su boca con una mano y a través del tubo aflautado lanzó la señal convenida tiempo atrás con sus tiernas amigas. «Bu, bu, bu, bu…» La abubilla falsa se desgañitó unos diez minutos, cada vez más desafinada y menos precisa, antes de que las niñas aparecieran. Estaban ojerosas y caminaban renqueando entre muecas y ayes, tenían los pies destrozados. Y además no andaban dicharacheras, le dieron las noticias con tres peladas frases.

El chaval corrió a esparcirlas, naturalmente ornamentadas. La colonia respiró, aligerada. El percance no les concernía. La enfermedad de la señora carecía de alicientes, no había captado nunca su interés. Apenas si la conocían, alguna vez había bajado a pasear con el patrón, eso fue antes del embarazo. Cierto que sabía sonreír con gracia, pero era demasiado elegante y lejana, además de medio extranjera, como para convertirse en una ama querida. Y en cuanto a la muerte de su hijo y aquella empleada protestante, en nada les afectaba. El hecho despertó la curiosidad morbosa que suscitan los crímenes macabros, pero pocos sentimientos de empatía con la familia del amo. La huelga había encallecido los corazones, cada palo aguantara su vela.

La maestra fue la última en enterarse de las novedades. Se había volatilizado. Nadie la vio durante, al menos, un día completo. Cosa rara, la casa estaba cerrada a cal y canto. El pretendiente viudo penaba de inquietud, ya se disponía a realizar alguna hazaña —verbigracia escalar la ventana del dormitorio— cuando el objeto de sus afanes reapareció. No tenía aspecto de haber padecido ninguna enfermedad. Más bien al revés, toda ella era melosidad y sonrosamiento. Le chisporroteaban las córneas de los ojos.

La vecina de al lado le manifestó su extrañeza. Era raro no haberla visto participar en los diversos corros y sesiones informativas. Ella le sonrió, más vaga que de costumbre pero con afabilidad. Es que no daba abasto, ocupadísima por los muchos pendientes domésticos. Y, de todos modos, nunca había sido de las que se pasan el día por ahí, dando tumbos sin ton ni son…

Coda

El forense certificó las defunciones, el juez ordenó el levantamiento de los cadáveres.

Lavaron y vistieron a los muertos. Tessa no quiso que las criadas adolescentes participaran en un ritual cuya tristeza pertenecía al mundo de los adultos. Les adjudicó una tarea más dulce y poética: salir al jardín en busca de flores.

Ella se enclaustró en el cuarto de la nodriza con la cocinera. En el dormitorio contiguo, León se consumía de ansiedad. Inés aún no había salido de su inconsciencia.

Antes de irse, la policía acomodó lo que quedaba de miss Lucy sobre el colchón sin sábanas de su asesina, todo un sarcasmo. Tessa no protestó por la brutalidad de la acción. Subir la cáscara hueca de la institutriz por la angosta escalera de servicio para que descansara entre sus recuerdos hubiera sido escabroso y difícil. Y la querida Lucy ya no estaba allí para acusar la ofensa.

La liberaron del corsé y las capas de tejido sobrantes. Le pusieron un vestido de Inés que tenía el mismo color limpio, bondadoso y azul, de sus retinas. Hubo que acortar un buen palmo la falda pero la cintura, de diámetro estrecho, se ajustó con exactitud a la talla espigada de su ahijada. Del niño se hizo cargo Tessa a solas. La manipulación del cadáver infantil resultó una tarea excesiva para la cocinera. Le temblaban los dedos, y sin querer rasguñó el cuerpecito con una de las agujas imperdibles. Se apartó de la escena sacudida por una desolación incontenible.

A primera hora de la tarde llegó una carreta con los ataúdes, uno blanco, otro negro. Para entonces la señora De Ubach había recobrado la lucidez. Fue expreso deseo suyo que los dos féretros se instalaran en su propio dormitorio.

