A barlovento (14 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: A barlovento
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El bramido del viento aminoró; el bolígrafo cayó suavemente en su mano. Lo fijó a un lateral de la placa de escritura y volvió a usar los controles de la muñeca para relanzar los motores de las cuchillas propulsoras. La sangre le subió a la cabeza, añadiendo un nuevo rugido a sus oídos, sumado al del viento, que oscurecía y emborronaba el azul panorama. Su collar, un regalo cortesía de su tía Silder, de antes de marcharse, se deslizó bajo su barbilla.

Dejó que las cuchillas propulsoras volasen libremente durante un momento, y luego volvió a alimentar los motores. Sentía la cabeza pesada y cargada, pero aquello era lo peor que había experimentado hasta entonces. Su precipitada caída en picado se convirtió en un lento planeo, con el denso aire como ayuda para mantener su estabilidad. Finalmente, se detuvo. Pensó en intentar equilibrar su posición mediante los motores de los brazaletes de los tobillos. Activaría la capa y se dejaría flotar hacia arriba.

Se quedó allí, suspendido e inmóvil, mientras los motores giraban con dificultad en el denso ambiente.

Entrecerró los ojos.

Había algo allí abajo, a mucha distancia, pero aún perceptible entre la neblina. Una silueta. Una enorme silueta que ocupaba aproximadamente la misma parte de su campo visual que su mano estirada, pero tan lejana que apenas era visible en la nebulosa. Uagen fijó la vista, miró hacia otro lado y volvió a mirar hacia abajo.

Definitivamente, allí había algo. Desde la aleteada forma de un dirigible, parecía otro behemotauro, aunque
Yoleus
había mostrado que
Muetenive
los había conducido a un nivel inhabitual, dolorosa y discutiblemente bajo, casi sin precedentes, con lo que Uagen consideró muy extraña la posible presencia de otra de aquellas gigantescas criaturas tan por debajo incluso de la pareja del cortejo. Por otro lado, la forma tampoco parecía la habitual. Tenía demasiadas aletas y, en plano –bajo la circunstancia de estar mirando hacia abajo y por la espalda–, tenía aspecto de ser asimétrica. Muy poco usual. Incluso alarmante.

Se oyó un aleteo cerca.

–Aquí está tu gorro.

Uagen se volvió a mirar a Praf 974, que batía las alas lentamente en la densidad del aire y sostenía en el pico el gorro con borla.

–Ah, gracias –repuso él, cogiendo con fuerza la prenda.

–¿Tienes el bolígrafo?


Mmm, sí, sí,
lo tengo. Mira allí abajo. ¿Ves algo?

Praf 974 fijó la vista en la dirección indicada. Finalmente, dijo:

–Hay una sombra.

–Sí, ¿verdad? ¿Te parece que pudiera ser un behemotauro?

–No –contestó la intérprete, girando la cabeza.

–¿No?

La intérprete giró la cabeza hacia el otro lado.

–Sí –dijo.

–¿Sí?

–No y sí. Los dos a la vez.

–¡Ah! –Uagen volvió a mirar hacia abajo–. Me pregunto qué será.

–Y yo también. ¿Volvemos al
Yoleus?


Mmm,
no sé. ¿Crees que debemos hacerlo?

–Sí. Hemos caído a mucha distancia. No veo el
Yoleus.

–Oh. Vaya. –Uagen miró hacia arriba. Claramente, la silueta gigante de la criatura había desaparecido entre la niebla–. Ya veo. O, mejor dicho, no veo. Ja, ja.

–Efectivamente.


Mmm...,
pero sigo preguntándome qué es eso de allí abajo.

El sombrío contorno de aquel ser gigante parecía inmóvil. Las corrientes de aire casi lo hacían desaparecer entre la niebla en ciertos momentos, dejando solo a la predisposición del ojo el hecho de que seguía allí. Y luego volvía, se distinguía, pero seguía sin mostrar nada más que una forma, una sombra de un azul más profundo que el del inmenso abismo de aire que tenían por debajo.

–Deberíamos regresar al
Yoleus.

–¿Crees que tendrá alguna idea de lo que es eso?

–Sí.

–Parece un behemotauro, ¿no?

–Sí y no. Quizá esté enfermo.

–¿Enfermo?

–Herido.

–¿Herido? ¿Qué puede...? ¿Cómo se puede herir un behemotauro?

–Es muy poco habitual. Deberíamos regresar al
Yoleus.

–Podríamos acercarnos a echar un vistazo –dijo Uagen. En realidad, no estaba seguro de querer hacerlo, pero sintió que debía decirlo. Al fin y al cabo, se trataba de algo interesante. Por otro lado, también resultaba un poco inquietante. Como bien había dicho Praf 974, habían perdido el contacto visual con
Yoleus.
Encontrarlo de nuevo no debía entrañar mucha dificultad; el behemotauro no se movía a gran velocidad, y solo con ascender en línea recta probablemente llegarían bajo la criatura. Pero, bueno, aún así...

