–Y en cuanto a esta gente –dijo Ziller, señalando hacia el lado de la nave desde donde se vislumbraban las siluetas de los voladores–, es un poco rara. –Se recostó en su asiento y extrajo la pipa de uno de sus bolsillos –.¿Nos quedamos aquí un rato para admirar el amanecer?
–De acuerdo –repuso Kabe.
Desde allí arriba, la vista abarcaba cientos de kilómetros de la plataforma de Frettle. El sistema estelar, Lacelere, seguía iluminándose progresivamente en un color amarillo, brillando a través de los continentes de aire en dirección contraria al giro galáctico, con un resplandor que borraba cualquier detalle de las tierras en las que aún reinaba la penumbra. En dirección al giro galáctico, bajo la confusa línea amplia y afilada, que iba menguando lentamente, de las plataformas totalmente iluminadas por la luz del día, y colgadas del cielo como un brazalete de perlas, emergían las montañas Tulier, cubiertas de nieve en las cimas. A la derecha, el paisaje se fundía hacia las sabanas, desapareciendo en la niebla. A la izquierda, se vislumbraban unas colinas en la lejanía azul, y el filo de un amplio estuario donde el Gran Río de Masaq se entregaba al mar de Frettle y a las aguas de más allá.
–¿Cree que soy demasiado provocador con los humanos? –preguntó Kabe, chupando insistentemente la pipa.
–Me parece que usted les gusta –contestó Kabe.
–¿En serio? –Ziller pareció decepcionado.
–Los ayudamos a definirse. Y eso les gusta.
–¿Definirse? ¿Nada más?
–No creo que esa sea la única razón por la que les gusta que estemos aquí. Al menos, no en su caso, Ziller. Les damos un parámetro alienígena contra el que pueden calibrarse.
–Mejor eso que ser mascotas de alta cuna.
–Usted es diferente, querido Ziller. Lo llaman compositor Ziller, un apelativo jerárquico que nunca antes había oído. Se sienten orgullosos de que escogiera venir aquí; la Cultura en general y el Centro y el pueblo de Masaq en particular, obviamente.
–Obviamente –murmuró Ziller, insistiendo con la pipa aún apagada y contemplando el paisaje.
–Usted es una estrella entre ellos.
–Un trofeo.
–En cierto modo, sí, pero muy respetado.
–Tienen sus propios compositores. –Ziller golpeó la cazoleta de su pipa con el ceño fruncido y chasqueó la lengua–. Las Mentes, esas máquinas que tienen, podrían descomponer lo que quisieran y luego reunido a su antojo.
–Pero eso sería hacer trampas –repuso Kabe.
El chelgriano se encogió de hombros y emitió una especie de bramido que podía haber sido interpretado como una risa.
–No me dejarán hacer trampas para evitar a ese puto emisario, no... –Ziller miró fijamente al homomdano–. ¿Hay alguna noticia nueva sobre ese asunto?
Kabe ya sabía, gracias al Centro de Masaq, que Ziller había ignorado solícitamente cualquier dato relacionado con el enviado que llegaría desde su hogar.
–Han enviado una nave para traerlo o traerla hasta aquí –repuso–. Bueno, para iniciar el proceso. Aparentemente, hubo un cambio de planes de última hora en el lado chelgriano.
–¿Y eso?
–Según me han dicho, no lo saben. Había una cita concertada, que luego fue cambiada por Chel. –Kabe guardó silencio durante unos segundos–. Algo sobre los restos de una nave.
–¿Qué nave?
–Ah...
mmm.
Tendríamos que preguntar al Centro. ¿Hola, Centro? –dijo, golpeando innecesariamente su anillo nasal con cierta vergüenza.
–Kabe, aquí el Centro. ¿En qué puedo ayudarlo?
–Esa nave naufragada donde recogen al enviado chelgriano...
–¿Sí?
–¿Tienes más detalles?
–Era una nave articulada privada de Itirewein, de la facción de los Leales, que se perdió en las últimas fases de la guerra de Castas. Fue descubierta cerca de la estrella Reshref hace unas semanas. Se llamaba
Tormenta de nieve.
Kabe miró a Ziller, que permanecía al tanto de toda la conversación. El chelgriano se encogió de hombros.
–Nunca había oído hablar de ella.
–¿Tenemos más información sobre la identidad del emisario que va a venir? –preguntó Kabe.
