¡Acabad ya con esta crisis! (26 page)

BOOK: ¡Acabad ya con esta crisis!
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Bien, podría conseguirse mediante la inflación en las economías de los países centrales. Supongamos que el Banco Central Europeo siguiera una política de dinero barato mientras el gobierno alemán proponía un estímulo fiscal; esto supondría pleno empleo dentro de Alemania, aunque en España las tasas de desempleo continuaran siendo aún elevadas. Por lo tanto, los sueldos españoles no subirían mucho, si es que llegaban a subir, mientras que los alemanes sí crecerían bastante; de este modo, los costes españoles se mantendrían al mismo nivel mientras que los costes alemanes aumentarían. Y este ajuste, en el caso español, sería relativamente sencillo; no digo sencillo, solo
relativamente
sencillo.

Pero los alemanes sienten un odio verdaderamente profundo hacia la inflación, debido al recuerdo de la gran inflación de los primeros años veinte. (Curiosamente, recuerdan mucho menos las políticas deflacionistas de los primeros años treinta, que en realidad fueron las que abonaron el terreno para la ascensión al poder de el-lector-ya-sabe-quién. Volveremos sobre ello en el capítulo 11.) Y quizá sea relevante, de forma más directa, que el Banco Central Europeo se constituyó con el mandato de mantener la estabilidad de los precios; y punto. Hasta qué extremo es vinculante este mandato, es una pregunta abierta; yo sospecho que el BCE podría dar con un modo de justificar una inflación moderada, diga lo que diga su carta fundacional. Sin embargo, el ánimo que impera concibe la inflación como un demonio terrible, sin tomar en consideración las consecuencias que puede tener una política de inflación reducida.

Pensemos ahora en lo que esto implica para España; a saber, que tiene que ajustar los costes por medio de la deflación, que en la
eurojerga
se conoce como «devaluación interna». Y eso sí es muy difícil de conseguir, porque los sueldos son casi rígidos, cuando se trata de bajarlos: solo caen despacio y de mala gana, por mucho que el país se enfrente a un fuerte desempleo.

Si hubiera dudas en torno de esta rigidez, la historia de Europa las disipará todas. Tomemos el caso de Irlanda, por lo general considerada una nación con mercados laborales muy «flexibles» (otro eufemismo para hablar de una economía en la que los patrones pueden despedir a los trabajadores, o recortarles los sueldos, con suma facilidad). Pese a que Irlanda lleva varios años sufriendo unas tasas de paro muy elevadas (próximas al 14 por 100, en el momento de escribir estas páginas), los sueldos irlandeses solo han caído un 4 por 100 desde su pico más elevado. Es decir, Irlanda está consiguiendo una devaluación interna, en efecto; pero muy despacio. Es una historia parecida a la de Lituania, que no está en el euro pero ha rechazado la posibilidad de devaluar la moneda. En cuanto a España, el salario medio ha llegado a aumentar ligeramente pese a la fuerte tasa de desempleo, aunque tal vez solo se trate, en parte, de una ilusión estadística.

Y, por cierto, si quieren un ejemplo de la tesis de Milton Friedman —cuando afirmaba que, para recortar precios y salarios, lo más sencillo, con diferencia, es devaluar la moneda—, miren el caso de Islandia. Este pequeño país insular saltó a la fama por la magnitud de su desastre financiero, y quizá podríamos haber esperado que ahora estuviese aún peor que Irlanda. Pero Islandia declaró que no era responsable de las deudas de sus banqueros desbocados, y además contaba con la grandísima ventaja de tener aún su propia moneda, lo cual le facilitó mucho el camino para recuperar la competitividad: se limitaron a dejar caer la corona y, solo con eso, recortaron sus sueldos en un 25 por 100 en relación con el euro.

Sin embargo, en España no hay moneda propia. Esto significa que, para ajustar el nivel de costes, España y otros países tendrán que atravesar un largo período de tiempo con tasas de desempleo elevadísimas, lo suficientemente altas como para que vayan forzando una muy lenta reducción salarial. Y aquí no termina todo. Los países que ahora se ven obligados a ajustar los costes son los mismos que tuvieron la mayor acumulación de deuda privada antes de la crisis. Ahora se enfrentan a la deflación, que incrementará el peso real de aquel endeudamiento.

Pero ¿qué pasa con la crisis fiscal, las tasas de interés aplicadas a la deuda gubernamental, que se han disparado en el sur de Europa? En gran medida, esta crisis fiscal es un producto derivado del estallido de las burbujas y el descontrol de los costes. Cuando estalló la crisis, el déficit se puso por las nubes; y la deuda también aumentó mucho de golpe cuando los países con problemas actuaron para rescatar sus sistemas bancarios. Y la vía a la que los gobiernos recurren habitualmente para abordar las cargas del endeudamiento —una combinación de inflación y crecimiento, tal que reduzca la deuda en relación con eí PIB— no es un camino viable para los países de la zona euro, que, por el contrario, están condenados a años de deflación y estancamiento. No debe sorprendernos, entonces, que los inversores se pregunten si los países del sur de Europa estarán dispuestos a devolver todas sus deudas, o si serán capaces de hacerlo.