¿Y si
Muetenive
decidía emprender una fuga precipitada de la burbuja de convección en ese momento, en lugar de hacerlo al cabo de uno o dos días? En ese caso, él y Praf 974 podían perderse y quedarse a la deriva.
Yoleus
podía no darse cuenta de su ausencia. Y si se había percatado de que ya no estaban en su interior, y si se veía impulsado por un repentinamente fogoso
Muetenive,
posiblemente enviaría a un par de aves exploradoras, para protegerlos y escoltarlos de vuelta. Pero no existía garantía alguna de que supiera que él y Praf 974 no se encontraban a salvo entre su follaje.

Uagen miró a su alrededor, en busca de falfícoras. Ni siquiera iba armado; cuando rechazó cualquier clase de dispositivos de escolta, la universidad insistió en que, al menos, llevase una pistola encima, pero él ni se había molestado en sacarla de su caja.

–Deberíamos regresar al
Yoleus.
–La intérprete hablaba a gran velocidad, que era lo más parecido a mostrar nervios o inquietud. Probablemente, Praf 974 nunca se había encontrado en la situación de no poder ver la inmensa criatura que era su hogar, su anfitriona, su líder, su madre. Debía de tener miedo, si es que aquellas criaturas podían sentirlo.

Uagen tenía miedo, él sí podía reconocerlo. No demasiado, pero sí lo suficiente como para esperar que Praf 974 rechazase acompañarlo a explorar aquella extraña silueta, para lo que debían descender un gran trecho. Ni siquiera quería calcular cuántos kilómetros.

–Deberíamos regresar al
Yoleus
–repitió ella.

–¿De verdad lo crees?

–Sí. Deberíamos regresar al
Yoleus.

–Supongo que tienes razón. De acuerdo. –Uagen suspiró–. Discreción, y todo eso. Mejor que sea
Yoleus
quien decida qué hacer.

–Deberíamos regresar al
Yoleus.

–Que sí, que sí. –Uagen utilizó los controles de su muñeca para activar la capa plegada. Esta se abrió, formó una especie de esfera y, lentamente, empezó a expandirse.

–Deberíamos regresar al
Yoleus.

–En eso estamos, Praf. Ahora nos vamos. –Sintió que empezaba a elevarse y que un suave impulso en sus hombros lo levantaba para adoptar una posición horizontal.

–Deberíamos regresar al
Yoleus.

–Praf, por favor. Eso es precisamente lo que estamos haciendo. Deja de...

–Deberíamos regresar al
Yoleus.

–¡Que te he dicho que ya vamos! –Uagen redujo la potencia de los motores de los brazaletes, y la capa hinchada, como una esfera negra perfecta, floreciendo por detrás de su cabeza, levantó con suavidad todo su peso y lo alzó hacia arriba.

–Deberíamos...


¡Praf!

Las cuchillas propulsoras se escondieron de nuevo en los brazaletes. Al fin, Uagen flotaba en línea ascendente. Praf 974 batió sus alas con algo más de fuerza para situarse a su altura. Miró la enorme esfera negra que formaba la capa.

–Otra cosa –dijo.

Uagen estaba mirando hacia abajo, entre sus botas. Aquella gigantesca silueta empezaba a desaparecer entre la bruma. Clavó los ojos en la intérprete y le preguntó:

–¿Qué?

–Al
Yoleus
le gustaría saber más sobre los vacíos dirigibles de tu Cultura.

Uagen miró el globo negro sobre su cabeza. La capa producía la elevación comprimiéndose en forma de balón y luego expandiendo su superficie, creando un vacío en el interior. Y ese vacío era el que le elevaba, desde los hombros, hacia el cielo.

–¿Cómo? ¡Ah, bueno! –Ojalá no hubiera mencionado aquello. Y ojalá hubiera traído consigo una bibliografía técnica más completa de la Cultura–. En realidad, no soy ningún experto en la materia. Fui un mero turista sobre ellos, en alguna ocasión, en mi orbital natal.

–Mencionaste algo sobre las bombas de vacío. ¿Cómo se consiguen? –Parecía que a Praf 974 le costaba un considerable esfuerzo físico mantenerse a su nivel. Batía las alas con toda la fuerza con que la densa atmósfera le permitía hacerlo.

Uagen reajustó las dimensiones de la capa. Su ritmo de ascenso se redujo.

–¡Ah! Según tengo entendido, se crea el vacío en esferas.

–Esferas.

–Esferas de armazón muy fino. Se mantienen los espacios entre las esferas llenas de... esto... bien; helio o hidrógeno, creo, en función de la inclinación. Aunque no creo que se consiga una elevación mucho mayor comparando solo el uso de hidrógeno y helio, sino el de un tanto por ciento reducido. Una de esas cosas que se suelen hacer porque pueden ser, en lugar de porque deben ser.

–Ajá..

–Entonces se pueden bombear. Las esferas y el gas.

–Ajá. ¿Y cómo se realiza ese bombeo?


Mmm...
–Uagen volvió a dirigir la mirada hacia abajo, pero la inmensa silueta sombría ya había desaparecido.

V. Un sistema muy atractivo

V

Un sistema muy atractivo

(Grabando).

