Aquello solucionó mi crisis más inmediata, pero me quedaban otros flancos abiertos. Ya se me había agotado toda la energía mágica y no podía empezar a curarme ni podía bloquear el dolor. Y todo el cansancio de haber conjurado antes el fuego frío volvió para instalarse pesadamente sobre mí, al igual que la bacante con la alfombra por pelo se había instalado pesadamente sobre mis caderas. Del Satyrn seguían saliendo clientes aterrorizados y Frank y Eric, los dos polis de la nariz rota, venían hacia mí pistola en mano. Para rematarlo, estaba tan exhausto que ya no podía mantener el hechizo de camuflaje y me volví visible del todo ante sus ojos. Aquéllos no eran el momento ni el lugar adecuados para luchar en esa batalla, y por eso la perdí.
Vaya si se pusieron contentos de volver a verme. No sólo yo era visible, sino que también lo era la espada que había desaparecido antes y tenía encima de mí a una mujer con una herida sangrante enorme. Qué importaba que la espada siguiera dentro de su funda y estuviera debajo de mí; qué importaba que una inspección forense superficial valiera para descubrir que la herida no había sido hecha con una espada; para ellos, yo acababa de decapitar a la pobre mujer del peinado poco acertado.
Así que fue un «Manos arriba, aléjese de la mujer y túmbese bocabajo, abra las piernas, tire el arma». Un momento después, tenía unas esposas alrededor de las muñecas, mientras gente medio desnuda seguía huyendo, y no de mí, sino del horror que aún aguardaba dentro del Satyrn. Cuando ya me tenían reducido, poco a poco empezaron a darse cuenta de que yo no era una amenaza grave para la gente: todos corrían despavoridos por alguna otra causa. Frank pensó que a lo mejor debería echar un vistazo en la sala.
—No vayas, Frank. Una de ellas sigue ahí.
—Tú te callas —me dijo Eric, dándome en las costillas con su pistola. Una vez claro quién mandaba allí, preguntó—: ¿Una de quiénes?
—De esas señoras de blanco que han estado matando a la gente. Si vas a entrar, utiliza la porra, no la pistola.
—Claro —repuso Frank con aire sarcástico—. Señoras de blanco matando a la gente. Como esta señora de blanco muerta y requetemuerta que tenemos aquí. Pondremos mucha atención en seguir tu consejo.
Frank entró en la discoteca con la pistola por delante, mientras Eric intentaba alejar Fragarach de mí, pues estaba a mi lado sobre el asfalto. Tenía un hechizo para que no pudieran separarla de mi cuerpo más de metro y medio y, a diferencia del camuflaje, no era un conjuro que dependiera de mi fuerza del momento para mantenerse. Estaría ligada a mí hasta que yo deshiciera el amarre, así que Eric estaba a punto de perder una pelea contra un objeto inanimado. La primera vez se quedó tan sorprendido de que la espada tirara de él que se le cayó. Volvió a intentarlo y se le cayó de nuevo.
—¿Qué coño pasa? ¿Lo estás haciendo tú? —preguntó.
—¿Haciendo qué, agente? Estoy tumbado bocabajo en un aparcamiento con las manos esposadas a la espalda. ¿Qué tipo de balas utilizáis?
—Cállate. Balas encamisadas.
—Por favor, dime que el revestimiento es de cobre.
—Te he dicho que te calles. Es de acero.
—Me lo temía.
—Cállate.
Eric iba a volver a coger mi espada, pero le distrajo el sonido de un tiroteo dentro del club. Fueron nueve tiros de esas pistolas modernas que lleva la policía disparados a una bacante inmune al hierro. Y entonces oímos el grito espeluznante de un hombre por encima del ritmo
techno
.
—¡Frank! —exclamó Eric.
—No vayas. Espera a los refuerzos.
—¡Cállate, joder! ¡Es mi compañero el que está ahí dentro!
Ya no lo era. Su compañero ya estaría despedazado.
—¡Pues entonces usa la porra! ¡La pistola no va a servirte!
—¡Cállate y quédate aquí! Ahora vuelvo.
Suspiré. No iba a volver. Ya no salía más gente del edificio. Todo el mundo se peleaba por llegar al coche y salir pitando de allí, tocando el claxon y gritando a la gente que se quitara del medio. Yo me puse de pie como pude y, tambaleante, fui a la parte trasera del aparcamiento, esperando no terminar atropellado por un Audi turbo. Fragarach, muy obediente, me seguía arrastrándose un metro y medio por detrás, porque no podía cogerla.
Se oyeron más tiros en el club, pero Eric no consiguió disparar tantas veces como Frank antes de que se oyera su grito y después todo quedara en silencio. Se oyó el aullido de las sirenas en la noche, acercándose a la discoteca, y comprendí que no tenía mucho tiempo para esfumarme.
