—En ese caso, no tienes por qué hacerlo —repuso, quitando importancia a mi objeción—. Bres tampoco hacía nada. Es un cargo simbólico, pero los Fae opinan que alguien debe desempeñarlo.
—Entiendo. ¿Y dónde tendría que estar para desempeñar satisfactoriamente ese cargo simbólico?
—En Tír na nÓg, por supuesto.
Por fin le dio un sorbo a la cerveza que había pedido.
—¿No puedo quedarme aquí, si no tengo nada que gobernar?
—Tendrás otras obligaciones —contestó en uno de esos arrullos de tres voces que me derretían por dentro.
—Pero a mí me gusta bastante este plano. Constantemente se producen cambios y avances y hay gran cantidad de conocimientos que absorber.
—Es fácil, puedes probar todas esas cosas cuando quieras, haciendo viajes cortos al plano mortal tantas veces como desees. Pero si te conviertes en mi consorte, vivirás experiencias mucho más estimulantes que los juguetitos de tecnología punta. Participarás en misiones con dioses de todo el mundo, tendrás ocasión de contemplar maravillas y visitarás todos los planos en mi nombre.
—¿Y mi aprendiza? ¿Y mi perro? Ellos no pueden ir a Tír na nÓg.
¿Qué? Oye, eso no suena bien.
—Podemos encontrarle un sitio a
Oberón
. —Brigid sonrió—. Lo de tu aprendiza resultaría más complicado, porque al ser mortal siempre correría el peligro de caer víctima de los Fae más maliciosos. Tír na nÓg no sería un lugar agradable para ella y dudo que lograra sobrevivir mucho tiempo. Pero no ha sacrificado mucho. En tan pocas semanas no ha podido aprender ninguno de nuestros misterios. Págale por el tiempo que ha invertido y listo.
—No es tan sencillo. Le he dado mi palabra de que le daría la formación completa.
—Pues tráela si tienes que hacerlo. Yo no puedo garantizar su seguridad.
—Pero ¿puedes garantizar la mía y la de
Oberón
?
Brigid se encogió de hombros.
—No hace falta. Tú sabes cuidar de ti mismo.
Mmm
.
Sí, amigo, ya lo sé. Ya hablaremos más tarde.
—
Es la oferta más generosa que pudieran hacerme y, al mismo tiempo, totalmente inesperada —dije dirigiéndome a Brigid—. Convertirse en el consorte de su propia diosa supera las ambiciones de cualquier hombre. He de reconocer que en este momento no estoy preparado para darte ninguna respuesta, pues hay demasiadas cosas en juego, y sería una irresponsabilidad por mi parte decidir algo sin antes haber estudiado concienzudamente todas sus repercusiones.
—Qué formal. —Brigid sacudió la cabeza—. Debo de haber hecho que parezca una transacción comercial. No has entendido lo que quería decir.
Dejó su cerveza en la mesa de la cocina y se acercó a mí. Me palpó por debajo del cinturón con una mano, pero la apartó decepcionada.
La expresión de Brigid se ensombreció.
—¿Cuál es el problema, Atticus? ¿No me encuentras atractiva? ¿No te parezco deseable?
¡Oh, osos enormes! ¡Teletranspórtale, Scotty! ¡Ahora!
—No es eso, en absoluto —dije, aclarándome la garganta incómodo mientras le recordaba a
Oberón
que Brigid podía oírlo—. Es sólo que ahora mismo estoy muy, muy cansado. De hecho, estoy agotado. Y aunque podría hacerte cualquier otro favor, no puedo hacer… eso. Ahora mismo, quiero decir. Dentro de un rato estaría muy bien. —Asentí, con una sonrisa—. Sería magnífico, a decir verdad.
