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Authors: Paul Krugman
Los expertos y —siento decirlo— los actores políticos de la Casa Blanca gustan de contar enrevesadas historias sobre lo que supuestamente piensan los votantes. En 2011, Greg Sargent, del
Washington Post
, resumió los argumentos esgrimidos por los asesores de Obama para justificar que la prioridad hubiera pasado a ser recortar los gastos, en vez de crear empleo.
Un acuerdo importante tranquilizaría a los independientes que tienen miedo de que el país esté fuera de control; situaría a Obama como el adulto que hizo que Washington volviera a funcionar; permitiría al presidente decir a los demócratas que él había enderezado la situación financiera del sistema; y despejaría el camino para abordar después otras prioridades.
Bueno, hablen ustedes con cualquier estudioso de las ciencias políticas que se haya dedicado a analizar el comportamiento del electorado, y se le escapará la risa ante la idea de que los votantes desarrollen este tipo de razonamientos tan complejos. Y estos mismos estudiosos, por lo general, se burlarán de lo que Matthew Yglesias ha denominado en su
Slate
la «falacia del experto»: demasiados analistas políticos están convencidos —erróneamente— de que sus temas favoritos son, milagrosamente, los que más le importan al electorado. Los votantes reales ya tienen bastante de qué ocuparse con sus trabajos, sus hijos y su vida en general. No tienen ni el tiempo ni las ganas de examinar en profundidad las cuestiones políticas, ya no digamos de meterse en un análisis de matices como los de las páginas de opinión. Lo que perciben —y decide su voto— es si la economía va a mejor o a peor. Así, los análisis estadísticos nos dicen que la tasa de crecimiento económico en los tres trimestres previos a las elecciones es, con mucho, el factor que más claramente determina los resultados electorales.
Y esto significa algo que, por desgracia, el equipo de Obama no ha captado hasta muy entrado el juego: que la estrategia económica que mejor funciona a nivel político no es la que aprueban los grupos de análisis, y menos aún los editoriales del
Washington Post
; es la estrategia que ofrece resultados reales. Quien sea que se siente el año próximo en la Casa Blanca prestará el mejor servicio posible a sus propios intereses políticos si hace lo correcto desde el punto de vista económico; esto es: si hace lo necesario para acabar con esta crisis. Si las políticas monetarias y fiscales expansivas, unidas al alivio de la deuda, son el camino para hacer que esta economía arranque —y espero haber convencido al menos a algunos lectores de que en efecto lo son—, entonces estas medidas serán inteligentes desde el punto de vista político, además de ser de interés nacional.
Pero ¿existe alguna posibilidad de que en efecto las veamos aprobadas como leyes?
LAS POSIBILIDADES POLÍTICAS
Como es sabido, en noviembre de 2012 habrá elecciones en Estados Unidos, y el futuro panorama político no está nada claro. En general, parece haber tres grandes posibilidades: que Obama sea reelegido presidente y los demócratas recuperen también el control del Congreso; que un republicano (probablemente, Mitt Romney) gane las elecciones presidenciales y que los republicanos sumen una mayoría en el Senado a su control de la Casa Blanca; y que el presidente salga reelegido pero se enfrente a la hostilidad de al menos una de las cámaras. ¿Qué se podría hacer en cada una de estas situaciones?
El primer caso —Obama triunfa— es el que permite imaginar con más facilidad que Estados Unidos hará lo necesario para recuperar el pleno empleo. En efecto, el gobierno de Obama tendría la oportunidad de renovar el intento y adoptar las medidas enérgicas que no supo tomar en 2009. Como es improbable que Obama obtenga en el Senado una mayoría absoluta a prueba de obstruccionistas, adoptar estas medidas enérgicas requeriría utilizar la «reconciliación», el procedimiento parlamentario que los demócratas emplearon para aprobar la reforma sanitaria y Bush para aprobar sus dos recortes de impuestos
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. Mejor eso que nada. Si los asesores se inquietan y advierten de las posibles consecuencias políticas, Obama deberá recordar la lección que aprendió dolorosamente en su primer mandato: la mejor estrategia económica, desde el punto de vista político, es la que muestra un avance tangible.
Una victoria de Romney nos colocaría en una situación muy distinta, claro; si Romney cumpliera con la ortodoxia republicana, rechazaría, por descontado, cualquier acción del tipo que he propuesto.
