A barlovento (15 page)

Read A barlovento Online

Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: A barlovento
6.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

–¡Vamos a perderlos!

–Centro, ¿has visto a ese? Aguafiestas. Elimínalo.

–Hecho.

De aquella forma, el
rafting
sobre lava se convirtió en un pasatiempo. En Masaq, la tradición ordenaba hacerlo sin ayuda de tecnología de campo o de cualquier tipo de inteligencia del ámbito de la ciencia material. Así, la experiencia resultaba más excitante y sus usuarios se acercaban más a su realidad que si se utilizasen materiales que solo cumpliesen las demandas que requería. Era lo que la gente llamaba un deporte con factor mínimo de seguridad.

–¡Ojo con el remo!

–¡Ya lo tengo!

–Vale. ¡Empuja!

–Vaya. ¡Mierda!

–¿Qué es lo que...?

–¡Aaah!

–¡Está bien, está bien!

–¡Joder!

–... Estáis todos locos, por cierto. Feliz
rafting.

La propia balsa –una plataforma de fondo llano, de cuatro metros por doce, y con bordas de un metro de alto– era de cerámica, y la cubierta que protegía a los pasajeros del calor del túnel de lava que estaban atravesando era de plástico aluminizado, y los remos de madera, para introducir una nota corpórea a la actividad.

–¡Mi pelo!

–¡Quiero irme a casa!

–¡Cubo de agua!

–¿Ese tipo...?

–Deja de quejarte.

–¡Madre mía!

El
rafting
sobre lava siempre había resultado excitante y peligroso. Una vez que las ocho plataformas fueron rellenadas con aire, aquel deporte se había convertido en una privación; el calor irradiado se unía al calor por convección y, pese a que la gente encontraba más auténtico descender por la lava sin equipamiento de respiración, quemarse los pulmones no era más divertido de lo que pudiera parecer.

–¡Ah! ¡Mi nariz! ¡Mi nariz!

–Gracias.

–¡Pulverizadores!

–De nada.

–Yo estoy con el otro tío. No me creo nada de esto.

Kabe se recostó. Tuvo que encogerse, ya que la parte interior de la cubierta de la balsa se encontraba justo por encima de su cabeza. El plástico aluminizado reflejaba el calor del techo del túnel, pero la temperatura del aire seguía siendo extrema. Algunos de los humanos vertían agua sobre ellos mismos o la pulverizaban sobre otros. Espirales de vapor llenaban la pequeña cueva móvil en la que se había convertido la balsa. La luz era de un rojo muy oscuro e intenso, y se derramaba con cada cabeceo y corcoveo de la embarcación.

–¡Duele!

–¡Vale, pues deja de hacer daño!

–¡Eliminadme a mí también!

–¡Ya casi estamos fuera! Oh, no. ¡Astillas!

La boca de salida del túnel de lava tenía dientes; estaba serrada con un montón de protuberancias similares a las estalactitas.

–¡Astillas! ¡Al suelo!

Una de las astillas rasgó la fina cubierta de protección de la balsa y la lanzó sobre la superficie amarilla y roja de la lava. La película protectora se encogió y empezó a arder. A continuación, atrapada en la corriente térmica del flujo de lava, se elevó aleteando como un pájaro en llamas. Una ráfaga de calor invadió a los ocupantes de la balsa. La gente empezó a gritar. Kabe se vio obligado a lanzarse hacia atrás para evitar ser alcanzado por una de las lanzas colgantes de roca. Sintió que algo cedía bajo él; se oyó un ruido seco y otro grito.

La balsa salió despedida desde el túnel y cayó en un amplio cañón de escarpados precipicios cuyos oscuros filos de basalto quedaban iluminados por la gran corriente de lava que fluía entre ellos. Kabe volvió a incorporarse. La mayor parte de los seres humanos se lanzaba o pulverizaba agua después de la última explosión de calor; muchos habían perdido el cabello, algunos estaban sentados o tumbados, con aspecto chamuscado pero despreocupado, con los ojos fijos hacia el frente, como en estado de éxtasis. Una pareja permaneció sentada en el fondo de la balsa, gritando a pleno pulmón.

