¡Acabad ya con esta crisis! (27 page)

BOOK: ¡Acabad ya con esta crisis!
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Pero esta es solo una parte de la historia. Que Europa sea incapaz de afrontar sus problemas reales, y que insista en enfrentarse a fantasmas inexistentes, no es en modo alguno exclusiva de este continente. En 2010, buena parte de la élite que determina las políticas a ambos lados del Atlántico se enamoró perdidamente de una serie relacionada de falacias sobre la deuda, la inflación y el crecimiento. Trataré de explicar las falacias y abordaré, también, una tarea mucho más ardua: clarificar por qué tantas personas importantes decidieron apoyar esas falacias. Pero será ya en el capítulo siguiente.

«Austeríacos»

—Un recorte tras otro: muchos economistas afirman que corremos un claro peligro de deflación. ¿Qué opina al respecto?

—No creo que ese riesgo se pudiera materializar. Al contrario, hay expectativas de inflación notablemente firmes, en línea con nuestra definición —menos del 2 por 100, cerca del 2 por 100— y han permanecido así durante la crisis reciente. En lo que respecta a la economía, la idea de que las medidas de austeridad podrían causar un estancamiento es incorrecta.

—¿Incorrecta?

—Sí. De hecho, en estas circunstancias, todo lo que ayude a incrementar la confianza de las familias, empresas e inversores en la sostenibilidad de las finanzas públicas es bueno para la consolidación del crecimiento y la creación de empleo. Estoy del todo convencido de que, en las circunstancias actuales, las políticas que inspiren confianza favorecerán, y no perjudicarán, la recuperación económica, porque hoy en día el factor clave es la confianza.

Entrevista a Jean-Claude Trichet, presidente del Banco Central Europeo, en el periódico italiano La Repubblica, junio de 2010

E
n los terroríficos meses que siguieron a la caída de Lehman, casi todos los gobiernos principales del mundo estuvieron de acuerdo en que había que compensar el hundimiento repentino del gasto privado, y pasar a desarrollar políticas monetarias y fiscales expansivas —con más gasto, menos impuestos y la impresión de grandes cantidades de base monetaria—, esforzándose por limitar los daños. Así, se adecuaban a los consejos de los manuales corrientes; y, lo que es más importante, ponían en práctica la dura lección aprendida con la Gran Depresión.

Pero en 2010 ocurrió algo extraño: una gran parte de la élite gestora del mundo —los banqueros y los funcionarios financieros que definen el saber convencional— decidió arrojar por la borda los manuales y las lecciones de la historia y declaró que lo poco era mucho. Sin apenas transición, se puso de moda reclamar recortes del gasto, incrementos de impuestos y tasas de interés aún más elevadas, a pesar de las descomunales cifras del desempleo.

Y digo «sin apenas transición» porque el dominio de los devotos de la austeridad inmediata —los «austeríacos», según el afortunado término que acuñó el analista financiero Rob Parenteau— ya se había impuesto en la primavera de 2010, cuando la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico publicó su último informe sobre la perspectiva económica.

La OCDE es un centro de análisis con sede en París, fundado por un club de gobiernos de países avanzados (razón por la cual hay quien se refiere al mundo económicamente más avanzado con la simple referencia a «la OCDE», porque la pertenencia al club viene a ser un sinónimo de «país avanzado»). Dadas las circunstancias, está claro que se trata de un lugar de lo más convencional; la clase de espacio en el que los documentos se negocian párrafo por párrafo con miras a no ofender a ninguno de los actores principales.

Y este centro del saber convencional ¿qué aconsejó a Estados Unidos en la primavera de 2010, con inflación baja, desempleo muy alto y un gobierno federal que podía tomar prestado dinero a un coste próximo al mínimo histórico?

Afirmó que el gobierno estadounidense debería pasar de inmediato a recortar el déficit presupuestario y que la Reserva Federal debería haber elevado radicalmente las tasas de interés a corto plazo al acabar el año.

Afortunadamente, las autoridades estadounidenses no aceptaron el consejo. Hubo cierta restricción fiscal «pasiva» cuando el estímulo de Obama se desvaneció, pero no un giro completo hacia la austeridad. Y la Reserva Federal no solo mantuvo sus tasas en un nivel bajo, sino que se embarcó en un programa de adquisición de bonos, como intento de proporcionar más brío a la débil recuperación. En Gran Bretaña, en cambio, unas elecciones dieron el poder a una coalición de conservadores y liberal-demócratas que se tomó el consejo de la OCDE al pie de la letra, e impuso un programa de recortes preventivos aun a pesar de que Gran Bretaña, al igual que Estados Unidos, se enfrentaba tanto a un desempleo elevado como a costes de préstamos muy reducidos.