Sin embargo, no está claro que Romney crea de verdad en lo que está diciendo ahora mismo. Sus dos asesores económicos principales, N. Gregory Mankiw, de Harvard, y Glenn Hubbard, de Columbia, son republicanos convencidos, pero también bastante keynesianos en su enfoque de la macroeconomía. De hecho, en los primeros momentos de la crisis Mankiw abogó por una fuerte subida en el objetivo de inflación de la Reserva Federal, una propuesta que repugnaba y sigue repugnando a la mayoría de su partido. Su proyecto generó el alboroto previsible y él optó por guardar silencio con respecto a esta cuestión. Pero, al menos, podemos abrigar la esperanza de que el círculo más inmediato a Romney sostenga puntos de vista mucho más realistas de los que el candidato está exhibiendo en sus discursos; y que una vez en la presidencia, se quite la máscara y deje ver su verdadera naturaleza pragmático-keynesiana.
Sí, ya lo sé, abrigar esperanzas de que un político sea en realidad un perfecto engaño, que no crea en ninguna de las cosas en las que afirma creer, no es la forma de llevar un gran país. ¡Y, desde luego, no es razón para votar a ese político! Aun así, defender la creación de empleo quizá no sea un esfuerzo inútil, incluso si los republicanos arrasan este noviembre.
Por último, ¿qué hay del caso más probable: que Obama regrese al puesto, pero el Congreso no sea demócrata? ¿Qué debería hacer Obama y cuáles son las perspectivas de actuación? Mi respuesta es que el presidente, otros demócratas y todos los economistas de mentalidad keynesiana con influencia sobre la opinión pública deben defender la creación de empleo con energía y de forma frecuente, y presionar sin tregua a quienes desde el Congreso ponen trabas a los esfuerzos encaminados a crear empleo.
El gobierno de Obama no siguió este camino durante sus dos primeros años y medio. Ahora disponemos de numerosos informes sobre los procesos internos de toma de decisiones en la Administración entre 2009 y 2011, y todos sugieren que los asesores políticos del presidente lo apremiaban para que jamás pidiera cosas que quizá no podría conseguir, con el fin de no proyectar una imagen de debilidad. Además, los asesores económicos que, como Christy Romer, instaban al gasto para crear empleo fueron dejados de lado con el argumento de que la opinión pública no creía en aquellas medidas y estaba preocupada por el déficit.
El resultado de esta cautela, sin embargo, fue que hasta el presidente quedó cada vez más obsesionado con el déficit y las exigencias de austeridad, y que el discurso nacional en bloque abandonó el tema de la creación de empleo. Mientras tanto, la economía no se recuperaba; y la opinión pública carecía de razones para no culpar de ello al presidente, puesto que no lo veía asumir una postura claramente diferenciada de la del Partido Republicano.
En septiembre de 2011, por fin, la Casa Blanca cambió de táctica y presentó una propuesta de creación de empleo que, aunque muy inferior a lo que yo pedía en el capítulo 12, de todos modos fue mucho más allá de lo esperado. No cabía ninguna posibilidad de que el plan pudiera aprobarse en la Cámara de Representantes, dominada por los republicanos, y Noam Scheiber, de
The New Republic
, afirma que los asesores políticos de la Casa Blanca «empezaron a preocuparse porque el conjunto de las medidas fuera excesivamente gravoso e instaron a los técnicos a reducirlo». Sin embargo, en esta ocasión Obama se puso del lado de los economistas y, de paso, demostró que los asesores no sabían hacer su trabajo: la reacción de la opinión pública, en general, fue positiva, mientras quedó en evidencia el obstruccionismo republicano.
Y en fecha anterior de este mismo año, después de que el debate hubiera pasado a centrarse más en la creación de empleo, los republicanos se quedaron a la defensiva. En consecuencia, el gobierno de Obama pudo conseguir una porción significativa de lo pretendido —una ampliación de los créditos por impuestos pagados sobre las remuneraciones, que ayudaba a poner dinero en efectivo en los bolsillos de los trabajadores, y una extensión menor de la ampliación de los subsidios por desempleo— sin tener que hacer a cambio concesiones importantes.
En resumen, la experiencia del primer mandato de Obama hace pensar que no hablar del empleo solo porque uno cree que no va a poder aprobar la legislación para crear empleo no funciona ni siquiera como estrategia política. En cambio, machacar la necesidad de crear puestos de trabajo puede ser una buena decisión política, tal que además presione lo suficiente al otro bando como para conseguir aprobar asimismo medidas mejores.
O, por decirlo de un modo más sencillo: no hay ninguna razón para no contar la verdad sobre esta depresión; lo que me lleva de nuevo al punto de inicio de este libro.
