—Buenas noches, señor —gritó un policía.
Le hice un gesto de asentimiento y volví a mirar hacia la discoteca, maldiciendo mi estupidez. Ya tenía que haber aprendido la lección en Target, pero estaba tan obsesionado con cumplir el objetivo de la noche que no me preocupé de hacerlo con disimulo. Para un hombre de la Edad de Hierro, llevar una espada es algo natural, pero desde el punto de vista moderno implica que necesitas tratamiento.
—¿Qué está haciendo ahí? —preguntó el policía.
Oí el sonido de las puertas del coche al cerrarse. No tenía ni el tiempo ni la paciencia necesarios para aquello. Si esos tipos se quedaban merodeando por ahí, podían terminar metidos en problemas o ser un obstáculo para mí a la hora de lidiar con las complicaciones que podían aparecer por la puerta de la discoteca.
—Esperar a un amigo.
—¿Con una espada y un par de bates? ¿Está seguro de que es un amigo a quien está esperando?
Lamentando tener que utilizar un poco del poder que tenía almacenado, en voz baja pronuncié un hechizo de camuflaje para Fragarach y después respondí en voz más alta:
—¿Qué espada?
—La espada que… Oiga, ¿qué ha hecho con ella?
—No tengo ni idea de qué está hablando, agente. No tengo ninguna espada.
Oí cómo se cerraba la puerta del conductor cuando salió su compañero para reunirse con él, seguro que para rodearme por mi izquierda.
—Está bien, le diré lo que vamos a hacer. ¿Por qué no suelta esos bates y me enseña su documentación?
Envolví los bates con un hechizo de camuflaje y dije:
—¿Qué bates?
Claro, seguía sujetándolos con las manos cerradas, pero ahora parecía que estaba allí de pie sin más, con los puños en los costados. Tendría que haber empezado por hacer eso y así nadie habría llegado a llamar a la policía para alertar sobre mí. Pero ya sabía que ahora no me dejarían en paz. El hombre de las armas que desaparecían era un individuo demasiado extraño como para dejarlo sin más y, por otra parte, les había hecho quedar como a unos idiotas. Seguro que querían hacérmelas pagar.
—Déjeme ver su documentación —volvió a exigirme el poli.
Fue demasiado autoritario para mi gusto. En serio, yo estaba intentando ser un chico bueno en todo aquel lío. Seguro que en más de una ocasión he merecido que me hostigaran, pero aquel día no era el caso.
Me envolví con el camuflaje y pregunté:
—¿A quién le está hablando?
Después me alejé un par de pasos en silencio.
Se cagaron de miedo. Los dos se llevaron la mano a la pistola y se preguntaron uno al otro dónde me había metido. Mi camuflaje no me vuelve completamente invisible, pero por la noche prácticamente sí. Me aparté a la derecha unos diez metros mientras ellos miraban alrededor y me gritaban que volviera. El conductor propuso que pidieran refuerzos.
—¿Refuerzos para qué, Frank? —dijo el primer agente—. Aquí no tenemos nada.
—A lo mejor entró corriendo al club —sugirió Frank.
—¿Quieres que lo comprobemos?
No me gustaba nada el giro que estaban tomando las cosas. Mete un par de pistolas en una bacanal y tarde o temprano alguien las utilizará.
—Sí, vamos —contestó Frank—. Ese tipo tenía una pinta muy peligrosa.
¿Yo tengo una pinta muy peligrosa? En el club había algo peligroso, vale, pero no era yo. Tenía que hacer algo rápido, así que opté por la versión «Los tres chiflados», pues los dos policías se habían acercado uno al otro antes de ir a enfrentarse a una discoteca repleta de veinteañeros cachondos. A veces, la habilidad de los druidas de ver las conexiones entre todas las cosas naturales y poder unirlas favorece las travesuras. Normalmente yo hago ese tipo de cosas como diversión un tanto infantil, pero en esa ocasión les iba a salvar la vida. Murmuré un amarre entre dos grupos de células de la piel, de forma que no pudieran soportar ni un segundo más separadas. En concreto, uní las células de la piel de la palma de la mano derecha del primer policía y las células de la mejilla izquierda de Frank. Rompí el amarre en cuanto se consumó y la consecuencia fue que el primer policía le propinó una bofetada de las buenas.