Había una franja estrecha de hierba entre la acera y el aparcamiento, donde crecían un par de palos verde junto a varios agaves azules. En cuanto llegué ahí, absorbí fuerza para mitigar el dolor punzante que sentía en los nudillos y empezar a unir los huesos. Después volví a cubrirme con el camuflaje y me puse a recargar el amuleto del oso. Les llegó el turno a las esposas. Me concentré en las cadenas moleculares de dos de las uniones entre las esposas y las debilité hasta que pude separarlas, contento por que siguieran haciéndolas de metales naturales obtenidos de la tierra. El aparcamiento se iba vaciando muy rápido y las sirenas cada vez se oían más alto. A Laksha no se la veía por ninguna parte; con su parte del trato cumplida, seguro que ya estaba camino del aeropuerto en un taxi.
Cuando estaba cruzándome Fragarach a la espalda otra vez, vi a la última bacante saliendo del Satyrn. Su vestido blanco estaba teñido casi por completo del rojo de la sangre de los policías y de quién sabe cuántas víctimas más, y en la mano derecha llevaba su tirso. Yo no tenía ninguna arma que pudiera utilizar contra ella aparte de la espada envainada, así que tendría que ser un combate de artes marciales cuerpo a cuerpo, y yo con una mano rota.
No obstante, ella no estaba interesada en pelear. Después de tomar una profunda bocanada de aire, vino directa hacia mí. Me esperé lo peor pues, por lo visto, lo que había hecho era olerme, y con una precisión tal que era como si yo no llevara el camuflaje.
—¿Quién eres? —dijo entre dientes—. Sé que estás ahí. Huelo la magia. ¿Eres una bruja? ¿Una de las polacas?
Era más alta que las otras bacantes y tenía un cuerpo hecho para el placer. Cuando no estuviera cubierta de sangre, estoy seguro de que debía de ser bastante atractiva, siempre que no enseñara los dientes afilados.
—No, no —respondí—. Te quedan dos oportunidades.
—¿Eres el vampiro Helgarson?
Vaya, ése sí que era un intento interesante. Además de demostrar que sabía quién era Leif, pensaba que él era capaz de conseguir algo parecido a la invisibilidad y de molestarse si unas cuantas bacantes se iban de juerga por Scottsdale.
—No, no. Todavía puedo caminar bajo la luz del sol.
—Entonces eres el druida O’Sullivan.
Menudo susto me llevé al oírle pronunciar mi nombre.
—Encantado de conocerte —contesté con mucha educación, y después lo estropeé añadiendo—: Bueno, tampoco tanto.
—El señor Baco tiene que enterarse de esto —murmuró, antes de darse media vuelta y echar a correr hacia el club a una velocidad que no era humana.
No volvió a entrar, sino que se escabulló por un callejón de un lateral del edificio.
—Hija de puta —se me escapó.
No podía hacer nada. En el aparcamiento no había raíces que la pudieran amarrar. No había tierra que la retuviera. Y yo no podía aspirar a alcanzar su velocidad, pues en ese momento ella estaba repleta de energía y yo exhausto.
Escupí en la acera e hice mi propia valoración de la noche. Lo había echado todo a perder. La mayoría de las bacantes estaban muertas, eso era verdad, pero la que se había ido seguro que volvía con más, y puede que hasta con el mismo Baco, para vengarse. Habían muerto dos polis, y por lo menos dos civiles que yo hubiera visto fuera y quién sabe cuántos más dentro del club. Aquélla iba a ser una noticia importante, a lo mejor hasta a nivel nacional.
Malina iba a cabrearse y con toda la razón. Se suponía que las peleas dentro de la comunidad paranormal no tenían que trascender a la opinión pública. Si la historia se difundía por todo el país, cualquiera que supiera cómo funcionaban las cosas en realidad podría leer entre líneas y entender que el valle oriental se encontraba en una peligrosa situación de inestabilidad.
Los coches de policía y los camiones de los bomberos frenaron con un chirrido cerca de allí. Uno de ellos bloqueaba la salida del aparcamiento, acorralando a los pocos testigos que quedaban. No iba a tener tiempo para llevar a cabo mi propia investigación dentro de la discoteca; lo único que podía hacer era borrar mis huellas dactilares de los bates desuniendo los aceites, irme a casa y recuperarme.
Eché a correr hacia el sur con ritmo cansino, dejando la carnicería a mi espalda, y cuando llegué al bulevar Shea empezó a llover otra vez. Había un centro comercial en una esquina al sudeste y llamé a un taxi desde Oregano’s Pizza Bistro para que me llevara a casa.
El taxista dudó, mirando mi espada y las esposas que me colgaban de las muñecas, pero le pagué en efectivo y por adelantado y no dijo nada. Por si acaso la policía lo interrogaba, le dije que me dejara cerca del Starbucks de la avenida Mill, volví a conjurar el hechizo de camuflaje y recorrí al trote lo que me quedaba hasta casa, bajo la lluvia.
Dejé a Fragarach en la cómoda de mi habitación, después de secarla y deshacer el amarre que la unía a mi cuerpo. En vez de a mí, la uní al mueble. Tenía mucho que reparar durante el transcurso de la noche, lloviera o no, así que me quité la ropa y me tumbé en el jardín trasero para curarme bien, con los tatuajes en contacto con la tierra y tapado con un hule que hacía las veces de refugio improvisado. Me puse en contacto con el elemental que merodeaba cerca de mi tienda para que viniera a comerse las esposas. Después de que la lluvia por fin cesara, mi mente encontró el descanso a la orilla del Leteo.