Macario ayudó a transportarlos, con sus melancólicas cargas, desde la habitación vecina. Miró a la desventurada madre de refilón. Contemplaba las cajas de madera con los ojos deshidratados. Estaba sentada en la orilla de la cama, tenía las manos insensibles posadas en el cobertor. Acuclillada a su lado, la señorita de la ciudad la acariciaba canturreando sonidos calmantes. Pero ella balanceaba la cabeza y negaba; su semblante era una careta agarrotada en una mueca sin sentido.

Después se interrumpió todo, también la narración. El tiempo devino un silencio sonámbulo traspasado por la enormidad, la sordidez de la tragedia. Nadie lloraba, nadie se plañía. Las lágrimas y los lamentos brotan del dolor, no del horror. Y lo acontecido en casa de los Ubach se alejaba de los padecimientos normales para caer de pleno en territorios de infamia.

Los protagonistas directos del drama subsistían inmersos en un estupor consternado. El servicio tenía encargo de ahuyentar a los visitantes. No hubo velatorio.

Tessa no se separaba de su hermana. Durante el día las dos acompañaban a Lucy y al niño, de noche se retiraban al cuarto malva. Yacían en capicúa, prevalecía el reflejo infantil. De esta guisa enhebraban los millares de segundos nocturnos. Desgranando el inacabable rosario sin un parpadeo, con la sangre retardada y los miembros yertos, tan idas y gravosas como sus difuntos.

El padre del infante muerto vivía una existencia eremita en la biblioteca. Allí libraba un combate perdido de antemano. Los escasos meses de trato con su hijo no habían bastado para consolidar una relación paterno filial, y su carácter le descalificaba para los afectos primarios. Una vez mas, aún en medio de la inconmensurable adversidad, lo que le derrotaba era el desafecto de su mujer.

Inés abominaba de él. Le repudiaba, de modo taciturno, implícito, feroz. Rehusó hacerle partícipe de una sola migaja de su dolor. Sobre los despojos del niño y de su amada institutriz le espetó una única interrogación, lapidaria y biliosa: ¿por qué no había expulsado a la nodriza cuando ella se lo pidió?

En aquellos días, Tessa fue el ángel consolador que restañó las heridas de todos. Era escolta permanente de Inés, báculo firme para las dos criadas asustadas, y el hombro en el que Rita se desahogaba. Extendía sus desvelos al señor de la casa. Le hacía sentir su solicitud mediante pequeños gestos discretos. Y en estos intentos ponía empeño en no ser ella misma sino otra, más delicada, llena de tacto.

León valoraba su generosidad. Y su valentía. Cuando en aquella noche de pánico Inés inició el regreso a la Tierra, él huyó, cobarde y despavorido, para atrincherarse tras sus colecciones. Y fue ella quien permaneció al lado de su hermana, como un soldado intrépido, para comunicarle el insoportable mensaje: que esta vez su mal sueño no era un delirio, sino la cruda realidad.

Inés había despilfarrado tantas lágrimas falaces que el verismo de lo sucedido la halló sin recursos expresivos. La pérdida del hijo y de su única madre conocida sumaban una hipérbole desmedida. No existía medio oral, mímico o escrito, capaz de exteriorizar sus sentimientos. Durante unos días vivió en una suerte de trance narcoléptico, con el rostro horadado por dos inmensos agujeros negros tan inhabilitados para reflejar emociones como para apagarse y descansar.

No compartió con nadie, ni siquiera con Tessa, el espanto de lo visto entre el humo y las llamas danzantes del bosque de cirios. Lucy, que jamás se había sentado en un suelo. El cuello descolgado, las manos caídas de cualquier manera, la falda indecorosamente revuelta. Y el cuerpo sin cara de su hijo muerto, un querubín desmantelado que asomaba bajo la almohada asesina. Llevaría esta imagen clavada en el cerebro lo que le restaba de vida. Nunca intentó extirparla, la asumió como una sanción de propiedad exclusiva.

