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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (37 page)

BOOK: Adorables criaturas
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En esta suerte de cataclismos personales, acostumbra a suceder que el último en percibir las señales de peligro es el afectado. Tessa no fue una excepción. Ensimismada, no veía nada ni a nadie. Y no se le ocurrió pensar que esta invisibilidad funcionaba en una sola dirección. Embozada en su soledad, se creyó a resguardo cuando la realidad era muy otra: a ojos del mundo estaba por completo expuesta.

Álvaro se supo espiado en el acto. En un principio decidió ignorarla. Su antigua amante le inspiraba una mezcla de menosprecio y compasión, náusea, pena. La autoincriminación no era ajena a estas emociones anfibias, le inhabilitaba para actuar. Presumió que ella misma acabaría por cansarse. Pero a los pocos días su temperamental prometida le agarró de la solapa y le espetó la pregunta a bocajarro. ¿Quién era esa sombra de ojos anhelantes pegada siempre a ellos? No valía la pena andarse por las ramas, le contó la verdad. La pelea fue de órdago. Sus fuegos, azuzados por ambas partes con munición de idéntica violencia, se prolongaron varios días. Pero la misma pólvora encendió luego una reconciliación de magnitud proporcional, arrebatada y pasional. En conjunto, pues, el balance final fue positivo. Gran parte del atractivo de Álvaro residía en su pasado misterioso, esta súbita concreción del mismo elevó aún más su cotización en la bolsa de valores de la candorosa e inexperta novia. Sin embargo, una vez quedó atrás el estimulante percance, hasta ella comprendió que aquella persecución obsesiva tenía el filo damocleciano de un conflicto pendiendo sobre sus cabezas. En cualquier instante se desencadenaría el escándalo, temible palabra. Había que hacer algo.

En el cuartelillo

El joven químico expuso la situación a su padre político representando con talento y buen gusto su papel de crápula contrito. Y el dueño de los laboratorios le dio digna réplica interpretando el rol de suegro ultrajado con la misma profesionalidad. Le sabía enamorado de su hija hasta el tuétano, y siempre le había resultado simpática la facilidad con que aquel arribista espabilado se embarcaba en líos de faldas. Al contrario que los descarrilamientos femeninos, los masculinos son dignos de ejemplo. En esta ocasión, pero, enmascaró su diversión y aparentó un enfado de cierta magnitud. Sostuvo el fingimiento durante un tiempo decoroso y luego pasó con rapidez a las cuestiones prácticas. Era imprescindible atajar el asedio antes de que ocurriera una desgracia, mucho más si se tenía en cuenta que en la familia de aquella desgraciada existían antecedentes de suicidio. Si le daba por hacer un disparate los pondría a todos en situación embarazosa. Apelarían a la ley, pero con pinzas. Él mismo se haría cargo de la misión. El sarpullido revolucionario de Álvaro estaba demasiado cercano en el tiempo, no le favorecía. Para acallar su sentimiento de culpa le aseguró que nadie causaría ningún daño a la damisela. Sólo se le daría un discreto toque de atención que la ayudara a recuperar el juicio, de modo que pudiera reincorporarse a la sociedad. La primera beneficiada de este reintegro sería ella misma. Y, una vez vuelta a sus cabales, tendría muchos motivos para estarles agradecida.

El policía que hacía la ronda del barrio era novato y concienzudo. Hasta la fecha, sus obligaciones no le habían exigido demasiado. Separar bandas rivales de pillastres revoltosos, enderezar la senda de algún vecino borracho localizado fuera de casa a deshora, poco más. Suspiraba por algún caso en el que lucirse, y que a ser posible le rindiera el beneficio de un galón. Modestia aparte, se consideraba apto. Estaba al día, se consideraba higienista y letrado. Había estudiado. No como un papagayo sino con criterio. Los siete volúmenes que constituían su biblioteca llevaban la apostilla de subrayados que jaleaban al autor, o de notas al margen criticándolo con severidad. Sus mentores y maestros tenían reputaciones bien ganadas. Y, de entre todos ellos, el ídolo máximo era el gigante Cesare Lombroso. Al recibir el expediente del caso y leer que la damisela en cuestión capitaneaba el austero movimiento sufragista de la ciudad, su excitación fue suprema. El dato confirmaba un axioma del criminólogo italiano. A saber, si se educaba a las mujeres para otra cosa que no fuera su contexto de domesticidad y maternidad, entonces esta educación se convertía en una escuela de delincuencia, y de ello se devengaría una catástrofe social sin precedentes.