–¿Era tu pierna? –preguntó Kabe al hombre que estaba sentado detrás de él.

–Sí –respondió este, sujetándose la extremidad con una mueca de dolor–. Creo que está rota.

–Sí, yo también lo creo. Lo siento mucho. ¿Puedo hacer algo por ti?

–Intenta no volver a lanzarte así hacia atrás. Al menos, no cuando yo esté aquí.

Kabe miró hacia delante. El río de lava anaranjada se alejaba serpenteando entre las paredes del cañón. Ya no se veían más túneles de lava.

–Creo que puedo garantizártelo –repuso–. Lo siento mucho. Me dijeron que debía sentarme en el centro de la balsa. ¿Puedes moverte?

El hombre se deslizó hacia atrás con ayuda de una mano y arrastrando las nalgas, sin dejar de sujetarse la pierna. Los demás empezaron a tranquilizarse. Algunos todavía gritaban, pero uno de ellos dijo que todo iba bien, que ya no había más túneles de lava.

–¿Estás bien? –preguntó una de las hembras al hombre de la pierna rota. Su chaqueta todavía humeaba. No tenía cejas, y su cabello rubio era encrespado y le faltaban mechones enteros.

–Está rota. Sobreviviré.

–Ha sido culpa mía –explicó Kabe.

–Buscaré una tablilla.

La mujer se acercó a una especie de consigna que había en la popa de la embarcación. Kabe echó un vistazo a su alrededor. Olía a pelo quemado, a ropa sucia y a carne humana chamuscada. Vio que algunos de los pasajeros tenían parches descoloridos en el rostro, y que otros mantenían las manos sumergidas en cubos de agua. La pareja que estaba agachada seguía chillando. Los que no habían sufrido daños se reconfortaban entre ellos, con las caras estriadas por lágrimas, iluminadas por el reflejo de la luz en las oscuras paredes de los precipicios. Hacia arriba, centelleando con fuerza en el negro cielo, la nova de Portisia los miraba atentamente.

Y se supone que esto es divertido,
pensó Kabe.

–¿Y se vuelve todavía más ridículo?

–¿Qué? –gritó alguien desde la balsa– ¿Los rápidos?

–No.

Alguien empezó a sollozar de forma histérica.

–Ya he visto bastante. ¿Le parece?

–Totalmente. Con una vez, creo que ya ha sido suficiente.

(Fin de la grabación).

'

Kabe y Ziller se encontraban frente a frente en una gran estancia de elegante decoración, iluminada por una dorada luz solar que se colaba a través del balcón abierto, disimulado a su vez entre las ondeantes ramas de una gran planta azulada. Una miríada de tenues tiras de sombras se movía sobre las mullidas alfombras de estampados abstractos y revoloteaba en silencio sobre los grabados de los aparadores de madera, los robustos muebles y los sofás tapizados.

Tanto el homomdano como el chelgriano llevaban dispositivos que parecían cascos protectores de dudosa efectividad, o chillona bisutería ornamental para la cabeza. Ziller resopló:

–Estamos ridículos.

–Tal vez por esa razón la gente recurre a los implantes.

Ambos se retiraron los dispositivos. Kabe, sentado en una elegante
chaise longue
de aspecto ligero, con profundos huecos y diseñada especialmente para trípedos, apartó los auriculares a un lado.

Ziller, enroscado en un amplio sofá, dejó los suyos en el suelo. Parpadeó un par de veces y luego buscó su pipa en uno de los bolsillos del chaleco. Llevaba unos pantalones ajustados de color verde pálido y una coraza esmaltada en las ingles. El chaleco era de piel, con joyas incrustadas.

–¿Eso cuándo fue? –preguntó.

–Hará unos ocho días.