–Es una excelente simulación.

–No es ninguna simulación.

–Sí, claro. Sí que lo es, ¿no?

–¡Empuja! ¡Empuja!

–¡Ya empujo! ¡Ya empujo!

–¡Pues empuja con más fuerza!

–No crees que esto sea una puta simulación, ¿verdad?

–No. Una puta simulación, no.

–Mira, no sé de qué va esto, pero sea lo que sea, no está bien.

–¡Las llamas están ascendiendo por el mástil!

–¡Pues échales agua!

–Es que no llego a...

–Estoy realmente impresionado.

–Tienes algo, ¿no es cierto?

–Debe de estar glandulando. Nadie puede ser tan estúpido.

–Me alegro de haber esperado a la noche. ¿Tú no?

–Absolutamente. ¡Mira el lado del día! Nunca lo había visto brillar de esa forma, ¿y tú?

–No, que yo recuerde.

–¡Ja! Me encanta. Es una simulación brillante.

–Que no es ninguna simulación, payaso. ¿Es que no escuchas?

–Deberíamos sacar a ese tipo de ahí.

–¿Qué es, por cierto?

–Qué, no. Quién. Es un homomdano. Su nombre es Kabe.

–Ah.

Estaban practicando
rafting
sobre lava. Kabe se encontraba sentado en el centro de una balsa, observando el moteado flujo amarillento de la roca fundida al frente, y el desolado y oscuro panorama que recorría. Podía oír las voces de los humanos, pero no prestaba excesiva atención a quién decía el qué.

–Ya ha salido.

–¡Brillante! ¡Mira ahí! ¡Y el calor...!

–Sí. Cárgatelo.

–¡Se ha incendiado!

–Rema sobre las zonas oscuras, imbécil, ¡no sobre las brillantes!

–Mételo y sácalo.

–¿Qué?

–¡Mierda!, cómo quema.

–Sí quema, sí. ¡Vaya simulación!

–Que no es una simulación. Y te están dando.

–¿Alguien puede...?

–¡Echarnos una mano!

–¡Anda, tíralo! Coge otro remo.

Se encontraban en una de las últimas ocho plataformas inhabitadas de Masaq. Allí –y en tres plataformas a favor del giro galáctico y en cuatro en contra–, el Gran Río de Masaq fluía en línea recta a lo largo de un túnel de base material de setenta y cinco mil kilómetros de largo, a través de un paisaje aún en proceso de formación.

–¡Hey! ¡Quema, quema, quema! ¡Qué simulación!

–Saca a ese tipo de ahí. Para empezar, no tenía que haber sido invitado. Aquí hay unitemporales que no tienen salvación. Si este payaso cree que estamos en una simulación, podría hacer algo.

–Saltar por la borda, por ejemplo.

–Necesitamos más cuerpos a estribor.

–¿Dónde, dices?

–A la derecha. A este lado, joder.

–Ni se te ocurra bromear con eso. Está tan retorcido que no me fío de que vuelva a subir si se cae ahí dentro.

–¡Se acerca un túnel! ¡La temperatura subirá aún más!

–No puede ser. No lo permitirán.

–¿Es que no escuchas, joder? ¡Esto no es ninguna simulación!

Como práctica ya habitual a aquellas alturas en la Cultura, los asteroides del sistema propio de Masaq –la mayoría recogidos y emplazados en órbitas planetarias varios miles de años antes, durante la construcción del orbital– fueron transportados por un vehículo elevador a la base de la superficie de la plataforma, donde cualquiera de los diversos sistemas de distribución de energía (armas destructoras de corteza planetaria, para quien insistía en considerarlas como tales) calentaban los cuerpos hasta fundirlos, de manera que la materia más extraña, junto con los procesos de manipulación de energía, dejaban que el fluido resultante corriera en ciertas direcciones designadas o esculpiera formas que cubrían la ya existente morfología de la materia estratégica de base.

–Encima.

–¿Qué?

–Caería encima. No dentro. A mí no me mires así, es la densidad.

–Espero que lo sepas todo sobre la puta densidad. ¿Tienes un terminal?

–No.

–¿Un implante?

–No.

–Yo tampoco. Intenta encontrar uno o a alguien que lo tenga y saque a ese cretino de ahí.

–La clavija. ¡Tienes que sacarla primero!

–Ah, claro.

La gente –especialmente la de la Cultura, ya se tratase de humanos, ex humanos, alienígenas o máquinas– llevaba miles de años construyendo orbitales como aquel, y poco tiempo después de que el proceso se convirtiese en una tecnología madura, aún miles de años atrás, alguien había pensado (sin riesgos calculados) en utilizar parte de los ríos de lava generados naturalmente en aquellos procesos como medio para un nuevo deporte.

–Perdón. Yo tengo un terminal.

–Ah, sí, Kabe. Claro.

–¿Qué?

–Que yo tengo un terminal. Aquí tienes.

–¡Remos! ¡Cuidado con las cabezas!

–¡Aquí hay mucha luz y hace un calor insoportable!

–¡Agachaos!

–¡A cubierto!


¡Uuuuh!

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