Hal y yo abrimos un par de Stellas, entrechocamos las botellas y brindamos por el magnífico engaño.
Oberón
recibió unas golosinas extra por su interpretación de perro dócil y, cuando fui a ver mi colección de DVD, descubrí que la agente me los había ordenado alfabéticamente. Logré sentirme bien durante tres minutos enteros, antes de que me sonara el móvil.
—Atticus, ¿podrías acercarte hasta aquí ahora mismo? —me dijo Granuaile—. Han vuelto aquellos dos tipos y dicen que no se irán hasta que no hablen contigo.
—Esos dos ya son más molestos que la policía —dije a Hal, después de asegurar a Granuaile que llegaría en un momento.
—¿Quiénes?
Le conté rápido todo lo que sabía, que no era mucho, y que necesitaba ayuda para reunir información sobre ellos.
—¿Tenéis alguna forma de hacer que un detective los siga, sin que ellos puedan llegar hasta vosotros? Tengo claro que no quiero que ningún miembro ni amigo de la manada se vea envuelto en esto. Yo pagaré al detective.
—Por supuesto —contestó, mirando cómo me subía a la bici—. ¿Te importa si me paso a echar un vistazo dentro de un par de minutos, fingiendo que soy un cliente?
—Mmm. Bueno, si quieres.
—¿Crees que no debería ir?
—Es sólo que de verdad que no sé nada de esos tíos, aparte de que son raros. No quiero ponerte en peligro.
Hal resopló.
—Da igual. Voy detrás, por si necesitas mis enormes músculos de hombre lobo para echarlos. —Apretó el botón de la llave del coche y sonó la alarma.
—Está bien —repuse, sin ganas de discutir por eso.
Me despedí mentalmente de
Oberón
cuando ya me alejaba pedaleando, dándole a las piernas rápido. Llegaría en menos de cinco minutos, tiempo de sobra para pensar qué podía ser lo que me esperaba.
El hecho de que los dos mismos hombres fueran dos veces en el mismo día a buscarme a mi lugar de trabajo significaba que no sabían dónde vivía, y eso era sorprendente teniendo en cuenta cuántas cosas parecían saber sobre mis movimientos. Y la prisa que tenían por verme indicaba que no se creían mi careta de universitario idiota. Parecía que el rabino ya lo sabía al irse la primera vez, pero entre aquel momento y el presente debían de haber conseguido pruebas de mis hechizos mágicos de alguna forma, lo que se traducía en que era probable que supieran lo raros que realmente eran los libros de la vitrina. No sabía qué querían pero, fuese lo que fuera, seguro que yo quería lo contrario.
Eran las tres de la tarde, esa hora en que está todo muerto, y no había nadie en la tienda aparte de Granuaile, Rebecca, el padre Gregory y el rabino Yosef. Era el día libre de Perry.
—Señor O’Sullivan, llevamos esperando… —empezó el padre Gregory, pero no le presté la menor atención y me dirigí a mis empleadas.
—Vosotras dos largaos el resto del día, con la paga completa, claro. Y, Granuaile, no olvides parar en Target antes de ir a casa. Sección de deportes, ya sabes —le dije, como recordatorio. Teníamos que terminar la coartada, ya que Geffert andaba tras ella.
—Entendido,
sensei
.
Granuaile me guiñó un ojo, recogió rápidamente sus cosas y salió acompañada por el campanilleo de la puerta, con Rebecca siguiéndole los talones, con cara preocupada.
—¿Qué quieren? —le pregunté al rabino cuando la puerta se había cerrado.
Estaba claro que él era el jefe y el más chungo de los dos, el sacerdote era el relaciones públicas.
—Queremos estudiar sus libros raros —contestó con su acento ruso cortado.
Meneé la cabeza.
—No están a la venta.
—Para una investigación —intervino el padre Gregory.
—¿Qué tipo de investigación?
—Sobre magia y ocultismo.
—Para ese tipo de cosas les recomendaría una biblioteca.
El rabino estaba a punto de responder, cuando desvió la mirada hacia la puerta. Entró Hal y al rabino casi se le salen los ojos de las órbitas, al tiempo que la cara se le deformaba con un gruñido. Algo malo iba a pasar y ya estaba más que harto. Comprobé rápidamente que el rabino vestía fibras naturales y elaboré un amarre entre las mangas de la chaqueta y los costados, de manera que no pudiera mover los brazos. Pero el rabino era rápido. Mientras yo pronunciaba el hechizo, sacó un puñal de plata de la chaqueta y gritó «¡Muere, lobo!» en ruso. El amarre hizo efecto cuando estaba echando el brazo hacia atrás, y la consecuencia fue que de repente el cuchillo se clavó en la moqueta, al lado del pie del rabino, y Hal no murió.
Siguieron un montón de gruñidos y bufidos, pero yo todavía no había terminado. Necesitaba hablar con esos tipos sin que volaran las armas, así que amarré al sacerdote igual que había hecho con el rabino. Después, redoblé la seguridad y me concentré en las piernas, mientras me ordenaban con grititos que no lo hiciera. Desde la altura de las rodillas, uní la tela de los pantalones al tejido compacto de la moqueta, lo que hizo que cayeran de rodillas con un movimiento brusco y un poco doloroso. Ambos me iban informando con sus gritos de todo lo que sentían.