–La Mente del Centro tenía razón. Están todos bastante locos.

–Y, a pesar de todo, la mayoría de ellos ya había practicado antes el
rafting
sobre lava, y lo había pasado igual de mal. He consultado los datos, y, excepto tres de los veintitrés humanos que acaba de ver, todos lo han vuelto a hacer. –Kabe cogió un almohadón y empezó a juguetear con sus flecos–. Aunque hay que decir que dos de ellos han experimentado una muerte corpórea temporal al volcar su canoa, y una de ellas, una unitemporal o Desechable, murió aplastada al practicar escultura de glaciares.

–¿Murió del todo?

–Del todo y para siempre. Recuperaron el cuerpo y oficiaron un funeral.

–¿Edad?

–Tenía treinta y un años estándar. Apenas una adulta.

Ziller chupó su pipa. Miró a través del balcón. Se encontraban en una gran casa situada en una finca de las colinas Tirianas, en Osinorsi Inferior, la plataforma siguiente a favor del giro galáctico a la de Xaravve. Kabe compartía la casa con una gran familia de humanos, de unos dieciséis miembros, dos de ellos niños. Habían levantado una nueva planta solo para él. A Kabe le gustaba la compañía de los humanos y sus pequeños, aunque se dio cuenta de que era menos gregario de lo que pensaba.

Había presentado al chelgriano a los otros seis presentes que deambulaban por la casa, que le enseñó de punta a punta. Desde las ventanas y los balcones en pendiente, y desde el tejado ajardinado, se veían, cerniéndose sobre las llanuras, los precipicios de la cordillera que conducía al Gran Río de Masaq hasta el profundo jardín de la plataforma Osinorsi Inferior.

Estaban esperando al dron E. H. Tersono, que se dirigía allí para comunicarles lo que él mismo había definido como importantes noticias.

–Creo recordar –dijo Ziller– que he afirmado estar de acuerdo con el Centro en que todos están bastante locos, y usted ha empezado una frase con un «a pesar de todo». –Entonces, frunció el ceño–. Pero todo lo que ha dicho a continuación parecía coincidir con mi argumento original.

–Lo que quería decir es que, por mucho que parezcan odiar la experiencia, y pese a no sufrir presiones de ningún tipo para repetirla...

–Que no sea la de sus amigos igual de cretinos.

–... nunca la eligieron, porque, por terrible que pudiera parecer en su momento, sienten que han obtenido algo positivo de ella.

–¿Ah, sí? ¿Y qué será? ¿Qué la han superado a pesar de su estupidez de pasar por una experiencia traumática totalmente innecesaria? Lo que uno debe aprender de una práctica desagradable es la determinación de no repetirla. O al menos, la predisposición a no hacerlo.

–Sienten que se han puesto a prueba...

–Y han visto que están locos. ¿Eso es válido como resultado positivo?

–Sienten que se han puesto a prueba contra la naturaleza...

–¿Qué tiene todo eso de natural? –protestó Ziller– Lo más cercano a algo «natural» que hay aquí está a diez minutos luz de distancia. Y es el puto sol. –Soltó un gruñido–. Y no me atrevería a decir que tampoco han jugado con eso.

–No creo que lo hayan hecho. En realidad, era la inestabilidad potencial de Lacelere la que produjo la alta tasa de seres revividos en el orbital de Masaq, antes de que se hiciera famoso por su exceso de diversión. –Kabe dejó el almohadón en su sitio.

Ziller lo miró fijamente.

–¿Me está diciendo que el sol podría explotar?

–Bueno, en teoría. Es una...

–¡Está de broma!

–Por supuesto. Las posibilidades son...

–¡Nunca me dijeron eso!

–En realidad, no sería una explosión propiamente dicha, pero podría sufrir erupciones...

–¡Erupciones! ¡Yo he visto erupciones!