–Algo. Todavía no sabemos su nombre, pero por lo visto es, o era, un oficial militar moderado que luego entró en una orden religiosa.
Ziller gruñó.
–¿De qué casta? –preguntó con rudeza.
–Creemos que se trata de un Entregado de la casa Itirewein. Debo señalar que existe cierto grado de incertidumbre en todos estos datos. Chel no ha proporcionado demasiada información al respecto.
–No me digas –respondió Ziller, mirando hacia atrás para contemplar el amarillo sol consumando su ascenso.
–¿Y para cuándo esperamos la llegada del emisario? –preguntó Kabe.
–Para dentro de unos treinta y siete días.
–De acuerdo. Muchas gracias.
–No hay de qué. Tendrá noticias mías o del dron Tersono, Kabe. Los dejo en paz.
Ziller estaba añadiendo algo a la cazoleta de la pipa.
–¿Supone alguna diferencia la casta del enviado? –preguntó Kabe.
–En realidad, no –repuso Ziller–. Me da igual qué o a quién envíen. No quiero hablar con ellos. Está claro que mandar a uno de tantos camarillas militantes que, además, resulta ser una especie de violento venerado demuestra que no están intentando congraciarse conmigo, precisamente. No sé si sentirme insultado o halagado.
–A lo mejor es un devoto de sus composiciones.
–Sí, a lo mejor se desdobla o se triplica como profesor de musicología en las universidades de mayor prestigio –respondió Ziller, chupando de nuevo la pipa. Un hilillo de humo salió de la cazoleta.
–Ziller –continuó Kabe–, quiero preguntarle algo. –El chelgriano lo miró a los ojos–. Esa extensa obra en la que está trabajando, ¿marcará el final de la era de las Dos Novas? ¿Se la ha encargado el Centro? –De pronto, Kabe se encontró a sí mismo mirando sin querer en dirección a la luz de Portisia.
–¿Entre nosotros? –sonrió Ziller.
–Por supuesto. Tiene mi palabra.
–En ese caso, sí –dijo Ziller–. Una sinfonía desarrollada para conmemorar el fin del periodo de luto del Centro y abarcar una meditación sobre los horrores de la guerra, así como una celebración de la paz que ha reinado desde entonces, excepto por alguna mancha puntual y trivial. Será interpretada en directo, justo tras la puesta de sol del día de la ignición de la segunda nova. Si mi dirección es tan precisa y minuciosa como de costumbre y calculo correctamente el tiempo, la luz se hará justo al inicio de la última nota. –Ziller hablaba con deleite–. El Centro tiene previsto preparar alguna especie de espectáculo de luces para el concierto. No estoy seguro de permitirlo, pero ya veremos.
Kabe sospechó que el chelgriano sintió cierto alivio de que alguien le preguntase y pudiese hablar del tema.
–Ziller, esa es una maravillosa noticia –dijo. Sería la primera pieza musical completa del compositor desde su exilio autoimpuesto. Había gente, entre la que se incluía Kabe, preocupada por si Ziller no volvía a crear otra obra de la monumental escala de la que se había proclamado maestro–. Estoy ansioso por escucharla. ¿Está terminada?
–Casi. Ahora estoy con los arreglos. –El chelgriano levantó la vista hacia la luz que desprendía la nova de Portisia–. Ha quedado realmente bien –continuó, pensativo–. Una materia prima maravillosa. Algo de lo que puedo sentirme bien orgulloso. –Sonrió a Kabe con frialdad–. Incluso las catástrofes de los otros Implicados parecen encontrarse a otro nivel de elegancia y refinamiento estético comparadas con las de Chel. Las abominaciones de mi propia especie son lo suficientemente eficaces en cuanto a muerte y sufrimiento, pero no dejan de ser pedestres y horteras. Cualquiera pensaría que tuvieron la decencia de proporcionarme una inspiración mejor.
Kabe guardó silencio durante unos momentos.
–Es triste odiar tanto a su pueblo, Ziller –observó.
–Lo es –coincidió el compositor, contemplando el lejano Gran Río–. Aunque, afortunadamente, ese odio me aporta una inspiración realmente vital para mi trabajo.
–Sé que no existe la posibilidad de que vuelva con ellos, Ziller, pero al menos, podría ver a ese emisario.
–¿Debería? –preguntó Ziller, mirándolo fijamente.
–Si no lo hace, podría parecer que tiene miedo de sus argumentos.
–¿En serio? ¿De qué argumentos?
