Macario salió de la ciudad rumiando qué le diría a la
miss
. Se alejó del centro urbano y atravesó el barrio fabril. Las calles estaban llenas de hombres y de mujeres mano sobre mano. Un panorama desolador, empeorado allí por la falta de comida. Demasiada quietud, el silencio le acongojaba. Se congratuló de escuchar el llanto lejano de un niño. Era un signo de vida. Y mientras el coche enfilaba los agostados caminos campestres, tuvo una sensación rara. Como cuando uno olvida algo importante y no sabe lo que es. No llegaba a asir la cosa, muy irritante. Tiró de unos cuantos hilos al azar, en uno de ellos pescó al primogénito llorón de los Ubach. Hizo memoria, ¿qué era ello? Rita se lo había puesto en brazos. Turbado por el combate reciente con la señora, se hizo cargo de él sin fijarse. Ahora recreó una sucesión de señales emisoras. La chispa de ternura en las pupilas de la mujer, el balanceo de sus brazos al acunar al crío. La nueva pesadez de sus pechos, el aumento de peso. La noche en que le expulsó del lecho común, y la mañana en que la halló con los omóplatos sacudidos por violentas arcadas Sería morse, pero esclarecedor. Todo cuadraba. Y su arrolladora felicidad no se vio mermada por ninguna de las dudas que habían asaltado a la futura madre. Le traía al fresco ser padre de un sietemesino. ¿Por qué no se le había notificado la gran noticia? ¿Acaso la muy boba pensaba que la iba a dejar en la estacada?
Los acontecimientos recientes habían carcomido la confianza de la nodriza. La vida ya no era un lecho de rosas. Cierto que comía y bebía lo que se le antojaba, pero el techo que la acogía ya no era amable. En él bufaban tormentas de cólera, había gritos y portazos. El miedo a los humanos rebrotó con fuerza, y el equilibro de instintos que regía su existencia osciló peligrosamente. Se aligeró el platillo de la balanza que contenía sus ansias de bienestar físico, aumentó el peso de aquel en que se larvaban los oscuros terrores. Incluso su devoción por la mujer ángel había mermado. Había dejado de ser la felicidad hermosa y apacible que había venerado. Ahora se retorcía y agitaba. Graznaba como una gaviota. Ella había sentido más de una vez el filo depredador de la carroñera acuática. Las garras clavadas en sus hombros, el pico buscando su bulbo raquídeo.
A primera hora de la mañana había escapado de nuevo al jardín. Se llevó al niño, su llanto fatal atraía la atención de los habitantes de la casa. A lo lejos divisó el ligero cabriolé en su diario vía crucis por la cuesta. El animal de tiro era un vejestorio, esclavo del hombre que le arreaba con saña. Recién llegada, ella había ponderado a aquel varón porcino. El manoseo del examen del primer día, que no arribó a su fin natural —la penetración—, la dejó confusa. Anduvo una temporadita empollando tan extraño desistimiento, estaba acostumbrada a que la usaran, y más prefería malo conocido que peor por conocer. Pero transcurrieron los días y el hombre no se le volvió a acercar. Y concluyó que sus asiduas visitas eran neutras. No se vinculaban con el suministro de comida y bebida, ni con regañinas y obligaciones. El varón gordo sólo era una presencia más entre las varias que frecuentaban la habitación vecina. En esta ocasión se fijó vagamente en que tenía las mejillas rasguñadas, cruzadas de apósitos. Y llevaba algo rojo en una mano.
El doctor Samuel subió el primer vuelo de escalones con dificultades, luego hizo un alto forzoso bajo el pórtico de la entrada. Necesitaba recargar la dinamo. La noche anterior había sido embrollada. Y el amanecer le había sorprendido como a Jonás en el vientre de la ballena, inmerso en un magma de trapos, vestidos, zapatos, guantes. Le costó bastante dar con la dentadura. No recordaba dónde ni cuándo ni cómo ni por qué. Estaba descuajeringado, con una sensación de muerte inminente. Tenía la boca seca, rasposa, y un hervor de bilis que le arañaba el caño central subiendo y bajando sin acabar de resolverse a salir o entrar. No fabricaba saliva, su cavidad estomacal era una cripta pestilente. Había soñado que le nacían pelos en las mucosas de la faringe. Crecían con la celeridad de las habichuelas del cuento y se convertían en madejas que le taponaban la tráquea. En vano se metía las manos en la garganta y tiraba de ellas. Eran hebras kilométricas. Salían por la boca, caracoleaban frente a su rostro como hilos de azúcar candi. Despertó sin oxígeno, tirando a azul. Bebió medio litro de agua de corrido, pero el sabor y olor del pánico se le quedaron engavillados al paladar. Los cargó a cuenta de los abusos alcohólicos. Y se juró atajar de un voluntarioso sablazo la ingestión de tónicos. Comenzaría la abstinencia aquella misma mañana, quizá por la tarde, o esa misma noche. Esta clase de decisiones seda. Su mente pudo volver a lo que de veras importaba.