–Sí. Son bonitas, ¿verdad? Pero existe una posibilidad (entre varios millones, durante el tiempo en que la estrella se encuentre en su secuencia principal) de que produzca una serie de erupciones que el Centro y las defensas del orbital no podrían desviar, ni proteger de ella a sus habitantes.

–¿Y construyeron esta cosa aquí de todas formas?

–Se comprende que, en cualquier otro caso, se trataba de un sistema muy atractivo. Además, creo que con el tiempo han ido incorporando dispositivos de protección extra bajo la plataforma, que podrían resistir poco menos que a una supernova, aunque, por supuesto, cualquier tipo de tecnología es susceptible de fallar, y por eso la cultura de revivencia de almas sigue siendo algo tan común.

–Podrían habérmelo dicho –dijo Ziller, sin dejar de negar con la cabeza.

–Tal vez el riesgo se estima tan reducido que han preferido no preocuparle.

Ziller se acarició el pelo de la cabeza y dejó la pipa.

–No me lo creo.

–Es cierto; la probabilidad de sufrir un desastre es muy remota, especialmente en determinados años y eras. –Kabe se levantó y abrió un aparador, de donde extrajo una ensaladera con frutas.

–¿Un poco de fruta?

–No, gracias.

Kabe eligió una capulina madura. Se había sometido a una alteración de la flora intestinal para poder tomar alimentos comunes de la Cultura. Pero, de forma menos habitual, también habían modificado sus sentidos oral y nasal para que la comida tuviera el mismo sabor que para cualquier humano estándar de la Cultura. Dio la espalda a Ziller mientras se introducía la capulina en la boca, masticó la fruta un par de veces y se la tragó. El gesto de volverse ante los demás al comer se había convertido en algo habitual; los miembros de la especie de Kabe tenían enormes bocas y algunos humanos se aterrorizaban si los veían comer.

–Pero, volviendo a lo que hablábamos –dijo, limpiándose con una servilleta–, no utilicemos la palabra «naturaleza» entonces; digamos que sienten que han ganado algo al oponerse a fuerzas mucho mayores que ellos mismos.

–Y eso no se considera un síntoma de locura. –Ziller negó con la cabeza–. Kabe, creo que ha pasado aquí demasiado tiempo.

El homomdano salió al balcón para disfrutar de las vistas.

–Más bien, yo diría que es un hecho demostrable que esta gente no está loca. Llevan vidas aparentemente muy sanas.

–¿Cómo? ¿Esculpiendo glaciares?

–Eso no es lo único que hacen.

–Claro. También practican otras muchas actividades insensatas; esgrima sin ropa, escalada libre, vuelo con arnés...

–Hay muy pocos que se dediquen solamente a esos pasatiempos extremos. La mayoría vive de manera muy normal.

–Según dictan los parámetros de la Cultura. –Ziller encendió de nuevo su pipa.

–Bueno, sí, ¿y por qué no? Se sociabilizan, tienen aficiones, practican otros juegos más seguros, leen o ven televisión, acuden a espectáculos. Se reúnen drogados en estados glandulados, estudian, viajan...

–Ah.

–... aparentemente por placer, o simplemente practican... la alfarería. Y, por supuesto, muchos de ellos se dan el gusto de crear obras de arte. –Kabe esbozó una sonrisa y extendió sus tres extremidades–. Algunos incluso componen piezas musicales.

–Pasan el tiempo. Nada más que eso. El tiempo les pesa porque carecen de cualquier tipo de contexto, de cualquier marco válido en sus vidas. Insisten en mantener la esperanza de que aquello que creen que encontrarán en el lugar hacia el que se dirigen les aportará una autosatisfacción que consideran merecida y que, paradójicamente, nunca han llegado a experimentar.

Other books

Her Imperfect Life by Sheppard, Maya
The Eden Effect by David Finchley
The Smile of a Ghost by Phil Rickman
Defiant by Potter, Patricia;
More Than Kisses by Renee Ericson
The Crossroads by Chris Grabenstein
The Alaskan Laundry by Brendan Jones