Entretanto, en el continente europeo, la austeridad fiscal hizo furor; y el Banco Central Europeo empezó a subir las tasas de interés a principios de 2011, a pesar de que la economía de la zona euro se hallaba en un estado de honda depresión y sin ninguna amenaza inflacionaria convincente.

La OCDE tampoco fue la única en exigir restricciones fiscales y monetarias aun a pesar de la depresión. Otras instituciones internacionales, como el Banco de Pagos Internacionales, con sede en Basilea, hicieron lo mismo; también economistas influyentes, como Raghuram Rajan, de Chicago, y voces destacadas del mundo empresarial, como Bill Gross, de Pimco. ¡Ah!, y en Estados Unidos, varios notables republicanos copiaron los diversos argumentos a favor de la austeridad como justificaciones de su propia defensa del recorte de gastos y la restricción del dinero. Sin duda, hubo algunas personas y organizaciones que se opusieron a la tendencia; un ejemplo muy destacado, y de lo más gratificante, fue el del Fondo Monetario Internacional, que continuó abogando por puntos de vista que me parecen signos de cordura. Pero creo que es justo decir que, en 2010-2011, la que he denominado «gente muy seria» —personas que expresan opiniones que son consideradas razonables por los que mueven los hilos— dio un giro claro hacia la perspectiva de que había llegado la hora de las restricciones, pese a que no había nada que se áseme-jara a una recuperación plena con respecto a la crisis financiera y sus efectos.

Así, ¿qué había detrás de este cambio repentino en las modas de la gestión? En realidad, es una pregunta que se puede responder de dos maneras: podemos fijarnos en los argumentos fundamentales con los que se defendía la austeridad fiscal y la restricción monetaria, o intentar comprender los motivos de los que mostraban tantas ganas de alejarse de la lucha contra el desempleo.

En el presente capítulo, me ocuparé de las dos cuestiones; pero empezaré por los argumentos.

Sin embargo, la idea presenta una dificultad: a la hora de analizar los argumentos de los «austeríacos», te encuentras persiguiendo un blanco móvil y huidizo. Sobre las tasas de interés, en particular, yo me he sentido a menudo como si los que propugnaban su aumento estuvieran jugando al
Calvinball
: aquel juego de la historieta de «Calvin y Hobbes» en el que los jugadores van inventando nuevas reglas sin cesar. La OCDE, el Banco de Pagos Internacionales y varios economistas y gentes de las finanzas parecían estar muy seguros de que las tasas de interés debían subir, pero en cuanto a la explicación de por qué, iba cambiando sin parar. Esta variabilidad, a su vez, apuntaba a que los motivos reales de esta petición de aumento tenían poco que ver con una valoración objetiva de la teoría económica. También significa que no puedo exponer aquí una crítica de «el» argumento a favor de la austeridad y las tasas altas; se presentaron varios argumentos que no necesariamente eran coherentes entre sí.

Empecemos por el argumento que, probablemente, ha tenido más fuerza: el miedo. Más concretamente, el miedo a que las naciones que no den la espalda al estímulo y adopten medidas de austeridad (por mucho que el desempleo sea elevado) se enfrentarán a crisis de deuda similares a las de Grecia.

EL FACTOR MIEDO

Las ideas de los «austeríacos» no han surgido de la nada. Incluso en los meses inmediatamente posteriores a la caída de Lehman, hubo voces que denunciaban los intentos de rescatar las economías principales mediante un incremento del gasto deficitario y del uso de las prensas de dinero. En el calor del momento, sin embargo, estas voces quedaron apagadas, en gran parte, por los que pedían iniciativas expansivas urgentes.

A finales de 2009, sin embargo, tanto los mercados financieros como la economía mundial se habían estabilizado, por lo que disminuyó la convicción de que tales iniciativas eran urgentes. Y luego se produjo la crisis griega, que los antikeynesianos de aquí y allá presentaron como ejemplo de lo que nos ocurriría a todos los demás si no seguíamos pronto el angosto y estricto camino de la rectitud fiscal.

Según he señalado ya en el capítulo 10, la crisis de la deuda griega fue
sui generis
, incluso dentro de Europa; y el resto de las crisis de deuda de los países de la zona euro fueron producto de la crisis financiera, y no a la inversa. En cambio, las naciones que aún poseen su propia moneda no han visto ni siquiera indicios de una acumulación de endeudamiento gubernamental al estilo de Grecia; y ello a pesar de que —como Estados Unidos, pero también Gran Bretaña y Japón— también cuentan con deudas y déficits muy elevados.

Pero ninguna de estas observaciones parecía tener peso en el debate sobre las políticas que se debían adoptar. Según ha escrito Henry Farrell, experto en ciencias políticas, en un estudio sobre el ascenso y la caída de las políticas keynesianas en la crisis: «el hundimiento de la confianza de los mercados en Grecia se interpretó como parábola de los riesgos del despilfarro fiscal. Los estados que entraron en graves dificultades fiscales corrían el peligro de perder toda la confianza de los mercados y quizá, caer en la absoluta ruina».

