Todos los colegios de Estados Unidos tienen un protocolo que siguen en caso de emergencia para mantener a los estudiantes a salvo.
—¿Qué? ¿Quién ha muerto?
—Pase lista y lo descubrirá. Eso es lo que hacen mejor, porque los dioses saben que enseñar gramática no es. ¡Los putos críos no saben la diferencia entre un adjetivo y un adverbio!
Tenía que callarme. El estrés me estaba haciendo descargar todas mis frustraciones contra aquella pobre señora mojigata que seguramente no había echado un polvo en su vida.
—¿Quién eres…? ¿Por qué no puedo verte?
—¡Emergencia! ¡Pasar lista! ¡Quedarse dentro!
Cerré la puerta de golpe para darle énfasis a mis palabras, con la esperanza de que eso la empujara a hacer lo que tenía que hacer. Me volví hacia el patio y me encontré con Basasael intentando freír a Coyote desde el aire, lanzándole enormes bolas de fuego. De momento Coyote era demasiado rápido para él, pero no estaba seguro de cuánto tiempo duraría eso o si Coyote podría resistir el impacto directo del fuego del infierno.
Salí disparado hacia donde había dejado el arco en el patio. Todavía tenía el camuflaje, así que no lo veía, y tuve un momento de desesperación hasta que tropecé con él. El hecho de agacharme y cogerlo intensificó el dolor en el costado y, tras ese debido recordatorio, absorbí fuerza de la tierra para cerrar las heridas y comenzar el proceso de reparación del tejido.
Quedaban dos flechas. Por lo visto, Coyote había tirado en algún sitio las que le faltaban a él. Coloqué una flecha e intenté no reírme al ver a Basasael volando de un lado a otro con una flecha terminada en plumas saliéndole de entre las nalgas. Apunté con cuidado y la cuerda se tensó de golpe cuando la flecha surcó el aire y fue a clavarse en el ala derecha del ángel caído. La desgarró con un agujero blanco impresionante que empezó a abrirse y Basasael chilló y cayó a tierra de forma poco elegante, justo donde yo quería tenerlo.
—
¡Dóigh!
—grité, señalándole con el dedo índice derecho, mientras absorbía fuerza de la tierra para conjurar el fuego frío.
En ese mismo instante me sentí muy débil, como si tuviera una bajada de azúcar; sentía los músculos muy pesados y reaccionaban muy despacio a mis órdenes. No fue tan terrible como la primera vez que hice ese conjuro, cuando me desplomé sin remedio por el esfuerzo, pero estaba claro que ese día ya no iba a tensar más la cuerda del arco. Tendría que tumbarme y pasar un rato recuperándome.
Los altavoces del colegio cobraron vida con un chasquido y la voz severa de la autoridad retumbó contra las paredes del patio con un sonido metálico:
—Profesores, apliquen el protocolo de emergencia ahora mismo, por favor. Repito: profesores, apliquen el protocolo de emergencia de inmediato.
Por lo visto, los repetidos chillidos de mil demonios de Basasael y las llamaradas inexplicables que se veían en el patio habían convencido a dirección de que algo estaba pasando. Eso, sumado a las órdenes que daba una misteriosa voz incorpórea que parecía poco satisfecha con las clases de gramática del instituto, les había empujado a actuar.
Basasael empezó a elevarse del suelo despacio y era evidente (por fin) que las flechas lo entorpecían. No obstante, no daba muestras de que el fuego frío lo afectara, aunque yo tenía la esperanza de que no tardara en notarse.
Coyote, de nuevo en su forma humana, volvió corriendo a donde estaban su arco y las flechas y me gritó:
—¿Qué le has hecho, señor Druida?
—No estoy seguro de haberle hecho nada —respondí también a gritos—. A lo mejor estaría bien que le dispararas un par de veces más.
—Ah, sí, la estrategia brillante que aprendiste de Atila el Huno. Casi se me olvida.
Mientras Coyote ponía la flecha en el arco y tensaba la cuerda, Basasael se arrancaba las flechas de la mano y el estómago, sin dejar de emitir unos ruidos escalofriantes. Estaba intentando librarse de la última flecha con cuidado (la frase de Mercucio sobre «la flecha del arquero ciego» cobraba un nuevo significado en esa situación), cuando el tiro de Coyote le acertó de lleno en la garganta, ahogando cualquier chillido más. Eso nos permitió oír las sirenas de policía que se acercaban.
—¡Sí! —celebró Coyote, agitando el puño—. ¡Quédate ahí sentado y calladito!
Yo estaba empezando a volverme loco porque, mientras el ángel caído expresaba su angustia con lenguaje no verbal, se retorcía víctima de espasmos atroces y al mismo tiempo supuraba una sustancia blanca por las heridas, lo que a mí se me ocurrió fue: «Es una pena que nunca vayamos a tener la oportunidad de charlar mientras tomamos una taza de té.» Aparte de con Morrigan, en muy raras ocasiones tenía una conversación con seres mayores que yo, y siempre lo valoraba mucho cuando sucedía.