Frank reaccionó como lo haría cualquier estadounidense que recibe una torta de su compañero sin esperarlo.
—¡Ay! ¡Eric, mamón! ¿Qué coño haces?
Ahora ya sabía cómo se llamaban los dos. Frank le pegó otra torta a Eric antes de que éste tuviera tiempo de explicarle de que había sido un espasmo muscular involuntario, y así empezó todo. Presenciar una pelea a base de bofetadas entre dos policías es una forma bastante divertida de pasar el rato cuando no tienes nada que hacer. Pocas veces había estado tan entretenido mientras esperaba a alguien.
Eric tenía ventaja en cuanto a alcance, pero Frank era mucho más rápido. Por cada bofetada de Eric, Frank le daba dos o tres. Después de medio minuto así, Eric ya había tenido más que suficiente. Su mano abierta se convirtió en un puño y se lo estampó a Frank en toda la nariz. Frank gritó y se bamboleó hacia atrás, llevándose una mano a la cara. Cuando la retiró, la tenía empapada en sangre.
—Mierda, Frank, lo siento —dijo Eric, levantando las manos.
—Que lo sientas no sirve de nada —gruñó Frank, antes de abalanzarse sobre su compañero como un toro y abrazarlo con un placaje de libro.
Eric logró girarse al caer, de forma que aterrizó sobre un hombro y no se golpeó la cabeza contra el cemento. Rodaron un poco, hacia delante y hacia atrás, sin que ninguno ganara ventaja sobre el otro, hasta que al final Frank se puso encima. La furia le ayudó a dominar a su contrincante, aunque fuera más corpulento. Le asestó un par de puñetazos contundentes en la cara y de ese modo los dos acabaron sangrando. Eric le dio un par de sopapos y lo tiró a un lado, pero no fue detrás de él. Ninguno de los dos estaba acostumbrado a recibir semejante tunda de palos, así que se conformaron con quedarse allí tirados sangrando, dedicarse unos cuantos insultos y acusar a sus respectivas madres de tener aventuras sexuales con diferentes animales. Qué buenos momentos.
Laksha todavía no había vuelto y en todo ese tiempo no había salido nadie de la discoteca. La música seguía vibrando en la noche a través de las paredes y me pregunté si debería empezar a preocuparme.
Los policías se levantaron poco a poco y decidieron que me echarían a mí la culpa de sus heridas. Contarían que yo les había golpeado con los bates de béisbol y les había roto la nariz y después había huido. Ellos recibirían una indemnización y a mí me pondrían en búsqueda y captura. Perfecto.
Cuando volvían al coche patrulla para contar sus mentiras por radio a la comisaría, oí algo que parecían unos gritos débiles provenientes del club, más agudos que el ritmo del
techno
. Laksha apareció con una sonrisa perversa y detrás de ella salió más gente, algunos sólo con ropa interior. Era evidente que estaban aterrorizados y huían para salvar la vida.
La sonrisa de Laksha desapareció en cuanto vio las luces del coche de policía en vez de a mí. Siguió caminando en línea recta para apartarse de la avalancha de personas y yo silbé para llamar su atención.
—¿Dónde estás? —preguntó.
—Utiliza tus otros sentidos. Estoy camuflado.
Laksha puso los ojos en blanco y entonces me descubrió a su izquierda.
—Ah, perfecto.
—¿Qué ha pasado? —dije, haciendo un gesto hacia el club.
—Maté a doce bacantes, como acordamos —me respondió muy amable.
—¿Por eso la gente está aterrorizada?
—En parte. Pero sobre todo se debe a que dentro quedan tres más y están descuartizando a todo el que pillan.