De hecho, se puso plenamente de moda que la gente respetable proclamara advertencias apocalípticas sobre el desastre inminente que ocurriría si no corríamos a recortar el déficit. Erskine Bowles, el copresidente —¡el copresidente
demócrata
!— de un equipo de análisis que, se suponía, debía entregar un plan para la reducción de déficit a largo plazo, hizo una declaración ante el Congreso en marzo de 2011, unos pocos meses después de que el equipo fuera incapaz de llegar a un acuerdo, y alertó de que se avecinaba una crisis de la deuda:

Es un problema que vamos a padecer, como ha dicho el antiguo presidente de la Reserva Federal o ha dicho Moody’s; es un problema al que tendremos que enfrentarnos. Quizá pasen dos años, ¿saben?, quizá un poco menos, quizá un poco más; pero si los banqueros que tenemos allá en Asia empiezan a creer que nuestra deuda va a perder la solidez, que nos será imposible cumplir con nuestras obligaciones, pues párense a pensar por un minuto que ocurriría si simplemente dejaran de comprar nuestra deuda.

¿Qué les ocurre a las tasas de interés y qué le ocurre a la economía estadounidense? Los mercados nos destrozarán, por completo, si no resolvemos este problema. Es un problema real, con soluciones dolorosas, pero tenemos que actuar.

El otro copresidente, Alan Simpson, intervino para afirmar que ocurriría
antes
de dos años. Sin embargo, los inversores reales no parecían sentir ninguna inquietud: las tasas de interés a largo plazo de los bonos estadounidenses se hallaban casi en niveles comparativamente bajos cuando declararon Bowles y Simpson, y siguieron cayendo a lo largo de 2011, hasta alcanzar mínimos históricos.

Vale la pena apuntar otras tres cuestiones. Primero, a principios de 2011, los alarmistas tenían una excusa favorita para explicar la evidente contradicción entre sus funestas alertas de catástrofe inminente y la persistencia de las tasas de interés bajas: la Reserva Federal, decían, estaba manteniendo las tasas en un nivel artificialmente bajo gracias a que compraba deuda con su programa de «flexibilización cuantitativa». Las tasas se dispararían, continuaba, cuando este programa concluyera, en junio. No lo hicieron.

En segundo lugar, los predicadores de la crisis de deuda inminente defendieron como demostración de su acierto, en agosto de 2011, que la agencia Standard &Poor’s rebajara la calificación del gobierno de Estados Unidos, que perdió su condición AAA. Muchas voces se pronunciaron para decir: «El mercado ha hablado». Pero no era el mercado el que había hablado, sino una simple agencia de calificación; una de las empresas que, como sus iguales, había concedido la calificación AAA a muchos instrumentos financieros que terminaron convertidos en basura tóxica. Y en cuanto a la reacción del verdadero mercado a la degradación de S&P… se quedó en nada. Si acaso, los costes de endeudamiento de Estados Unidos se redujeron aún más. Esto, por cierto, tal como he apuntado en el capítulo 8, no supone ninguna sorpresa para los economistas que habían estudiado la experiencia de Japón: tanto S&P como su competidora Moody’s rebajaron la calificación de Japón en 2002, en una época en la que la situación de la economía japonesa se asemejaba a la de Estados Unidos en 2011. Y la rebaja no tuvo ni la más mínima consecuencia.

Y, por último, incluso si uno se tomaba en serio la advertencia sobre una inminente crisis de la deuda, eso no comportaba que una inmediata austeridad fiscal —recorte de gastos y subida de impuestos en el contexto de una economía muy deprimida— pudiera ayudar a capear esa supuesta crisis. Depende de la situación. Por un lado, está recortar gastos y elevar impuestos cuando la economía se halla relativamente próxima al pleno empleo y el banco central está aumentando los tipos para evitar el riesgo de inflación. En esa circunstancia, el recorte de gastos no tiene por qué deprimir la economía, dado que el banco central puede compensar el efecto negativo con una rebaja (o, al menos, el mantenimiento) de las tasas de interés. Ahora bien, en una situación de profunda depresión económica, y cuando las tasas de interés ya rondan el cero, los recortes de gastos no se pueden compensar. Por lo tanto, contribuyen a deprimir más la economía; y esto hace que disminuyan los ingresos y que desaparezca, al menos en parte, la pretendida reducción del déficit.

Así pues, incluso si uno estuviera preocupado por una eventual pérdida de la confianza, o al menos inquieto por la perspectiva presupuestaria a largo plazo, la lógica económica parecería indicar que no es la hora de la austeridad; que debe planearse un futuro recorte del gasto e incremento de los ingresos, pero que estas medidas no deben adoptarse hasta que la economía haya recobrado fuerza.

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