Estaba muy preocupado. Los ataques de Inés de Ubach eran demasiado violentos, amenazaban con fracturar su endeble sistema neurológico. Y el descontrol de los esfínteres encerraba una mala noticia. Sugería que el útero crecía de tamaño, y que presionaba la vejiga y la uretra, además de la vagina y la vulva. La medicación vasodilatadora no había hecho efecto. La paciente no había evacuado una sola molécula de sangre. Por otra parte, la intensidad y frecuencia de los ataques de lascivia aumentaban. En cada una de sus visitas él recibía el obsequio de espectáculos inéditos cuya originalidad también progresaba en consonancia. La enferma ya no se contentaba con la excitación de las partes erógenas comunes a todo el sexo femenino, ahora también se estimulaba áreas histerogéneas personalizadas: la cintura, la zona posterior de los pechos, el dedo gordo del pie izquierdo.
En la correspondencia fluida que mantenía con el señor De Ubach mencionaba el asunto con tacto exquisito, usando el eufemismo apuntado ya en el primer diagnóstico: delirio sensorial. A la gobernanta inglesa jamás le habló de tan vidriosa materia, se limitaba a darle órdenes expeditivas. Más allá de los hechos que se desplegaban frente a sus propios ojos, no indagó. Nunca la interrogó. Tampoco se preguntó qué sucedía en su ausencia, durante las largas vigilias que miss Lucy vivía a solas con su pupila. De haberlo hecho se habría llevado una genuina sorpresa.
Seguía teniendo muy presente el cinturón de castidad modelo diecisiete que había alegrado las postreras jornadas terráqueas de su madre, además de proveer con esparcimientos sin fin a la comarca (aunque él siguiera ignorando ambos festejos). En honor a la verdad, no osaba echar mano de él. Su fervor por la causa era incuestionable. Suspiraba por experimentar con aquel último grito en ortopedia. Sin embargo, una vocecita interior le advertía que León de Ubach jamás transigiría con algo semejante.
El zumbido de alerta no era nuevo. Había estado allí cuando su aliento humedecía, una tras otra, las páginas del catálogo. Cuando, ya elegido el modelo, lamía con gorronería la goma de la solapa que sellaría el sobre. Y también al depositar, estremecido de exaltación anticipada, la misiva sobre el mostrador de la oficina de Correos. Cabría entonces preguntarse el porqué de un gasto que sabía a priori inútil. Ni él hubiera podido explicarlo. Su alma gozaba del mismo derecho a las profundidades insondables que la de cualquier otro ser humano. El artefacto, cuyo destino final era la pelvis de aquella yegua esbelta y sobresaltada, seguía reposando en su estuche parisino. Un derroche lamentable. No obstante, el objeto le pertenecía. Y le bastaba con imaginar a la paciente encapsulada en su interior para sentir que la vida merecía la pena.
Pero el tiempo jugaba en su contra. Inés empeoraba a ojos vistas y él ya había transitado todas las veredas dictadas por el protocolo médico. Todas, menos una. El tratamiento que se disponía a administrar hoy, considerado por algunos como desiderátum en la curación de la amenorrea, era un último cartucho. Si con él no se liberaban los excesos de sangre agolpada, entonces sólo restaría la extirpación del útero. El industrial no tendría más descendencia, pero a cambio recuperaría una vida social y marital razonable.
Samuel era previsor. En consecuencia, ya barajaba la hipótesis de la histerectomía. La operación exigiría un inmenso esfuerzo. Y, llegado el caso, haría de él un pionero, al menos en su demarcación. Una idea magnética que le remontó a fase efervescente. Casi deseó que el nuevo tratamiento fracasara.
Llamó a la campanilla con un tirón tan enérgico que hizo peligrar el cableado del artilugio. Elena le franqueó la entrada con aprensión. Después contó, a quien quiso escucharla —básicamente Juana y el carbonero—, que tenía una brasa encendida en el fondo de cada ojo, lo cual delataba al licántropo. Y, en la misma línea, que su respiración era como el aullido del viento silbando en una cordillera infectada, perdón, infestada de lobos cuando en las noches de otoño restallaba la tempestad en las cumbres nevadas. No le faltaba aliento gótico a la chiquilla.
Pero es un hecho que el médico emprendió la travesía del vestíbulo prescindiendo de los buenos días o de cualquier otra formalidad. En una mano llevaba el nuevo maletín, con la otra asía un aro metálico del que colgaba un bulto cilíndrico, similar a una de esas campanas de cristal que protegen los ramos decorativos de plantas secas y conchas, y que sirven de morada a santos caseros. Lo tapaba una funda de tela roja. ¿Qué sería?
La mirada de miss Lucy convergía en el mismo punto y se hacía idéntica pregunta, aunque con muchísimo más desasosiego que curiosidad. Venía de la cocina y, al igual que la criadita, había detectado un refuerzo en la expresión del médico. De joven, la institutriz había leído determinaciones similares en los predicadores y visionarios que deambulaban por los páramos, imponiendo su gravamen de espanto al del dolor, cuando la región sufría el azote de pestes y hambrunas. Solían andar con la pelambrera despeinada y sucia, por rala que fuera siempre daba asco. El doctor, además, debía de haber dormido con el traje puesto, lo tenía apelotonado en diversas partes. Y llevaba el chaleco salpicado de detritos comestibles, algunos fosilizados, otros recientes. Tampoco cabía la menor duda de que la noche anterior había bebido, el olor a barrica podrida tumbaba.