Como era comprensible, Hal estaba enfadado porque un completo desconocido había querido matarlo nada más verlo, pero yo quería evitar por todos los medios que se involucrara más. Gunnar ya me había echado la bronca y si mataban a Hal, lo más probable era que me comiera como si fuera un plato precocinado. Me interpuse entre Hal y los dos hombres que gritaban de rodillas y levanté las manos:
—Lo siento, caballero, pero estará cerrado el resto del día. Si le va bien volver mañana, estoy seguro de que podré atenderle.
Era mucho mejor hacer creer a los hombres que no conocía a Hal ni sabía qué era. Asentí hacia mi abogado y traté de tranquilizarle con la mirada al mismo tiempo. Él también asintió de mala gana, con los ojos un poco amarillos, y salió de la tienda sin decir palabra. No cabía duda de que iniciaría pronto la investigación sobre esos dos tipos.
Cuando el padre Gregory y el rabino Yosef insistieron dando grandes voces en que los soltara y me amenazaron con consecuencias terribles, me volví hacia ellos y les dije:
—¿Saben? Creo que son los peores clientes que he tenido jamás. No sólo andan dando la lata a mis empleados y me interrumpen mientras disfruto de un día tranquilo exigiendo en que venga a hablar con ustedes, sino que además intentan asesinar a otro cliente en cuanto entra por la puerta y después se quejan porque he evitado que cometieran un pecado mortal. Vamos, padre —dije dirigiéndome al padre Gregory—, ¿qué haría Jesús?
Temblando de impotencia y con gotitas de saliva en los labios, me contestó con un bramido:
—¡Le arrojaría al fuego por mezclarse con los enviados del infierno!
—Guau, un poco más despacio, padre. Me parece que ha dado unos cuantos saltos enormes desde el punto de vista de la lógica y la fe, y no le sigo. En primer lugar, yo no conozco a ningún enviado del infierno. En segundo lugar, yo no me mezclo ni me dejo de mezclar con nadie, porque no me gusta esa palabra. Y, en tercer lugar, ¿alguna vez ha hablado de verdad con Jesús? Porque yo sí, y en realidad no es un tipo que ande arrojando al fuego a la gente que regenta librerías, como ya sabe. Y ahora veamos: ¿quiénes son en realidad, amigos?
—No tiene ni idea de con quién está tratando —dijo el rabino furioso.
—Claro, de ahí mi pregunta. —Su barba parecía demasiado activa para no ser más que un conjunto de vello facial. Cuando un hombre con barba habla, te esperas ciertos desplazamientos de los bordes de su barba debido al movimiento de la mandíbula. Pero cuando el rabino dejó de hablar, su obra de arte topiario siguió moviéndose—. Oiga, ¿tiene cucarachas viviendo en la barba o qué?
El meneo se detuvo en cuanto hice referencia a él. Activé mi descodificador feérico y se veía como una barba normal. Sin embargo, me llamó la atención el cuchillo de plata, clavado en la moqueta. Relucía con un brillo mágico pero era extraño, porque sólo se veía en la empuñadura, no en la hoja.
—Bonito cuchillo, rabino —dije, agachándome para observar su magia desde más cerca.
El dibujo rojo que se veía unía diez puntos en un orden que me resultaba familiar y después se repetía alrededor de la empuñadura. Era el Árbol de la Vida de la Cábala.
—Si deja que nos marchemos, puede quedárselo —me respondió la voz desde las inmediaciones de la barba.
—Vaya, ¿no me estará liando? —repuse.
No me cuadraba que el rabino fuera dado a las negociaciones, así que debía de tener la esperanza de que cogiera el cuchillo sin más y dijera que era mío. Seguro que el hechizo de la empuñadura hacía algo desagradable a quien lo tocara, si no era el rabino.
—No, considérelo un regalo.
—Mi mamá me dijo que tuviera cuidado con los hombres peludos que hacen regalos.
—Se supone que es con los griegos que hacen regalos con quienes hay que tener cuidado —dijo el padre Gregory, con su marcado acento europeo.
Me detuve para mirarlo con frialdad. Era un personaje extraño, teniendo en cuenta que era evidente que hablaba un inglés británico y no estaba mal situado en la jerarquía católica; pero al mismo tiempo hablaba ruso con fluidez y actuaba como segundo de un judío que lo trataba como si fuera su perro amaestrado. Quizá por eso mostraba esa desesperación por estar en lo correcto. O ser correcto. O las dos cosas.
—Mi mamá no sabía que existieran los griegos —le respondí—. Estaba preocupada por los ladrones de ganado que venían de lo que ahora es el condado de Tipperary.
—¿Ladrones de ganado? Pero eso es anterior a la época de san Patricio. ¿Cuántos años tiene?