Brigid arrugó la nariz. La oí olfatear un par de veces y de repente retrocedió y me desgarró la camiseta por delante, lo que dejó al descubierto los arañazos y las magulladuras causadas por mi ejercicio matutino. Brigid se puso roja y casi se le salen los ojos de las órbitas a medida que asimilaba la prueba de mi devaneo con su rival.
—¡Lo sabía! —gritó—. ¡Te has acostado con ella! ¡Eres el títere de Morrigan!
Y ésa fue la única advertencia que me hizo antes de desatar su furia abrasadora sobre mí, en el sentido más literal posible. El fuego salió disparado de sus dedos y la palma de sus manos para carbonizarme en mi propia cocina. No me quemó a mí directamente, gracias a mi amuleto, pero tuvo un efecto diferente al del fuego del infierno del ángel caído. Mientras que con el fuego del infierno sentí un estallido de calor y después se apagó sin más consecuencias, esta bola de fuego se canalizó directa hacia el hierro frío que descansaba sobre mi pecho y me provocó una quemadura muy dolorosa, como me había pasado con el maleficio alemán un par de días antes. Más adelante tendría que cavilar sobre ese misterio. Es ese momento, tenía un amigo al que proteger, una herida que curar y muchos fuegos que extinguir.
¡Oye, no puedes venir a luchar contra mi Autoridad!
, ladró
Oberón
.
Por eso quería que te quedaras detrás de ella. Todavía no ataques, estoy bien.
Desenvainé Fragarach, haciendo una mueca de dolor al quemarme las manos con el metal, y apunté a la garganta de Brigid.
—Freagróidh tú! —
grité.
—¡No! ¡Suéltame ahora mismo! —me exigió ella con otro grito.
Intentó moverse, pero lo único que lograba era retorcerse. Estaba atrapada en el resplandor azul de un hechizo que habían creado siglos atrás sus propios hermanos.
—¿Me estás dando una orden? ¿Hace un momento intentabas cocinarme a la brasa y ahora pretendes que te obedezca? Lo siento, pero las cosas no funcionan así. Y fuiste tú quien dijo que yo podía empuñar esta espada.
—¡Dijiste que nunca la empuñarías contra mí! —repuso, ardiendo de indignación.
—Cierto —admití—, pero eso fue antes de que intentaras matarme.
Desvió la mirada para buscar a
Oberón
.
—Suéltame ahora o…
Se quedó callada cuando hice presión con Fragarach en el hueco que tenía entre los huesos de la clavícula.
—Trata de entenderme, Brigid: si alguna vez haces daño a
Oberón
, tu muy larga vida llegará a su fin justo después. Sabes que puedo moverme entre planos a mi antojo, no puedes huir a ningún sitio a donde no pueda seguirte.
—¿Te atreves a amenazarme, a amenazar a una invitada en tu propia casa?
—Te saltaste todas las normas al perder los estribos. Así que tú y yo vamos a tener una bonita y larga charla, y Fragarach se encargará de garantizar que no me engañas.
Atticus, los armarios están ardiendo detrás de ti.
Gracias, amigo.
—Antes, dedica un momento a apagar el fuego que has provocado, por favor —dije a Brigid.
—¿Por qué no iba a dejar que se quemara toda la casa?
—Porque eso sería de muy mala educación, cuando para ti es muy sencillo apagarlo. Por favor, apaga el fuego para que podamos hablar con calma.
—¿Con calma? —dijo Brigid con desprecio—. ¿Con una espada en el cuello?
—Tú ganas. Pero no habría sido necesario si te hubieras contenido. Te lo pediré por las buenas una vez más: ¿apagas el fuego?
—¿Qué será lo siguiente? ¿Torturas, si me niego?
—No, yo no soy la Inquisición. Encontraré otra manera de apagarlo si tú no lo haces. —Fragarach no podía obligarla a actuar, sólo a dar respuestas. Tenía un extintor en el garaje y no me quedaría más remedio que arrastrarla hasta allí y luego volver, si no accedía.