Pero la historia tampoco acaba aquí. Aún hay otro elemento en la crisis del euro, otra debilidad causada por la moneda común, que ha cogido a muchas personas por sorpresa; y aquí me incluyo entre ellas. Resulta que los países sin moneda propia son muy vulnerables a caer víctimas de un pánico que acarrea su propio cumplimiento; un pánico en el que el empeño de los inversores por evitar pérdidas por impago termina desencadenando precisamente el impago temido.

El primero en señalarlo fue el economista belga Paul de Grawe, cuando hizo ver que las tasas de interés de la deuda británica son muy inferiores a las de la española —el 2 por 100 frente al 5 por 100, respectivamente, en el momento de escribir—, pese a que Gran Bretaña tiene más deuda y más déficit y, posiblemente, una perspectiva fiscal peor que la española, aun teniendo en cuenta la deflación de España. Pero tal como apuntó De Grawe, España se enfrenta a un riesgo del que Gran Bretaña está libre: la congelación de la liquidez.

¿Qué quiere decir esto? Casi todos los gobiernos modernos tienen una deuda cuantiosa, y no toda son bonos a treinta años; hay mucha deuda a cortísimo plazo, con un vencimiento de tan solo unos meses, además de bonos a dos, tres o cinco años, un buen número de los cuales vence en cualquier año dado. Los gobiernos dependen de su capacidad de refinanciar la mayor parte de esta deuda; de hecho, venden bonos nuevos para pagar los viejos. Si, por alguna razón, los inversores se negasen a comprar bonos nuevos, hasta un gobierno esencialmente solvente podría verse obligado al impago.

¿Puede suceder algo así en Estados Unidos? No, en realidad, no; porque la Reserva Federal podría intervenir, y lo haría, comprando la deuda federal, imprimiendo de hecho más dinero para pagar las facturas del gobierno. Tampoco podría ocurrirle a Gran Bretaña, a Japón o a cualquier otro país que pide prestado el dinero en su propia moneda y dispone de su propio banco central. Pero sí les puede suceder a cualquiera de los países que están ahora en la zona euro, que no pueden contar con que el Banco Central Europeo les dé efectivo en caso de emergencia. Y si un país de la zona euro se ve obligado a no pagar sus deudas por esta clase de restricción del efectivo, tal vez nunca logre devolver la deuda por completo.

Esto crea, inmediatamente, la posibilidad de una crisis que acarree su propio cumplimiento, en la que el temor de los inversores ante un posible impago derivado de la falta de efectivo les llevaría a rechazar los bonos de ese país, lo cual provocaría la misma falta de dinero que temían. Y pese a que todavía no se ha producido una crisis de este tipo, es fácil ver cómo la inquietud constante ante la posibilidad de que estalle una de ellas puede llevar a los inversores a pedir tasas de interés más elevadas para mantener la deuda de los países susceptibles, en potencia, de caer en esta clase de pánico autorrealizante.

Evidentemente, desde principios de 2011, el euro ha supuesto una clara penalización: los países que usan el euro tienen que afrontar costes de préstamo más elevados que otros países con un panorama económico y fiscal parecido, pero que mantienen la moneda propia. No se trata solamente de España frente a Gran Bretaña; mi comparación favorita reúne a los tres países escandinavos: Finlandia, Suecia y Dinamarca. Aunque todos ellos son dignos de considerarse países de alta solvencia, sin embargo Finlandia (que está dentro del euro) ha visto cómo sus costes de préstamo se incrementan sustancialmente más que los de Suecia (que ha conservado su moneda propia, con libre flotación) e incluso los de Dinamarca (que mantiene un tipo de cambio fijo con respecto al euro, pero conserva su moneda y, por tanto, la posibilidad de salir por sí sola del apuro, si falta el efectivo).

SALVAR EL EURO

Dados los problemas que está sufriendo el euro en la actualidad, se diría que los «euroescépticos» —los que advirtieron a Europa de que, en realidad, no estaba bien preparada para tener una moneda única— estaban en lo cierto. Además, aquellos países que decidieron no adoptar el euro —Gran Bretaña, Suecia— lo están pasando mucho menos mal que sus vecinos del euro. Así pues, los países europeos que ahora tienen problemas ¿deberían invertir el curso, sencillamente, y volver a sus monedas independientes?

No necesariamente. Hasta los euroescépticos como yo nos damos cuenta de que romper el euro ahora que ya existe se pagaría muy caro.

En primer lugar, cualquier país que pareciera candidato a abandonar el euro se enfrentaría, de inmediato, a una descomunal estampida bancaria, puesto que los depositantes correrían a desplazar sus fondos a otras euronaciones más sólidas. Y la vuelta del dracma o de la peseta provocaría enormes problemas legales, cuando todo el mundo intentara esclarecer el significado de las deudas y los contratos expresados en euros.