Los agentes del orden descubrieron a la nodriza al cabo de un par de horas. Lejos de su hábitat natural, no acertó a mimetizarse entre coníferas polvorientas y robles enanos. Tampoco era la campesina ágil de meses atrás. Estaba abotargada por el sobrepeso, el alcohol, la inactividad y el calor. Los periódicos dijeron que se revolvió como una alimaña peligrosa. Mentira. Roncaba la mona bajo un macizo de adelfas cuando la lámpara policial iluminó su boca abierta y el fardo de rapiñas bajo su cabeza. La condujeron al cuartelillo de la ciudad y allí se vieron obligados a traer agentes de refuerzo. No porque intentara escapar, sino para protegerla. Una multitud ociosa se fue amontonando frente al edificio. Dejando aparte al populacho de siempre, el que asiste a cualquier entretenimiento gratuito, había caras conocidas y de mucha enjundia; esa tarde el casino anduvo corto de clientela. Alguien, no se supo quién, azuzó al enjambre. Y la muchedumbre se convirtió en una masa soliviantada, sedienta de sangre. También fue mala pata que la carreta con los dos ataúdes vacíos tuviera que pasar por aquella precisa calle de camino a la colonia. El mando de la policía local se vio en una tesitura delicada. Afuera arreciaban los gritos airados y los aporreos a la puerta del cuartelillo. Temió que se estuviera gestando un linchamiento y mandó disparar al aire desde las ventanas. Cundió el pánico. Hubo confusión y correteos, y unas cuantas señoras desmayadas que sus maridos retiraron a toda prisa (una de ellas se dislocó el hombro y armó un cisco posterior; quién las mandaba meterse en estos pantanos). La ciudad no tenía una cárcel que garantizara la integridad física de la detenida. Al caer la noche la sacaron subrepticiamente por la parte de atrás, la introdujeron en un coche tapado y la trasladaron a una prisión de la capital.

Rita ignoraba en qué situación estaba su idolatrado hermano. Y con la policía rondando no osaba acercarse a casa de Pepita por temor a delatar la presencia del desertor. Vivía en un sinvivir. Recelaba de aquellos dos botarates, temía que cometieran alguna imprudencia temeraria.

No debería haberse preocupado. El indiano no tenía previsto cambiar su cómoda situación contractual por otra de precariedad innecesaria, al menos no a corto plazo. Y en cuanto a la señorita Pepita… Del encierro a solas con el rufianesco pedazo de hombre extrajo considerable pedagogía. El amor no era
exactamente
lo que describían las novelas, y había que hacer un notable esfuerzo poético para definir como románticos ciertos aspectos del mismo. Pero existían otras facetas, no reseñadas en las susodichas novelas, que compensaban con creces la carencia citada antes. En definitiva, fueron unos días gloriosos, sólo empañados por la repentina muerte del gallo. El jactancioso animal se sumió en un profundo pozo de depresión. Dejó de cantar, luego de perseguir gusanos. Y una buena mañana amaneció tieso patas arriba. Las maliciosas cluecas hicieron correr toda suerte de cacareos injuriosos. Que si algo olía a podrido en Dinamarca, que si aquello era suicidio y no muerte natural, etcétera. Nada. Infundios de corral.

Los hechos objetivos pulverizaron el ansia de Juana y Elena por aventuras y emociones fuertes. Fin de las novelerías. Ya sólo querían paz y un transcurrir fluido, a ser posible falto de innovaciones. La vida las había salpicado un poco antes de tiempo, nunca más se las pudo llamar chiquillas. Sus familias hubieran deseado recogerlas en seguida. Los entresijos del drama habían salido a la luz, los Ubach eran criticados. La prensa se regodeaba en insinuaciones sibilinas: negligencia, caprichos, modernidades, extravagancias. Pero Rita, fiable y apreciada por las dos familias, les pidió que aguardaran hasta después del funeral. Y le aceptaron el aplazamiento.

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