La diosa del fuego hizo una mueca, pero se concentró en algo que estaba detrás de mí y gruñó en irlandés:
—Múchaim. —
Después volvió a centrarse en mí y añadió—: Ya está.
¿Está?
, le pregunté a
Oberón
.
Sí, ha apagado el fuego.
—Claro que lo he hecho —dijo Brigid, recordándonos que podía oír a
Oberón
.
—Gracias. —Asentí, mientras el humo subía en volutas al techo—. ¿Nos sentamos?
Moví la espada despacio, para permitir a Brigid que fuera arrastrando los pies hasta una silla junto a la mesa de la cocina, con movimientos poco elegantes, y después la bajé los milímetros necesarios para que pudiera sentarse. Yo me senté enfrente, apartando su cerveza del medio.
—Perfecto. Ahora vamos a repasar lo que ha pasado aquí, ¿de acuerdo? Te has presentado sin haber sido invitada y yo te he recibido invitándote a pasar. Te ofrecí que tomaras algo y aceptaste. Me hiciste una propuesta y yo te respondí que lo pensaría. Me arrancaste la camiseta y después intentaste matarme. Y ahora te pregunto: ¿qué parte de esa secuencia de acontecimientos viola todas las normas de hospitalidad que nuestra raza conoce?
—No has mencionado la parte en la que tú fornicas con Morrigan.
—No sucedió mientras tú estabas aquí. Responde a mi pregunta.
Hosca, Brigid repuso:
—La parte en la que te arranqué la camiseta ha sido una violación menor de las costumbres de hospitalidad.
—Estamos haciendo unos progresos magníficos —comenté con entusiasmo—. ¿Qué me dices de que intentaras matarme? ¿No es también eso un comportamiento muy poco cortés en un invitado?
—Sí, en el sentido más estricto. Pero ¡me diste un motivo!
—No, Brigid, no te di ningún motivo. Si primero hubiera accedido a ser tu consorte y después hubiera fornicado con Morrigan delante de ti, con Def Leppard como música de fondo, habrías tenido un motivo para incinerarme al instante. Pero soy un hombre libre y lo que has hecho no tiene justificación. Y, aparte de eso, no entiendo por qué has actuado como una niñata a la que acaban de dejar plantada. No ha sido a consecuencia de los celos, ¿verdad?
—No —dijo Brigid—. No me movían los celos.
—Ya me parecía a mí. ¿Y tu propuesta de que me convirtiera en tu consorte se debe a que sientes un afecto sincero por mí?
—No.
—Por supuesto que no. Antes de que lleguemos a la verdadera razón por la que me pediste que fuera tu consorte, me gustaría responder a tu acusación. Si de verdad yo fuera «el títere de Morrigan», tal como has dicho, ya podría haberte matado, y en realidad debería haberlo hecho y lo habría hecho. Ahora mismo no estaríamos hablando sobre si estoy sometido a su voluntad o si su aparición aquí formaba parte de un complot malvado para usurparte el poder.
—Entonces, ¿qué hay entre vosotros? —quiso saber Brigid.
—Me regeneró la oreja —dije, toqueteándome el lóbulo—. Magia sexual.
Brigid se estremeció.
—No sabía que la hubieras perdido. Nadie me lo había dicho.
—Pues sí. La perdí en las montañas Superstition, cuando fui a matar a Aenghus Óg por ti. Y ahora que sale el tema, ¿tú le dijiste a Flidais que secuestrara a
Oberón
para asegurarte de que me presentaba?
La diosa suspiró.
—Sí.
Grrr. ¿Sabes?, ya no me pareces tan simpática como al principio.
—No podría estar más de acuerdo,
Oberón
—dije yo—. Brigid, quiero que te pares a pensar lo que has hecho aquí. Soy el último hombre en este plano que te adora a la antigua usanza. Celebré en tu honor todos los ritos en Samhain, un par de noches atrás.
