—Impresionante. ¿Y eso dices que pasó hace dos días?
—Sí, eso es.
—No tuve ninguna premonición de que fueras a morir en esos días. —Sacudió la cabeza despacio, asombrada—. Estabas completamente protegido.
Me pregunté si también creería que estaba completamente protegido de las bacantes la noche anterior. Y entonces me pregunté si volvería a tener premoniciones sobre mi destino, ahora que se había comprometido a no llevarme nunca.
—Bueno, la quemadura fue una auténtica tortura. Como estar de público en la función de fin de curso de unos niños de diez años que intentan representar una obra de Wagner.
Morrigan no hizo caso de mi comentario.
—Pero tienes los medios para ocuparte de eso. Nunca llegaste a estar en peligro mortal. Y también te protege del fuego del infierno.
—Sí, incluso si lo lanza un ángel caído.
—¿Cómo ligas el hierro frío a tu aura? ¿El hierro no opone resistencia a tu magia?
—No cabe duda de que ésa es la parte más delicada. Después de tener la idea en el siglo
XI
, me pasé un par de décadas intentando hacerlo yo solo, pero no podía porque pasa lo que tú dices: el hierro frío se pitorrea de todos los intentos de modificarlo. Necesitas la ayuda de un elemental de hierro. En resumen, tienes que hacerte amiga de uno, porque a ellos también les supone mucho trabajo. Como te dije antes del asunto con Aenghus Óg, sólo el proceso de protección me llevó tres siglos.
Morrigan maldijo en esa lengua protocelta suya y sus ojos se inyectaron en rojo.
—¡Yo no soy una diosa de la forja! ¡No tengo ninguna habilidad con el hierro, y tampoco haciendo amigos!
—Tal vez podrías enfocarlo como una oportunidad de crecimiento personal, en vez de como un obstáculo. Como diosa de la muerte, supongo que hacer amigos no tiene sentido para ti, ya que tarde o temprano te los deberás llevar a todos. Pero también puedo guiarte a lo largo de ese proceso. No es tan difícil.
—Sí que lo es.
—Con todos mis respectos, no estoy de acuerdo. A los elementales de hierro les gusta comer criaturas feéricas. Seguro que puedes hacerte con unas cuantas.
—Eso es muy fácil —convino, asintiendo con la cabeza—. En Tír na nÓg se multiplican como ratas.
—Perfecto. Pues cuando el elemental de hierro te dé las gracias por las criaturas feéricas y sugiera que eres amable o agradable por haberle ofrecido un aperitivo tan sabroso, no le respondas con una amenaza violenta. En vez de eso, sonríe y contesta que no es nada. Incluso puedes comentarle que a ti te gusta tomarte un cuenco de helado de vez en cuando, y que te imaginas que para ellos las criaturas feéricas deben de ser algo parecido a los helados.
La cara de Morrigan sufrió una transformación curiosa. Las dos cejas se unieron en una y el labio inferior amenazaba con ponerse a temblar, pero después frunció el entrecejo y el brillo carmesí de su furia volvió a iluminarle la mirada. Tan pronto como apareció, se apagó, y la incertidumbre se apoderó de sus rasgos una vez más. Bajó la vista hacia la mesa, con el pelo de ala de cuervo tapándole la cara, y habló desde detrás de esa cortina negra:
—No sé hacer eso. Hacer amigos no va conmigo. La amabilidad no es un rasgo de mi carácter.
—Tonterías. —Palpé las formas perfectas de mi oreja derecha—. Aquí está tu amabilidad, en carne y hueso. La generosidad irlandesa crece dentro de ti, Morrigan.
—Pero eso fue sexo. No puedo practicar sexo con un elemental.
«Qué suerte tienen los elementales», pensé para mis adentros.
—Eso es verdad, pero hay otras formas de ser amable con la gente, y estoy seguro de que lo sabes. Creo que el problema es que nunca permites que la gente te corresponda con más amabilidad. Te diré qué vamos a hacer: te prepararé para que te hagas amiga de un elemental. Puedes practicar conmigo todas las dificultades que supone entablar una amistad. Sería un honor ser tu amigo.
Morrigan se levantó de golpe de la silla y volvió a meter los meteoritos de hierro en el saco de piel con movimientos bruscos, con la cara escondida detrás del pelo todo el tiempo.
—Gracias por el sexo, la comida y las instrucciones —me dijo con mucha formalidad—. Has sido el más gentil de los anfitriones. —Cerró el saquito apretando fuerte el cordón de piel—. Iré a ver a Goibniu y volveré cuando tenga los amuletos.
Sin decir una palabra más, adoptó la forma de cuervo allí mismo, sobre mi mesa, agarró el saquito con las garras y salió volando por la puerta trasera, que se abrió sola para dejarla salir.
Pasé unos treinta segundos pensando que Morrigan se había marchado con tanta prisa porque se estaba poniendo un poco
verklemmt
por mi ofrecimiento de ser amigos. Tendría que conocerla mejor.