Reconozco que a veces siento que me merezco lo mejor. Después de haber vivido tanto tiempo —después de haber conseguido tantas veces el descuento para la tercera edad—, siento que debería poder despertarme tranquilo y disfrutar de ciertos placeres sencillos. La cola de
Oberón
meneándose en señal de saludo, por ejemplo. Los rayos del sol entrando en la cocina mientras hago el café. La música de fondo de una guitarra española mientras preparo una tortilla y unas salchichas en un momento. Y cuando me despierto después de haber pasado una noche fría sobre la tierra mojada, una ducha caliente. Si después el día decide torcerse, pues que se tuerza, pero que se me concedan unos breves minutos de armonía para empezar, para que así pueda recordar cómo era eso de vivir tranquilo. Cuando mis ojos se abren para recibir al amanecer, lo último que deseo es encontrarme con un cuervo enorme y sanguinario, que en mi tradición cultural siempre se interpretará como un presagio de muerte.
—¡Crau! —me graznó en toda la cara.
Me eché hacia atrás sobresaltado y es probable que se me escapara un gritito poco digno, mientras rodaba como un loco para alejarme de ese pico afilado. Dejé el hule atrás y mi cuerpo quedó cubierto de las gotas frías del rocío y de hierbas mojadas.
El cuervo echó la cabeza hacia atrás y se rió de mí. No era una risa de pájaro, sino una risa humana, un contralto gutural que salía de una puñetera ave.
—Por las piedras de oro de Lugh, druida —dijo el cuervo—, ¿has estado todo este tiempo aquí tumbado? Aquí te dejé hace semanas y es como si todo estuviera igual.
—Buenos días, Morrigan —respondí en un tono agrio, mientras me levantaba con esfuerzo y me sacudía unas hierbas del torso. Antes de que aquello fuera a peor, cuidé mi forma de hablar—: Y no, no he estado aquí tumbado todo el tiempo. Es sólo que ayer fue un día especialmente cansado. Si me das unos momentos para asearme, podré recibirte como te mereces.
—Claro. Tómate tu tiempo, Siodhachan —me dijo, llamándome por mi nombre irlandés original.
Voló hasta la mesa del patio aleteando ruidosamente y allí había un saquito de piel negra cerrado con un cordel de piel sin curtir. Lo más probable era que quisiera que le preguntara qué era, pero yo no iba a empezar a hablar hasta haberme lavado. Pasé caminando al lado como si no hubiera nada.
Atticus, ¿te he oído hablar con alguien?
, me preguntó
Oberón
adormilado desde el sofá, cuando entré por la puerta trasera.
Sí, con ese cuervo enorme que está en el patio
, contesté, haciendo un gesto hacia la ventana.
No te metas con él, es Morrigan
.
Ah. Me parece que me quedaré dentro.
Buena idea.
Sacudí la cabeza y suspiré mientras abría el grifo de la ducha y esperaba un minuto a que el agua se calentara. Si Morrigan había venido a comunicarme otro de sus augurios, me iba a costar disimular mi desdén. Pero a lo mejor había venido a contarme dónde había estado durante las últimas tres semanas. O quizá ya estaba preparada para trabajar en su versión personal de mi amuleto protector y en el saquito estaba el hierro frío.
Morrigan se deslizó en el baño, en su forma humana, cuando estaba a punto de meterme en la ducha. Estaba desnuda y preciosa; tenía los ojos entrecerrados y la mirada cargada de deseo, y yo pensé «Oooh, mierda».
Después de que matara a Aenghus Óg, Morrigan había expresado de forma muy gráfica que todo aquel episodio la había puesto caliente y había prometido que me «cogería» en cuanto pudiera. La gente de la Edad de Bronce, como ella, no era tímida en cuestiones de sexo y nunca se sentían obligados a disimular que querían hacerlo. Como hijo de la Edad de Hierro que era yo, era más o menos tan disoluto como ella, si es que ésa era la palabra para describirnos; pero, a pesar de su belleza, Morrigan no estaba entre mis compañeras de cama favoritas. En ese momento podía parecer una
pin-up
de ensueño, pero cuando adoptaba la forma de cuervo se comía a los muertos, y pensar en eso me provocaba náuseas. Esperaba que hubiera olvidado su deseo de seducirme, pero por lo visto continuaba decidida a conquistarme.
Es difícil decir que no a Morrigan cuando quiere algo en serio. Casi imposible, en realidad. Y nunca es buena idea ofender a la diosa de la muerte y la destrucción. Lo más diplomático —lo menos peligroso— sería darle lo que quería e intentar disfrutar. Y una vez Morrigan decidía que quería seducir a un tipo, podía utilizar todas las tretas de los súcubos sin todo ese rollo de encima acabar condenado. Reconozco que no me resistí demasiado. Creo que, como mucho, mi única protesta fue un «¡Oye!».