Una nube de alcohol doblemente fermentado se fue esparciendo por el vestíbulo conforme la figura tumescente avanzaba por el damero bicolor. Al llegar a la escalera, Samuel empezó a resollar de modo penoso y sus jadeos se intensificaron peldaño tras peldaño. Una fracción del desayuno, emplaste de mantequilla y bizcocho empotrado en su pechera, cobró vida y palpitó a tenor del ritmo cardíaco. De hecho, la taquicardia era tan aguda que el reloj metido en su chaleco, acoquinado por la salvaje competencia, prefirió abandonar la carrera antes que entregar mal las horas. Se paró en seco. Marcaba las nueve y veintisiete.
Miss Lucy ascendió tras el galeno manteniendo una distancia de seguridad. No hubiera sabido precisar en qué se concretaría su nueva locura pero sí que se hallaba bajo aquella funda roja. Era de terciopelo asedado y untuoso, un tejido raro.
Elena ya no regresó a la cocina ni a sus tareas insulsas, con la que se avecinaba. Se aproximó al pie de la escalinata y levantó el rostro hacia el cielo raso, lista para ser fulminada por cualquier acontecimiento proveniente de las alturas. Oyó cómo se abría y cerraba una puerta, el doctor se habría metido en el cuarto del ama enferma. La
miss
había desaparecido de su campo de visión. Sigilosa, se atrevió a subir unos cuantos escalones, aunque sin doblar la curva, hasta que la avistó de nuevo. Estaba aguardando, muy envarada, donde moría la barandilla. Pasaron unos minutos eternos, el silencio reventaba de expectativas. Se oyó, suave y lejano, el croar de un par de ranas en diálogo amistoso. Luego, un alarido escalofriante barrenó el agujero de la escalera y se le vino encima empapándola de espanto. El grito clamaba algo ininteligible y provenía de la garganta del ama. Se repitió varias veces, cada vez más fuerte, más articulado y desesperado. Era un voceo que imploraba, formado por monosílabos de negación. No, eso no, no, eso no, eso no, suplicaba el estribillo.
La
miss
había vuelto a desaparecer de su radio visual al primer chillido. La oyó aporrear la puerta, llamando a la señora por su nombre de pila y exigiendo al doctor que la dejara entrar. Tras muchos golpes, peticiones e incluso puntapiés, la voz gangosa del médico atronó desde las profundidades del cuarto. Con la barahúnda no entendió sus palabras pero el timbre era el de uso normal para mandar a freír espárragos. Y, entretanto, proseguía el rosario de súplicas del ama. Aumentaba en desgarro pero no en volumen. La voz se estaba debilitando.
Llegados a este momento del drama, sintió una presencia a sus espaldas. Andaba medio columpiándose en el borde del peldaño y casi rodó escaleras abajo del susto. Pero el fantasma sólo era Juana. Estaba tras ella, había deslizado una mano congelada en la suya y tenía la cara enharinada de pavor. Le preguntó por la cocinera. Verduras, huerto, musitó la respuesta. Lo sensato hubiera sido ir a por ella sin más dilaciones, y las dos se lo exigieron mediante señas y codazos. Pero ninguna se mostró dispuesta a abandonar su puesto de vigía. Tampoco querían separarse. El ansia de emociones las ganaba, se quedaron.
Lo siguiente fue el sonido de un metal golpeando el suelo. La
miss
debía de haber forcejeado tanto con el tirador de la puerta que se habría soltado, dedujeron. Y llevaban razón, porque en seguida la vieron correr por la parte superior de la escalera. Iba disparada hacia el cuarto de la nodriza. Seguro que intentaría forzar la entrada al cuarto rojo desde esa habitación, y si el doctor no había pasado el pestillo lo conseguiría.
Emprendieron el ascenso con las manos entrelazadas y los ocho nudillos blancos de tensión. Estaban a media curva de la escalera cuando oyeron una nota cavernosa y espeluznante, que al instante identificaron como de ultratumba. Venía del dormitorio del aya y era difícil asociarla con su mesurada gobernanta. Pero en la habitación sólo estaba ella. Así que tenía que ser ella y ahora había motivos para pasar a la acción sin que nadie las tildara de entrometidas. Brincaron, zampándose los últimos escalones patricios en un suspiro. Se precipitaron en el cuarto del aya, a tiempo de ver como se plegaba y derrumbaba la falda gris. La
miss
se las compuso para caer medio de costado y no desnucarse. Pero no hubo posibilidad de frenarla, ni amortiguar el despeñe. El ruido que hicieron los parietales de su cabeza al chocar contra el entarimado resonó por el espacio celeste constelado de golondrinas. No volverían, contrariamente a lo que dijo, muy mal (dijo), el poeta.