El controvertido debate sobre el sufragio femenino apenas había salpicado al país. Por suerte, a la inmensa mayoría de nativas el derecho al voto no les producía frío ni calor. Él, además, tenía su propia teoría. Las ansias de independencia de las mujeres incumbían sólo a las tierras del norte, porque a los países de la llamada raza latina, es decir, a ellos, este capricho les traía sin cuidado. El origen extranjero de la dama corroboraba su tesis. Y para colmarle aún más, la misión le pilló inmerso en una lectura apasionante. Según demostraba Lombroso en
La mujer delincuente, la prostituta y la mujer normal
, todos los integrantes del sexo débil poseían una estructura criminal latente, una tendencia innata a la delincuencia. Abundando en rasgos específicos del género, el 80 por ciento de los crímenes femeninos se cometían en periodo de tensión premenstrual. Una información preciosa. Facilitaría su tarea diaria en el cuerpo policial. Y en el ámbito de lo personal le sería útil para gestionar las relaciones con el sexo opuesto. Salía con la dependienta de una sombrerería cuyos versátiles estados de ánimo le tenían supinamente desconcertado. El infierno está empedrado de bobos, pedantes y adoquines, así se podría resumir la cosa.

Observó a Tessa durante unos días. La analizó a fondo. Su aspecto exterior denotaba un deterioro de asaz magnitud, se dijo, pero no se daba a las bebidas espiritosas. Y no tenía las pupilas de los ojos dilatadas, así que tampoco hacía uso de sustancias opiáceas (había leído sobre los fumaderos clandestinos de París, no desesperaba de ubicar alguno en el barrio). La muchacha se limitaba a vagar por la zona, sin alborotar ni molestar a nadie. Tendría que hallar un delito ajustado a ley para sacarla de la calle y conducirla a comisaría. Después de revisar con atención el código penal decidió que: a) obstaculizaba la vía pública; y b) su presencia en la misma era un ejemplo desmoralizante para las otras señoritas.

La detuvo a una hora diplomática y sin testigos. El furgón, que ya cargaba con un puñado de muchachas de la vida más unos cuantos cacos de poca monta, aguardaba en una esquina umbrosa de la calle. Tessa escudriñaba la fachada del edificio de Álvaro con la espalda descansando sobre la corteza parcheada de un plátano. Tras los cortinajes de uno de los balcones se proyectaba un teatro de sombras chinescas. Dos conocidas siluetas, una femenina, la otra masculina, se aproximaban y separaban, a veces se enganchaban un trecho, rodaban juntas, luego se alejaban de nuevo, gesticulaban ambas con vehemencia, y vuelta a empezar. Mucho después de que hubo pasado todo, aún se preguntaba qué demonios —el demonios lo añadió más tarde— estarían haciendo aquel anochecer. Tenemos la respuesta: ensayaban los pasos del vals que abriría su baile nupcial. Él era nulo. Ella trataba de conectarle la cabeza con los pies, y así salvar a la vez la coreografía básica del compás y su reputación de pisaverde castigador. Un galán
comme il faut
debía ser buen bailarín. Un, dos, tres. Un, dos, tres. No conseguía hacerle entender algo tan sencillo como que el acento estaba en el primer tiempo.

Tessa miró al joven agente con perplejidad, no veía razones de peso para acompañarle. No es que se lo pidiera con rudeza. Al contrario, el joven le comunicó lo de la vía pública y desmoralización de las otras señoritas con cortesía exquisita. Le salió de natural; sentía más interés que enemistad hacia su detenida. Aun en su aturdimiento, ella rebatió la acusación. No obstaculizaba nada porque estaba sola y lo mismo se podía decir con respecto a lo del ejemplo; no había nadie a quien darlo, bueno o malo. Pero él la asió de un codo con afecto protector, y así la fue conduciendo hacia el furgón. Es por su bien, le iba diciendo hipnóticamente entre paso y paso. Y Tessa acabó por subir los tres escalones del coche casi conforme, en todo caso con más inercia que conciencia.