—Sí, pero hiciste lo mismo por Morrigan.
—¡Tal como debía! Y por Ogma. Y por Manannan Mac Lir y por todos los demás. Porque son mis dioses, igual que lo eres tú. Y para que ahora me trates así, después de milenios de creer en tu bondad, en tu belleza y en tu pureza de espíritu. ¿Y todo por qué? Vamos a dar con esa respuesta ahora. En realidad, ¿por qué querías que fuera tu consorte?
—Quiero el secreto de tu amuleto. En Tír na nÓg puedo estudiarlo mejor.
—¿Ése es el único motivo?
—No. También quería desbaratar los planes de Morrigan.
—¿Desbaratar el qué? Para ti eso es más importante, ¿no?
—Sí. Ella desea ser la suprema en Tír na nÓg y está utilizándote para conseguirlo.
—Tú no eres mejor —apunté—. Deseas ser la suprema y me utilizarías de la misma forma. Estoy molesto con ambas. ¿Y sabes lo que más me duele de todo esto?
¡Suéltalo!
—Que bajaras de tu pedestal de esa forma tan clara. Ni siquiera puedo tener una auténtica crisis de fe y vacilar entre la imagen de la perfección y mis ilusiones hechas añicos, porque no has dejado ni un resquicio de duda de que no hay nada de divino en tu naturaleza. ¿No ves cómo te has rebajado, o te empeñas en pensar que actuaste justamente al intentar matarme? Espera, no respondas todavía. —Había una incógnita que tenía que resolver—. ¿Por qué intentaste matarme con fuego?
Brigid se encogió de hombros.
—Porque suele funcionar.
Esa respuesta, dada bajo los efectos de un hechizo que no permitía el engaño, me decía que Brigid todavía no sabía nada sobre mi trato con Morrigan, pues de lo contrario ni siquiera habría tratado de matarme. De todos modos, su forma de actuar era desconcertante.
—Pero sabías que mi amuleto me protege de la mayor parte de la magia. ¿Lo habías olvidado?
—No. Es sólo que no creí que fuera tan potente como para oponerme resistencia a mí.
—Ajá, pensaste que tu magia era más fuerte que la mía.
—Sí.
—Cuando los mortales se sienten demasiado orgullosos de sus capacidades, se llama arrogancia. No creo que haya una palabra para cuando les pasa eso a los inmortales. —Me miraba impasible, sin signos de arrepentimiento—. Veamos. ¿Qué vas a hacer cuando te libere de Fragarach?
No quería contestar de ninguna manera y tuve que esperar hasta que el hechizo la obligó a hacerlo.
—Voy a arrancarte el amuleto del cuello y cuando estés desprotegido te envolveré en llamas.
¿Qué? ¿Así, sin más?
Suspiré. No podría arrancarme el amuleto, pero no importaba tanto eso como las intenciones que confesaba.
—Bueno, eso nos deja en una posición muy incómoda, ¿no crees? Yo preferiría que los dos siguiéramos con vida y encontráramos la forma de despedirnos amistosamente. Dime, Brigid, ¿por qué crees que debo morir?
—Sigo pensando que eres el títere de Morrigan. Y me has humillado.
—Yo no soy el títere de nadie. Voy por libre. Y si sientes algún tipo de humillación, sin duda lo mereces, porque tu comportamiento es inexcusable. Ya hemos dejado claro que fueron tus acciones, y no las mías, las que violaron las normas de hospitalidad. Te comportas como una niña malcriada y no estás aceptando la responsabilidad de tus acciones, como uno de esos malditos dioses olímpicos. Y me gustaría señalar que no te has puesto en evidencia en público. Nadie sabe lo que has hecho. Puede ser nuestro secreto, y yo creo que éste es un problema que podemos solucionar. ¿Qué dices? ¿Estás dispuesta a negociar la paz o estás decidida a que yo muera por unas ofensas imaginarias?