Mis dudas sobre si el fuego frío funcionaría con el ángel caído no tardaron en disiparse: la espuma burbujeante de las heridas de Basasael empezó a extenderse por todo su cuerpo y le retorcía los brazos y las piernas como si fueran gusanos frenéticos moviéndose debajo de la piel de un cadáver. Al segundo siguiente, trató de curvarse hacia dentro, en una especie de imitación de la posición fetal, y entonces explotó en una masa viscosa de pus y sangre. Aquella sustancia similar al alquitrán manchó el patio, cubrió la hierba, los árboles, el acero y el cemento; en la mezcla se distinguían los restos del adolescente a medio digerir. En ese momento la lluvia era una bendición, pues habíamos borrado un antiguo mal de la tierra, pero nunca podríamos borrar su rastro antes de que el colegio se abriera, ni mucho menos antes de que los policías llegasen.
—¡Eso es, hijo! —gritaba Coyote a los restos—. ¡Nadie entra en mi casa y sale con vida!
—Por el ojo maligno de Balor, ¿qué vamos a hacer con toda esta porquería? —dije yo.
—¿Por qué dices «vamos», señor Druida? No es mi demonio, no es mi porquería.
—Sí, ya lo sé. Pero no puedo hacer que vengan ahora unos necrófagos a limpiar. Esta gente tendrá que encargarse de ello y racionalizarlo como pueda. Pueden llamar a los cazafantasmas para que recojan una muestra de vertido ectoplásmico o lo que sea. O que vengan Mulder y Scully, porque no hay CSI en el mundo que pueda dar una explicación a esto.
—No tengo ni idea de lo que estás diciendo, señor Druida.
No me molesté en explicárselo. Me limité a señalar aquella carnicería y dije:
—Esta cosa de aquí va a ser el origen de un millar de teorías conspirativas sobre los extraterrestres y no cabe duda de que será el signo del próximo apocalipsis. Ya verás, va a salir en el «Weekly World News».
Coyote se encogió de hombros.
—Oye, a mí no me importa. Inventen lo que inventen, seguro que es una historia divertida.
—Tendríamos que recoger las flechas. Será mejor no dejarlas por aquí.
—Buena idea —contestó Coyote.
Me puse las sandalias antes de aventurarme a vadear aquella sustancia infernal y después me uní a Coyote en la búsqueda de las flechas. Empezaron a llegar al patio agentes de policía, pero mantuvimos la boca cerrada, porque sabíamos que no podían vernos ni oírnos. Si percibían un ligero movimiento, creerían que era un efecto de la lluvia.
Cuando el carcaj volvió a estar lleno de flechas, esquivamos a unos cuantos policías y administrativos para volver a la puerta. Me acordé de un último detalle antes de irme: tenía que deshacerme de toda la sangre que pudiera haberse derramado después de que Basasael me hiriera. Encontré unas pocas gotas cerca de la pared, no tantas como me temía; casi todas las había empapado mi camisa. Cogí unos puñados de agua del chorro que seguía cayendo y las limpié. Con ese gesto borraba las pruebas para los especialistas forenses y no dejaba nada tampoco para las brujas.
Sonó la campana que anunciaba el final de las clases y el inicio de la hora de la comida. Como el colegio estaba en estado de emergencia, los chicos tendrían que quedarse en clase y pasar hambre un rato. Pero ahora ya estaban a salvo.
Bastante satisfechos con nosotros mismos, los dos volvimos a cruzar el edificio de oficinas hacia el todoterreno robado que nos esperaba en la zona de acceso. Estaba rodeado de coches de policía. Vaya, perfecto.
Seguimos con el camuflaje y echamos a caminar hacia el sur, a pesar de que estábamos empapados y empezábamos a coger frío.
—Hay otro instituto justo al sur de la autopista —me explicó Coyote cuando ya estábamos a una distancia segura del edificio, haciendo un gesto vago hacia Crismon Road—. Se llama Desert Ridge. El aparcamiento está lleno de coches sin vigilancia que pueden robarse.
—Me parece que yo llamaré a un taxi desde esa tienda de ahí —repuse, señalando un logo luminoso rojo y blanco que brillaba débilmente bajo la lluvia—. Por hoy, ya he provocado bastante dolor a los estudiantes de instituto. Esos pobres de Skyline… ¿Qué son?
No me acordaba de su mascota y me volví para buscarla en la marquesina. Decía «HOGAR DE LOS COYOTES» y maldije en irlandés antiguo con tal prolijidad que mi padre se habría sentido orgulloso.
Coyote ya estaba riéndose y poniendo distancia entre nosotros. Sabía que me enfadaría al saberme engañado, y me enfadé.
—Con que entrar en tu casa, ¿eh? ¿Alguna vez ha muerto ahí un diné? —lo cuestioné—. Me mentiste con lo de esa niña que se había comido, ¿no?
—Sí, sólo ha muerto gente blanca. —Coyote esbozó una sonrisa perversa—. Pero no quería esperar hasta que alguien de mi pueblo se convirtiera en su desayuno, porque sí que hay algunos de los míos en ese instituto y sí que quería protegerlos.