En la oscuridad olió una atmósfera cargada de vino y de burlas dirigidas a la autoridad. El ambiente era cotidiano y familiar, en absoluto trágico. Los atuendos de las mujeres habían visto días mejores pero sus colores vivos, perceptibles cuando los caballos trotaban frente a las farolas alumbradas, contribuían a despojar de dramatismo la situación. Tessa era la única que iba de negro. Los hicieron bajar a todos en el cuartelillo, allí separaron a los hombres de las mujeres, y a ella la introdujeron en una sala con el resto de sus compañeras. La habitación estaba desnuda, salvo por unas largas banquetas adosadas a las paredes. Las vislumbró con claridad sólo unos segundos, antes de que la lámpara del policía desapareciera tras la puerta de hierro, que las encerró a todas. Luego sólo quedó el leve resplandor nocturno que se filtraba por una pequeña ventana alta. Sus rejas se proyectaban en la pared de enfrente, por encima de la puerta sellada, dibujando un logotipo impecable: la descarnada síntesis del lugar. Nada más entrar hubo carreras y algún que otro empujón. Las chicas se apresuraban a buscar sitio donde pasar una larga noche. Pocos minutos después se inició un
adagio
de ronquidos. El movimiento sinfónico de voces se prolongó hasta el amanecer con añadidos ocasionales. Hubo varios pedorreos y un vómito que borboteó de una sola tirada. En distintas ocasiones, alguna de las siluetas cobró vida y se dirigió a tientas hasta un rincón. Allí se acuclillaba y levantaba un poco la ropa. Entonces se oía el sonido de la orina rebotando en el cemento. Después, la sombra se petrificaba una vez más en la oscuridad.

Tessa permaneció de pie, estupidizada y ausente. Pasada la una, supo la hora por el tañido solitario de una iglesia cercana, sintió un tironeo en los bajos de la falda. Un bulto se movía, le hacía un hueco para que se sentara a su lado. La silueta no pillaba el sueño y tenía ganas de charla. Le habló en voz baja, con una volubilidad punteada por breves accesos de risa tabernaria que finalizaban de modo cortante, con las manos de la mujer golpeándose los muslos. Al principio la oía sin escuchar. Poco a poco fue atendiendo a palabras sueltas, después a frases enteras. Traían buena voluntad y simpatía. La prostituta había adivinado que ésta era su primera experiencia con la ley. No debía asustarse, las soltarían por la mañana, antes del desayuno. Nunca las retenían, no querían gastar en darles de comer. Hasta aquí, su cháchara había sido un monólogo, pero tras uno de sus brotes de hilaridad, que esta vez atajó con una sonora palmada sobre el muslo de ella, le preguntó si vestida con tan poca gracia se le acercaba algún cliente. ¿O es que se dedicaba a una de esas especialidades que se practicaban con disfraz de institutriz o maestra? ¿Y tenía ella alcahuete? ¿Le pegaba mucho?

La dosis de realidad era lo bastante contundente como para devolver a cualquiera a las arenas de la vida. Fue una noche de antología. No por la incomodidad, ni el olor a orina o vómitos, ni por la compañía. Tessa no estaba en condiciones de enjuiciar vidas ajenas. Su infierno llevaba un nombre muy concreto y se cocinaba en su propio cerebro. Nadie la humillaría con más saña y crueldad de lo que ella hacía.

La llamaron en último lugar, cuando ya todos los banquillos estaban vacíos. Poco antes, su contertuliana nocturna le había lanzado un ronco hasta la vista entre dos encías casi desnudas. Tres palabras que se solaparon con un último relincho que apestaba a reflujo agrio.