Como soy irlandés, normalmente estoy bastante pálido, pero aquel dato hizo que pasara del tono blanco cáscara de huevo al tono hueso. O Malina se había equivocado al hacer la adivinación o unas cuantas bacantes extra se habían unido a última hora.
—Bueno, ¿y por qué no mataste también a ésas? —quise saber.
—Porque lo acordado eran doce.
—En ese caso, me aseguraré de no traer ni una manzana de más. ¿Dónde están?
—Seguro que salen detrás de mí de un momento a otro. Son las que llevan un vestido ajustado blanco con manchas de vino y que tienen garrotes. Mirada sanguinaria, trozos de carne en los dientes; las reconoces seguro.
No estaba bromeando. Un chillido más penetrante que los demás hizo que mirara a la entrada, donde una mujer castaña diminuta con un camisón blanco había agarrado a una mujer mucho más corpulenta por el pelo y por la ropa, justo a la altura del culo. Mientras las miraba, aquella mujer minúscula, que no pesaría más de cincuenta kilos, levantó a la otra con un poco de esfuerzo, giró como si fuera una tiradora de disco y la lanzó. El cuerpo salió por los aires, describiendo un arco alto que cruzó todo el aparcamiento por encima de nuestras cabezas y aterrizó sobre el coche patrulla de Frank y Eric, con terribles resultados para el vehículo.
Casi me habría gustado que Granuaile lo hubiera visto; ya no habría pensado que las bacantes eran víctimas. Laksha se rió, pues de alguna forma debía de parecerle que la muerte de la pobre mujer era divertida. Me imagino que teníamos un sentido del humor diferente.
Ya no podía seguir manteniéndome al margen. Aparte de que estaba claro que Laksha no pensaba hacer más de lo que había hecho, ahora iba a involucrarse la policía. Tenía que eliminar la amenaza antes de que empezaran a silbar las balas y rebotaran contra la piel mágica de las bacantes. Ya no había peligro de caer atrapado en la orgía; pues había acabado la parte divertida para dejar paso a la locura.
Todavía con el camuflaje, cargué contra la bacante en miniatura, que ya se abalanzaba sobre otro discotequero despavorido. Una segunda bacante salió del local, cubierta de sangre y furiosa, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas. Agarró a un hombre de talla normal y le rompió la espalda, dándole un golpe con la rodilla, poniendo en práctica una de esas técnicas de lucha que no son sólo parte del espectáculo. Ya era demasiado tarde para salvar a ése, pero no al tipo al que perseguía la bacante diminuta. En el mismo momento en que ya lo agarraba por el cuello de su camisa Dolce & Gabbana, me acerqué con el bate en la mano izquierda y lo pasé por debajo de las piernas de la mujer, de modo que la hice caer de culo con poca elegancia. Emitió el mismo sonido que hace un gato si le pisas la cola y, ahora que estaba más cerca de ella, me sorprendió lo joven que era. Tenía pinta de haber sido guapa y de haberse llamado Brooke o Brittney, o quizá Stacy. Podía haber sido la capitana de las animadoras y la reina de su clase e iría al colegio en un descapotable rosa que le habría comprado su papá. Sin embargo, ahora tenía unas uñas que más bien parecían garras y los dientes muy afilados; de la boca le goteaba sangre que no era suya. Con fuerza, le estampé en la cara el bate que tenía en la mano derecha, antes de que le diera tiempo a volver a levantarse. Incluso le di una vez más, para asegurarme de que había terminado con ella, mientras me lamentaba por tener que hacerlo y pensaba que uno nunca acaba de acostumbrarse a machacar cráneos. Después levanté la vista para ver dónde había ido la otra bacante.