—¿Y por eso me pusiste en un peligro tremendo? No estaba bien preparado para enfrentarme a ese bicho. Quería ocuparme de él en mi centro de poder y bajo mis propias condiciones.
—No te enfades, señor Druida. Te ayudé a resolver un buen problema. Tal vez no lo hubieras conseguido de no ser por mí.
—Ah, ¿sí? Pues cuando vino a por mí te tomaste tu tiempo dando vueltas antes de ayudarme.
—No pude evitar hacerlo tal como lo hice. ¿No te has dado cuenta de que la gente se pasa todo el día amenazándote con que va a meterte esto o lo otro por el culo, pero luego nunca lo hace? Bueno, pues ahora ya hay una nueva historia para contar alrededor de la hoguera: «Cómo Coyote le metió una flecha por el culo a un ángel caído.» ¡Me muero de ganas de oírmela contar! Y no te preocupes, señor Druida, ¡también explicaré cómo saqué lo mejor de ti!
Adoptó su forma animal y se alejó trotando bajo la lluvia, lanzando alegres aullidos y sonriéndome por encima del hombro.
Me pasé casi todo el camino a casa en el taxi mascullando cosas sobre los dioses embaucadores tres veces malditos, pero al final no pude evitar sonreír, a pesar de todo. Yo no era el primer tipo al que Coyote engañaba, y tampoco sería el último. La verdad era que no había salido demasiado mal parado, sólo con una herida superficial.
La comida con
Oberón
resultó más relajante de lo normal, tal vez porque me había quitado de encima muchas de las cosas que tenía a medio hacer. Mi perro se tomó cinco salchichas Weisswurst y yo pan de trigo con mantequilla de cacahuete y mermelada de naranja y un vaso de leche.
Oberón
quería discutir sobre lo que había visto en
Alguien voló sobre el nido del cuco
, decía que la enfermera Ratched era en realidad la Autoridad y que Wavy Gravy le habría dejado un par de cosas claras si hubiera estado allí. Quería hablar sobre dónde iba el jefe Bromden al final, si yo pensaba que volvía al río Columbia o si habría salido a luchar contra el Tinglado. También, con aire sombrío, quería comentar las decisiones del final de la vida.
Si alguna vez la Autoridad me corta la mitad del cerebro y soy un vegetal como McMurphy
, me dijo,
quiero que hagas lo que hizo el jefe, ¿vale?
Yo no sabía qué decir. El jefe había ahogado a McMurphy con una almohada. No me lo esperaba, pero se me llenaron los ojos de lágrimas y le rasqué detrás de las orejas. Eso no era suficiente, así que me agaché y le di un abrazo.
Oberón
no lo sabía, pero ya había vivido más que cualquier otro lebrel irlandés que hubiera habido sobre la faz de la tierra. La tragedia de su preciosa raza es que tienen una esperanza de vida bastante corta, de sólo seis o siete años. Le había estado dando la misma combinación de hierbas y magia que a mí me conservaba con el aspecto y el espíritu de un hombre de veintiún años en vez de veintiún siglos, un brebaje al que en broma llamaba Inmortaliza-Té.
Oberón
ya había cumplido quince años y no tenía ni idea de que debería haber muerto hacía tiempo, en lugar de andar por ahí corriendo con la energía y la fuerza de un adulto de tres años.
De acuerdo, amigo
, dije al fin.
Antes de que me diera tiempo a ponerme más sensiblero, empezó a sonarme
Witchy Woman
en el móvil, un tono de los Eagles que me había descargado especialmente para cuando me llamaba Malina.
Salí al jardín antes de contestar, pues había decidido recuperarme un poco mientras hablaba con ella. Me dio las gracias por haberle enviado la aquilea y, de forma muy educada, alabó su excelente calidad; yo respondí muy educadamente también y le di las gracias por la compra. Durante toda la conversación, pensé que estaba muy bien que hubiéramos vuelto a nuestra relación formal. Entonces ella se centró en el tema que yo quería tratar.
—En el ritual de anoche pudimos confirmar que
die Töchter des dritten Hauses
están aquí en el valle oriental, pero por desgracia no pudimos determinar su localización precisa.
—En ese caso, les doy tanto mi enhorabuena como mis condolencias. ¿Alguna idea sobre por qué no pudieron conseguir una visión más clara?
—Quizá nuestra efectividad esté mermada al ser sólo seis. Quizá se han conjurado a sí mismas con algún tipo de capa que nos es imposible penetrar. Lo más probable es que sea un poco por las dos cosas —contestó—. Esta noche vamos a intentarlo de nuevo. ¿Usted ha intentado averiguar su localización por su cuenta?
—No, no he tenido tiempo de utilizar mis propios métodos —dije—. Podría decirse que he tenido una mañana ocupada. Espero tener un poco de tiempo después del trabajo para intentarlo.
—Dudo que tenga nada de tiempo. También llevamos a cabo nuestro ritual de adivinación para encontrar a las bacantes y tuvimos mucho más éxito. Están aquí y son doce, para ser más exactos. Su plan es empezar a provocar daños esta noche, en Scottsdale. Se desatarán saturnales, a no ser que usted intervenga.