UN IMPERATIVO MORAL
Aquí estamos, pues, más de cuatro años después de que la economía de Estados Unidos entrase por primera vez en recesión; y aunque la recesión tal vez haya terminado, la depresión no ha concluido. Quizá el desempleo tienda a la baja en Estados Unidos (aunque en Europa sigue subiendo), pero aún se mantiene en niveles que habrían sido inconcebibles hace no tanto tiempo; niveles desorbitados. Decenas de millones de nuestros conciudadanos atraviesan graves dificultades, las perspectivas de futuro de los jóvenes de hoy se debilitan con cada mes que pasa… y nada de esto tiene por qué pasar.
La verdad, en efecto, es que tenemos tanto el saber como las herramientas precisas para salir de esta depresión. Sin duda, si aplicamos algunos principios económicos consagrados por el tiempo, cuya validez han reforzado aún más los acontecimientos recientes, podremos recuperar niveles próximos al pleno empleo muy pronto; probablemente, antes de dos años.
Lo que bloquea esta recuperación es solamente la falta de lucidez intelectual y de voluntad política. Y es tarea de todo aquel con capacidad de influencia —desde los economistas profesionales a los políticos o los ciudadanos inquietos— hacer cuanto esté en su mano para remediar esta carencia. Podemos acabar con esta depresión; y tenemos que luchar por las medidas que lo conseguirán, luchar por ellas desde este mismísimo momento.
¿QUÉ SABEMOS EN REALIDAD DE LOS EFECTOS DEL GASTO PÚBLICO?
U
no de los temas principales de este libro ha sido que, en una economía profundamente deprimida, cuando los tipos de interés que las autoridades monetarias pueden controlar están rozando el cero, necesitamos más gasto público, y no menos. La Gran Depresión se terminó gracias a un aluvión de gasto público y hoy necesitamos, desesperadamente, algo semejante.
Pero ¿cómo sabemos que un mayor gasto público potenciará, realmente, el crecimiento y el empleo? Al fin y al cabo, muchos políticos rechazan la idea de plano e insisten en que el gobierno no puede crear puestos de trabajo; algunos economistas están dispuestos a afirmar lo mismo. Entonces, ¿se trata solo de ponerse al lado de los que parecen formar parte de la tribu política propia?
Bien, no debería ser así. La lealtad a la tribu no debería tener que ver más con nuestra opinión sobre la macroeconomía que con nuestra opinión sobre, pongamos por caso, la teoría de la evolución o el cambio climático… Bueno, quizá es mejor que lo dejemos aquí.
En cualquier caso, a la pregunta sobre cómo funciona la economía deberíamos responder atendiendo a las pruebas, no a los prejuicios. Y uno de los pocos beneficios de esta depresión ha sido una profusión de estudios económicos bien documentados acerca del efecto de los cambios en el gasto público. Y ¿qué nos dicen las pruebas?
Antes de poder responder a esta pregunta, debo ocuparme brevemente de los escollos que tenemos que evitar.
EL PROBLEMA DE LA CORRELACIÓN
Quizá uno piense que, para evaluar los efectos del gasto público sobre la economía, basta con observar la correlación entre los niveles de gasto y otras cosas, como el crecimiento y el empleo. Y lo cierto es que incluso algunas personas de las que cabría esperar más caen a veces en la trampa de identificar correlación con causalidad (véase el análisis de la deuda y el crecimiento, en el capítulo 8). Para convencer al lector de que este no es un procedimiento útil, permítanme hablar de una cuestión relacionada: el efecto de los impuestos sobre el rendimiento económico.
Como es sabido, la derecha estadounidense tiene como artículo de fe que los impuestos bajos son la llave del éxito económico. Pero ahora supongamos que analizamos la relación entre los impuestos —concretamente, el porcentaje del PIB recaudado con los impuestos federales— y el desempleo en los últimos doce años. Nos encontraremos con esto:
Vemos que hay años con impuestos elevados, en relación con el PIB, y poco desempleo; y al revés. Luego… ¡para reducir el paro hay que subir los impuestos!
Por descontado, esto no se lo creen ni siquiera los que, de entre nosotros, son menos dados a la fiebre de bajar impuestos. ¿Por qué no? Porque, sin duda, aquí estamos observando una correlación falaz. Por ejemplo, el paro era relativamente bajo en 2007 porque el
boom
inmobiliario aún impulsaba la economía; y la combinación de una economía fuerte y cuantiosas plusvalías de capital aumentaba los ingresos federales, haciendo que los impuestos parecieran altos. En 2010, el auge había terminado y había arrastrado en el descenso tanto la economía como los ingresos fiscales. Los niveles tributarios eran consecuencia de otras cosas, no una variable independiente que moviera la economía.