Me sobresalté al oír un golpe suave en la puerta y
Oberón
ladró tres veces, antes de anunciar:
Es Brigid. Me ha saludado.
¿Brigid está en la puerta?
En mi voz se reflejó una nota de pánico que hizo reír a mi perro, porque sabía tan bien como yo que justo en ese momento no podía abrir la puerta. Todavía estaba desnudo y sólo me había recuperado en parte del abuso de Morrigan; y entonces me di cuenta de que eso era justo lo que quería la diosa de la muerte. La secuencia de aquellas visitas no era una casualidad. Una vez más, iba a la zaga de las maquinaciones de las diosas y tenía que tratar de averiguar cuáles eran sus verdaderas intenciones. Hacía unas pocas semanas, ambas habían jugado conmigo a las mil maravillas para alcanzar sus propios fines y ahora la historia se repetía. Tendría que haberle preguntado más cosas a Morrigan sobre la guerra civil de Tír na nÓg, porque eso tenía algo que ver con la repentina aparición de Brigid, tan seguro como que el culo de las ranas es impermeable.
—Bueno, sé cómo conseguir algunas respuestas —dije mirando la puerta, mientras me apresuraba hacia la habitación.
Oberón
me recibió allí meneando la cola.
¿Respuestas a qué?
A todas mis preguntas
, repuse, poniéndome deprisa unos pantalones cortos tipo militar de color caqui y una camiseta verde de algodón. Volvieron a llamar a la puerta, sin tanta delicadeza como antes; se distinguía perfectamente un toque impaciente en su forma de golpear la madera.
Mira, es obvio que puede oír tus pensamientos, así que quiero que te quedes callado, te vayas al salón y esperes allí. Y cuando entre, quiero que te quedes detrás de ella todo el rato
.
¿Por qué?
Hazlo sin más, por favor
, contesté con brusquedad, y al momento lamenté mi tono autoritario.
Normalmente me gusta discutir las cosas con
Oberón
. Es muy bueno en el toma y daca. Pero en este caso no entendía lo que estaba en juego y no podía explicárselo en ese momento, con Brigid escuchando todo lo que él decía.
Vale
.
Oberón
salió de la habitación arrastrando la cola mustio y yo también me sentí un poco deprimido. Pero para que aquello saliera bien, Brigid no debía sospechar nada. No sabía si seguiría adelante siquiera, pero tenía que estar preparado. Cogí Fragarach de la cómoda y me crucé la funda a la espalda. Después, corrí hacia la puerta delantera.
Brigid me dedicó una sonrisa cuando abrí y fue como en uno de esos anuncios cutres que ponen en los partidos de fútbol: de forma misteriosa aparece una sensual mujer de una belleza increíble, prácticamente desnuda; una ráfaga de viento que proviene del otro lado de la cámara le revuelve el pelo dándole un aire salvaje; la chica le hace un mohín sexy al típico don nadie con el mentón hundido y él deja de pensar que ella jamás se interesaría en él porque tiene una cerveza helada en la mano. En este caso, era casi seguro que el viento misterioso lo provocara Brigid y el aire traía hasta mí su olor, que era justo como lo recordaba: leche y miel y bayas maduras. Mierda.
A ver, yo no soy el típico don nadie y está más que claro que no tengo el mentón hundido, pero los anuncios de cerveza me afectan como a cualquier hijo de vecino, aunque sólo sirvan para vivir indirectamente la típica fantasía adolescente masculina. Las chicas de esos anuncios no se acercaban ni de lejos siquiera a la diosa real y de carne y hueso que me encontré en la puerta.
Era como si Brigid acabara de salir de las páginas de
Heavy Metal
. Se cubría con varias capas de un tejido azul transparente que se ataba o fruncía de tal forma que apenas ocultaba las partes más sexys de su cuerpo, y que al mismo tiempo siempre dejaba entrever algo tentador a través de la tela. En el cuello llevaba un aro de oro y otro le resaltaba el bíceps izquierdo. Unos cordones exquisitos de metal trenzado le adornaban las muñecas. Le abrazaban la cintura varias cadenas finas de oro. La melena pelirroja le enmarcaba el rostro entre ondas suaves al estilo de Jessica Rabbit y aquí y allá tenía trenzados hilos de oro. ¿Y esa cara de «ven aquí» que ponía frunciendo un poco los labios y mirándome con los ojos entornados? Vaya si lo tenía dominado. Las señoritas de los anuncios de cerveza pueden molar, de eso no hay duda, pero cuando una diosa está dispuesta a hacer un esfuerzo, nadie le llega ni a la suela de los zapatos.
Brigid se acercaba mucho más a mi tipo que Morrigan. Para empezar, no comía a gente muerta y era ella quien alentaba las llamas de la creatividad y la pasión en el corazón de todos los irlandeses. Pero incluso aunque hubiera querido dar a Brigid lo que ella había venido a buscar —y no tenía muy claro que quisiera—, me di cuenta de que Morrigan se había asegurado de que no pudiera.