—¿Acaso no lo saben? Actúan como si lo supieran todo sobre mí. Quédense callados un segundo mientras compruebo esto.
Me preguntaba si los conjuros mágicos de mi tienda podrían suprimir el encantamiento cabalístico sin armar mucho jaleo. Nunca antes había tenido ocasión de ponerlos a prueba contra ese tipo de magia, porque estaban diseñados para proteger el lugar de los hechizos de los Fae y del infierno, así como contra las formas más habituales de brujería. Me había encontrado con unos pocos cabalistas aquí y allá a lo largo de los siglos, pero siempre se habían mostrado amables y nunca hasta ese momento había tenido razones para considerarlos enemigos. Ese encantamiento seguía activo porque, básicamente, no se correspondía con la definición de magia según los conjuros que tenía en funcionamiento. Estaba casi seguro de que sería algo negativo, sobre todo desde el momento en que el rabino con instintos asesinos quería que lo tocara, así que canalicé la energía de los hechizos que había en la tienda hacia la empuñadura del cuchillo y amplié mi definición de magia para que incluyera el Árbol de la Vida de la Cábala. El encantamiento se rompió tras el ataque de mis conjuros y el dibujo mágico rojo se apagó. Desactivé mi descodificador feérico y estudié la empuñadura con mi visión normal. Estaba hecha de ónice negro con dos incrustaciones de filigranas de oro que formaban letras. En la parte superior, cerca de la hoja, había tres letras del alfabeto hebreo que decían «
Netzakh
», o ‘victoria’, el séptimo Sefirot en la Cábala. Debajo, en la base del mango, se veía un diseño curioso que parecía una «P» mayúscula estilizada, con una aureola.
—Esto se queda confiscado —anuncié, arrancando del suelo el puñal sin sufrir ninguna consecuencia negativa, para asombro del rabino—. No acepto ningún regalo de usted. En lo que se refiere a cuchillos en mi tienda, sigo una política de «lo tomas o lo dejas».
Giré el arma un par de veces en las narices del rabino, para asegurarme de que veía que aquel cuchillo mágico no me hacía nada, y después fui muy tranquilo tras el mostrador donde tenía las infusiones.
—Así que, padre, ¿le parece si hacemos las paces? Si yo fuera tan malo como usted cree, ¿ahora mismo no tendría que estar chupando el tuétano de sus huesos o algo así de espectacular? ¿Qué tal si preparo té para todos, los libero y después nos sentamos para hablar con calma?
—Ne doveryaite emu! —
soltó el rabino en ruso.
«No confíes en él.» Todavía no quería descubrirles que entendía todo lo que decían, pero quizá el sacerdote respondiera a un ruego general.
—Mire, padre —le dije—, no sé lo que está diciendo ese hombre, pero si le está dando instrucciones sobre formas diplomáticas, creo que ya ha demostrado de sobra que ese tema no lo domina.
—Tal vez pierde los estribos con demasiada facilidad —admitió el sacerdote—, pero hizo bien al atacar al lobo.
—¿A qué lobo?
—Ese hombre que entró en la tienda era un hombre lobo. No puede fingir que no lo sabía.
Me pregunté cómo habrían descubierto tan rápido que Hal era un hombre lobo, pero sospechaba que poner en duda que sus acciones fueran correctas me acercaría más a saber quiénes eran.
—Bueno, y si lo fuera, ¿qué más da? Estaba en su forma humana y quería comprar un libro. Ésa no es razón para matarlo.
—¡A los hombres lobo hay que matarlos nada más verlos!
—¿Y eso quién lo dice?
El rabino se retorcía dentro de su chaqueta, mientras intentaba liberarse los brazos pasando toda la prenda por encima de la cabeza o… algo así. Se le cayó el sombrero, tenía la cara muy roja y su barba empezó a moverse de nuevo. Podía haber unido la parte inferior del abrigo con la cinturilla del pantalón y ahí se habría acabado todo, pero las contorsiones que hacía me entretenían y quería ver qué hacía si lograba soltarse. Me quedé detrás del mostrador y no hice ningún movimiento amenazante.
—Los hombres lobo son una abominación de la naturaleza. Casi todas las religiones lo admiten.
—Ah, ya lo entiendo. Y, amigos, ¿también tienen algo contra los vampiros?
—Si con «algo» se refiere a predisposición por matarlos, entonces la respuesta es sí.
—¿Qué hay de las brujas?
—¡Les negamos la vida!
El sacerdote volvió a enrojecer y llegué a la conclusión de que las brujas eran un tema delicado para él.
—Bien. Era probable que respondiera eso. Entonces, ¿qué me dice de mí? ¿Con quién creen que han estado hablando?
—Usted es un hombre sagrado, como nosotros.
Ésa sí que era una respuesta sorprendente.
—Mmm, ¿no acaba de decir hace dos minutos que Jesús me arrojaría al fuego?
Me respondió con un tono de voz condescendiente, del tipo «esto-es-por-tu-propio-bien»:
—Será juzgado por el tiempo que ha pasado vinculado a los poderes infernales, pero reconocemos que sigue el viejo camino de los druidas.