Además, un cambio de postura radical en relación con el euro representaría una derrota política terrible para el proyecto europeo más amplio de unidad y democracia a través de la integración económica; y este proyecto, como dije al principio, es muy importante no solo para Europa sino para el mundo entero.

En consecuencia, sería mejor encontrar una forma de salvar al euro. ¿Cómo se podría conseguir?

Lo primero, y más urgente, es que Europa ponga coto a los ataques de pánico. De un modo u otro, tiene que haber garantías de una liquidez adecuada —garantías de que los gobiernos no se quedarán sin dinero a consecuencia del pánico en el mercado—, comparables a las que existen en la práctica para los gobiernos que asumen préstamos en su propia moneda. La forma más clara de lograrlo sería que el Banco Central Europeo estuviera preparado para comprar bonos gubernamentales de los países del euro.

En segundo lugar, esos países cuyos costes y precios se deben ajustar —los países europeos que han venido generando grandes déficits comerciales, pero que no pueden continuar haciéndolo— necesitan vías realistas de retorno a la competitividad. A corto plazo, los países con excedente tienen que ser la fuente de una gran demanda de exportaciones. Y, con el tiempo, si este camino no termina conllevando una deflación carísima en los países deficitarios, tendrá que implicar una inflación moderada, pero significativa, en los países excedentarios, y una tasa de inflación algo menor pero aún importante —digamos de un 3 o 4 por 100— para la zona euro en su conjunto. Todo esto exige una política monetaria muy expansiva por parte del Banco Central Europeo, además de un estímulo fiscal en Alemania y unos pocos países más pequeños.

Por último, aunque las cuestiones fiscales no están en el meollo del problema, en el punto actual los países deficitarios tienen problemas de déficit y endeudamiento y tendrán que poner en práctica medidas de considerable austeridad fiscal, durante un tiempo, para ordenar sus sistemas fiscales.

Esto es lo que se necesitaría, probablemente, para salvar el euro. Pero ¿qué posibilidades hay de que lo veamos?

El Banco Central Europeo nos ha sorprendido de manera positiva desde que Mario Draghi relevó a Jean-Claude Trichet en la presidencia. Cierto es que Draghi se negó en redondo a admitir que el banco comprara bonos procedentes de los países en crisis. Pero encontró un modo de conseguir un resultado más o menos similar por la puerta de atrás: anunció un programa por el cual el BCE avanzaría préstamos ilimitados a los bancos privados y aceptaría bonos de los gobiernos europeos como garantía secundaria. El resultado ha sido que, en el panorama general (al menos, mientras escribo estas páginas), el pánico autorrealizante parece menos inminente y, con ello, las tasas de interés de los bonos europeos se han reducido.

Pese a esto, sin embargo, los casos más extremos —Grecia, Portugal e Irlanda— siguen excluidos de los mercados de capital privado. Por lo tanto, han dependido de una serie de programas de préstamo
ad hoc
, establecidos por una «troika» compuesta por los gobiernos europeos más fuertes, el BCE y el Fondo Monetario Internacional. Por desgracia, la troika siempre ha proporcionado el dinero en cantidad insuficiente y sin la celeridad necesaria. Además, a cambio de estos préstamos de emergencia, los países deficitarios se han visto obligados a imponer programas de recorte de gastos inmediatos y draconianos, además de subidas de los impuestos. En consecuencia, estos programas los empujan a pozos aún más hondos y siguen siendo demasiado escasos aun en términos exclusivamente presupuestarios, ya que las economías en recesión también sufren la caída de los ingresos tributarios.

Mientras tanto, no se ha hecho nada para ofrecer un entorno en el que los países deficitarios encuentren una vía razonable para recuperar su competitividad. Mientras los países con déficit se ven forzados a adoptar medidas de austeridad salvajes, los países con superávit se han metido por su cuenta en programas de austeridad, lo cual socava las esperanzas de un crecimiento de las exportaciones. Y en lugar de admitir que la inflación tiene que ser un poco más alta, el Banco Central Europeo subió los tipos de interés en la primera mitad de 2011, para responder a una amenaza de inflación que solo existía en su imaginación. (Más adelante dio marcha atrás al incremento de los tipos, pero para entonces ya se había hecho mucho daño.)

¿Por qué Europa ha respondido tan mal a su crisis? Ya he apuntado parte de la respuesta: muchos dirigentes del continente parecen decididos a «helenizar» el cuento y creer que quienes atraviesan dificultades —no solo Grecia— han llegado ahí por culpa de la irresponsabilidad fiscal. Y, con esta premisa falsa, se busca un remedio falso: si el problema era el despilfarro fiscal, la rectitud fiscal debería ser la solución. Se presenta la economía como una obra moral, pero con otra vuelta de tuerca: en realidad, los pecados por los que se pena jamás tuvieron lugar.

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