El sentido de la visita de Morrigan cambiaba ahora que tenía a Brigid delante. Nunca habían sido antagonistas, pero tampoco amigas. Entre ellas había un respeto muy sano y quizá una envidia no tan sana, una rivalidad entre iguales para ver quién podía distinguirse. No se habían lanzando una al cuello de la otra por Aenghus Óg y su conspiración, pero ahora que se había producido una purga en Tír na nÓg tal vez estaban atacándose y yo era un trofeo o el medio para algún otro fin. «El sexo salvaje, la oreja, la segunda tortilla… ¡todo formaba parte de las maquinaciones maquiavélicas de Morrigan!»
Atticus, sabes que puedo oírte cuando te quedas pasmado, ¿verdad? Suenas como un druida desconcertado deliberando sobre los dudosos designios de una deidad.
—Bienvenida, Brigid. Me has dejado sin palabras —dije, antes siquiera de que
Oberón
hubiera terminado de burlarse de mí.
La diosa debía de estar preguntándose en qué estaba pensando.
—Atticus —me dijo en un arrullo. Y lo digo en serio: me habló en un arrullo. Brigid no sólo daría una paliza a Hank Azaria imitando voces, sino que también puede hacer varias voces al mismo tiempo. Ella sola puede cantar una armonía de tres voces. Resulta muy útil cuando está entonando dulces baladas como diosa de la poesía, pero en ese momento vi, o más bien sentí, que también podía aprovecharse para otros fines—. Espero no haber venido en mal momento —añadió con una voz que evocaba las rosas silvestres, el caramelo y la seda.
Me hizo sentir calor por dentro pero me estremecí por fuera, como un diapasón tembloroso envuelto en chocolate caliente.
—Claro que no. Sería un honor que entrases.
Me aparté a un lado y le hice un gesto para que pasara, de nuevo en el papel del anfitrión de la Edad de Bronce.
—Gracias —susurró al deslizarse dentro, una visión resplandeciente de suaves azules e intensos dorados. «Mierda.»
Paseó la mirada por mi salón.
—Tienes una casa moderna muy interesante.
—Gracias. ¿Puedo ofrecerte algo después de tu largo viaje desde Tír na nÓg.
—Cerveza. Si tuvieras, sería magnífico.
—Ahora mismo.
Me dirigí rápido hacia la cocina, haciéndole un gesto para que me siguiera, y saqué un par de latas de Newcastle de la nevera, que estaban escondidas detrás de las Stella. Me dio las gracias cuando le di una, y después añadió:
—Ha habido muchas revueltas en Tír na nÓg desde que diste muerte a Aenghus Óg. Sus aliados acabaron rebelándose y no me quedó más remedio que dedicar un tiempo a aniquilarlos. ¿Puedes creer que también lanzaron una guerra de propaganda?
Asentí.
—Me lo creo. ¿Qué tonterías soltaron?
—Entre todas sus quejas, destacaba la de que carezco de consorte —dijo Brigid con un resoplido—, como si Bres hubiera hecho algo útil o provechoso en toda su larga vida. Lo único que hacía era estar ahí sentado muy guapo. Era un hombre bello —suspiró y después frunció el entrecejo— y un villano.
En lo que a Bres concernía, yo no tenía nada que decir. Lo había matado yo, y ahí estaba su viuda: en mi cocina, echando un poco de mierda en su memoria y vestida para una sesión de cama legendaria. Ni siquiera me salió un gruñido poco comprometido. Ningún manual de etiqueta dice qué hay que hacer en estos casos, así que me limité a echar un buen trago de cerveza.
—Pero tú no eres un villano, ¿verdad?
—Sería maleducado por mi parte que respondiera que sí, si lo planteas así.
Rió mi chiste malo con mucho entusiasmo, y por fin entendí lo que quería decir Chris Matthews cuando declaró en una cadena nacional que sentía una emoción que le subía por las piernas. No se me ocurrió nada mejor que echar otro buen trago para disimular mi reacción.
—No, tú no eres un villano. Y además tienes sentido del humor. Bres no lo tenía. Por eso creo que tú deberías ser mi nuevo consorte.
Escupí la cerveza sobre el linóleo, como si fuera un aspersor.
¡Ja! Vas listo si piensas que voy a lamer eso
, dijo
Oberón
.
—Vaya, lo siento, debo de haberte sorprendido —se disculpó Brigid.
Levanté los dedos índice y pulgar, con un par de centímetros de distancia entre ellos, y admití:
—Un poco.
—Supongo que suena extraño, pero, al igual que los Tuatha Dé Danann, has dado con el secreto de la eterna juventud. Eres más poderoso de lo que nunca llegó a ser Bres y has demostrado estar a la altura, qué digo, ser superior a dos de nosotros. Con mi aquiescencia y protección, nadie cuestionará tu derecho a gobernar junto a mí, y es evidente que nadie cuestionará mi derecho a elegir a quién me llevo a la cama.
Pasando por alto el final tan peligroso de la frase, me concentré en la primera parte:
—Perdóname, Brigid, pero mi ambición nunca ha sido gobernar a nadie.