El comisario jefe robó tiempo a su apretada agenda para atenderla en persona. Quería que el castigo fuera ejemplar, y a la punición añadió la picota. Convocó a la totalidad de miembros acuartelados en aquel momento, aunque no estaba presente el guardia que la había detenido (ya había acabado la ronda nocturna y a esa hora soñaba con la sombrerera). Durante la entrevista, los oficiales y agentes permanecieron desplegados en formación de alas de mariposa, envolviendo la potestad del alto mando. La detenida estaba sentada en un taburete bajo, la estudiaron con el interés de unos alumnos de medicina frente al cadáver listo para la disección en una aula de anatomía. El comisario usó el escalpelo sin analgésicos. Era inexplicable, tronó, y una auténtica ver-güen-za, acuchilló el aire con el trisílabo dos veces seguidas, que una señorita de su categoría hubiera llegado a semejante estado de ignominia y mamarrachez. Quedaba conminada a regresar directita a su casa, a lavarse y adecentarse. Y si se la volvía a descubrir vagabundeando por según qué calles, iría derechita al asilo de lunáticos, ahora ridículamente llamado frenopático. La amenaza fue proferida en un tono paternal que no engañó a Tessa. Aquello era el gélido odio de un padrastro desalmado. Sumado a la mirada intimidatoria y opresiva del coro masculino, masacró la ínfima dignidad que le restaba.

De vuelta a casa no vio a Macario ni reconoció el carruaje del cuñado, próspero pilar social. Regresaba a su agujero poniendo un pie frente a otro por puro automatismo. Había perdido toda identificación consigo misma. Peor aún, estaba incapacitada para convivir con su yo, o siquiera para tolerarlo. Se había visto en los ojos de los hombres, y el despiadado espejo le arrojó a la cara una imagen convicta y confesa. El autorretrato era devastador. Y la bajeza que se infligía, el reverso exacto del narcisismo de su hermana. Curioso detalle. Hubiera hecho las delicias de un descuartizador de mentes, ya comenzaba a haberlos. Pero eso a ella no le interesaba.

Masticaba su denigración. ¿Hubiera servido de algo explicarles a aquellos policías, algunos de su misma edad, que había leído libros? ¿Que hablaba idiomas, conocía mundo, era culta y poseía firmes convicciones? ¿Y acaso no tenían motivos para despreciarla? La totalidad de su vida era una impostura. Papeles, libros y militancias; parches, recosidos y pretextos tras los que esconder su insignificancia esencial. Las mujeres con las que había compartido celda llevaban una existencia más coherente y digna de respeto que la de ella. Punto final. El edificio entero se había venido abajo. Cegada por el estruendo y la polvareda de la demolición, no supo encontrar un solo cascote redentor en el material de derribo. Usó esta imagen literaria más adelante, cuando le llegó el turno de dar explicaciones sobre su inoportuna desaparición. Pero de alguna manera debía ya de llevar la metáfora inscrita en la conciencia, porque lo primero que hizo al entrar en casa fue ratificarla con una acción perteneciente al mundo de la verdad y no al de la poesía. Se acercó a su otrora reconfortante mesa de trabajo, clavó un brazo como pala de arrastre, y con él barrió todo lo que había encima. Sintió un goce perverso al escuchar el batacazo metálico de la Remington estrellándose en el suelo (la subestimaba, salió indemne del maltrato). Desde un punto de vista objetivo, éste era el momento de seguir la senda que marcaban los genes. Apearse del tren en marcha y dedicarse a criar malvas en la parcela no sacra que los camposantos destinan a los ateos y suicidas. Lo pensó, sólo fue un apunte fugaz. El padecimiento amoroso es egocéntrico y tóxico: quiere seguir siendo. La muerte hubiera significado el cese del dolor, estaba excluida. Sería bonito poder decir que en la decisión de sobrevivir intervinieron la abnegación y el amor a sus congéneres. Mentira. Ya no visitaba a la niña del pequeño Manchester. Y tampoco recordaba a su hermana o a Lucy. Las había olvidado aun estando a su lado, cuando la llamada estéril del cartero pintarrajeaba de tristeza los ornamentos brillantes de la mansión. No había abierto las cartas que llevaban la letra picuda, cada vez más desesperadamente inclinada, de su antigua institutriz. Aguardaban entre los ídolos defenestrados: libros, diccionarios, papeles y, por encima de todo, la Remington.

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