Venía a por mí. No podía verme, pero sabía que algo acababa de cargarse a su hermana y que todavía estaba cerca. Aquélla no había sido guapa nunca. Tenía el pelo rizado de una manera que daba la sensación de llevar la cabeza envuelta en una alfombra de lana larga, y encima estaba apelmazado por la sangre y los restos de sus últimas víctimas. Más que nariz parecía que tenía pico y sobre ella destacaba una sola ceja, como si fuera una oruga peluda y malvada. Sus dientes eran afilados como los de la bacante más menuda. Los brazos eran fofos como piernas de cordero, pero escondían una fuerza sobrenatural. Lo sé porque, cuando balanceé uno de los bates con la mano derecha con la idea de estampárselo en la cabeza, ella lo sintió acercarse de alguna forma y lo partió con sólo hacer uno de esos movimientos de «dar cera, pulir cera» de
The Karate Kid
. Tal como me encontraba, sujetando medio bate con unas cuantas astillas afiladas en el extremo, tenía que ocurrírseme algo rápido. Ella seguía avanzando, intentando alcanzarme con su mano derecha terminada en garras, mientras me pasaba la izquierda por detrás del cuello. Si me agarraban esas manos, no duraría mucho de una sola pieza. Cogí el bate de otra forma, de manera que el pulgar me quedara abajo y no arriba, y cuando sentí el intenso dolor de sus uñas clavándoseme en el hombre izquierdo, le hundí las astillas cortantes del bate a un lado del cuello, hasta que llegué a la clavícula. Eso la retrasó un poco y lanzó un aullido al tiempo que me soltaba para concentrarse en lo que la hería. Deshice el camuflaje del bate, para que pudiera contemplar lo que le estaba causando ese dolor. Se lo arrancó a la vez que yo retrocedía y me cambiaba de mano el otro bate. Aunque empezó a sangrar a borbotones como si fuera una fuente, no daba muestras de sentirse mareada; más bien alcanzó un nuevo nivel de cabreo, cuando a mí ya me había parecido que jamás había visto a nadie tan furioso.
Me aparté hacia la derecha lo más silenciosamente que pude y la vi berrear la poca cordura que le quedaba. A pesar de la fuerza increíble que tenía, aquélla era una herida mortal y no podía durar mucho más perdiendo tanta sangre. Las bacantes no son buenas curanderas y no podía verme a través del camuflaje, así que creí que lo único que tenía que hacer era esperar un par de minutos y asegurarme de que no hacía daño a nadie más. Pero esa criatura asquerosa tomó aire para seguir gritando y entonces me olió.
El bate roto y cubierto de sangre de repente se convirtió en una estaca de madera que iba directa a mi corazón, después de que la bacante se volviera y me lo lanzara con un movimiento asombroso. Tuve que tirarme al suelo para esquivarlo y, antes de que me diera tiempo a rodar sobre mí mismo para alejarme, ya la tenía encima. Sin perder un segundo, empujé el bate hacia arriba para que le golpeara en el cuello formando la perpendicular, y además le quité el camuflaje, con la esperanza de que se agarrara a él en vez de buscar a tientas mi garganta. Si me cogía por la cabeza, me la podía arrancar de un tirón. Cayó en la trampa y se aferró al bate por los dos extremos, intentando quitármelo de las manos. Resistí un primer tirón espasmódico, pero a duras penas. No paraba de caerme encima su sangre; eso estaba echando a perder mi camuflaje y, aunque se suponía que a ella tenía que debilitarla, estaba claro que, en cuanto a vigor, era comparable a una yunta de bueyes. Hizo acopio de fuerzas para pegar un buen tirón y entonces me di cuenta de que tenía que terminar con esa situación, antes de que dirigiera toda esa potencia contra mí. Así que cuando pegó el segundo tirón, ni siquiera traté de oponerme, sino que solté el bate. Al no encontrar resistencia, terminó con las manos arriba por efecto de su propio impulso. Se quedó completamente desprotegida, tal como yo quería, así que absorbí la última fuerza que me quedaba en el amuleto del oso y la dirigí toda a mi hombro y brazo izquierdos. Me levanté, como si estuviera haciendo abdominales, y le propiné un puñetazo fuerte en la mandíbula. Con el golpe me rompí los nudillos de los dedos índice y corazón, pero también le partí a ella el cuello.