–Supongo que le dirá que lo necesitan a usted –prosiguió Kabe, con paciencia.
–Para ser su trofeo, en lugar de ser el de la Cultura.
–Creo que «trofeo» no es la palabra adecuada. Símbolo, diría yo. Los símbolos son importantes, los símbolos funcionan. Y cuando el símbolo es una persona, el símbolo entonces se vuelve... dirigible. Una persona simbólica que, hasta cierto punto, puede guiar su propio recorrido, determinar su destino e incluso el de su sociedad. En cualquier circunstancia. A cierto nivel, le dirán que la sociedad a la que usted pertenece, su civilización entera, debe reconciliarse con su disidente más notorio, de forma que también pueda hacerlo consigo misma, y reconstruirse a continuación.
–Han hecho una buena elección con usted, ¿no, embajador? –dijo Ziller, mirando fijamente a Kabe.
–No de la forma a la que creo que se refiere. Ni coincido ni discrepo con tal argumento. Pero es probable que sea el que vengan a ofrecerle. Incluso si usted no ha pensado en ello, ni ha intentado anticiparse a sus propuestas, debe saber que, de haberlo hecho, se lo habría imaginado de todas formas.
Ziller miró a los ojos del homomdano. Kabe se percató de que no era tan complicado como creía encontrarse con aquella mirada oscura y penetrante. Pero tampoco era algo que habría escogido como mero divertimento.
–¿Realmente soy un disidente? –preguntó finalmente Ziller–. Es que me he acostumbrado a verme a mí mismo como un refugiado cultural, o como alguien que busca asilo político. Esta es una recategorización potencialmente inquietante.
–Sus comentarios previos los han incitado a actuar, Ziller. Lo mismo que sus actos; primero viniendo aquí y luego quedándose en segundo plano, hasta el fin de la guerra.
–La tesitura de la guerra, querido compañero estudioso homomdano, son tres mil años de opresión despiadada, imperialismo cultural, explotación económica, tortura sistemática, tiranía sexual y el culto a la avaricia arraigado hasta el punto de la herenciabilidad genética.
–Eso no es más que amargura, estimado Ziller. Ningún observador externo resumiría con mayor hostilidad la historia reciente de la especie chelgriana.
–¿Tres mil años conforman una historia reciente?
–Está cambiando de tema.
–Sí, es que me parece cómico que tres milenios le parezcan «recientes». Está claro que eso resulta más interesante que discutir sobre el grado exacto de culpabilidad atribuible al comportamiento de mis compatriotas desde que se nos ocurrió la brillante idea del sistema de castas.
–Nosotros somos una especie longeva –dijo Kabe, con un suspiro–, y formamos parte de la comunidad galáctica desde hace muchos milenios. Tres mil años distan mucho de resultar insignificantes según nuestros cálculos, pero en la historia de una especie inteligente que ha viajado por todo el espacio, sí se pueden definir como recientes.
–Todo esto le molesta, ¿verdad, Kabe?
–¿A qué se refiere?
El chelgriano señaló, con la caña de la pipa, hacia un lado de la nave espacial.
–Lo ha sentido por esa hembra humana cuando parecía que iba a estrellarse contra el suelo y salpicar con sus sesos el paisaje, ¿no es cierto? Y, como mínimo, le ha incomodado mi amargura, como usted la ha llamado, y también que odie a mi gente.
–Todo lo que ha dicho es verdad.
–
¿
Su propia existencia está tan repleta de ecuanimidad que no encuentra salida para preocuparse si no es en nombre de los demás?
Kabe se apoyó en el respaldo de su asiento, pensando.
–Supongo que eso parece –repuso.
–De ahí, tal vez, proceda su identificación con la Cultura.
–Tal vez.
–Entonces, ¿sentiría la actual... llamémosla «vergüenza», referente a la guerra de Castas?
–Englobar a los treinta y un trillones de ciudadanos de la Cultura podría incluso desplegar un poco de mi empatía, sí.
Ziller esbozó una mínima sonrisa y levantó la vista hacia el horizonte del orbital suspendido en el cielo. El gran ribete iluminado empezaba en la neblina del giro galáctico, estrechándose y desapareciendo en el cielo; una sola línea salpicada por inmensos océanos y por las desiguales barreras de hielo de las costas de las sierras Mamparas, de superficies moteadas de verde, marrón, azul y blanco; aquí más anchas, allí más estrechas, rodeadas casi siempre por los mares del Filo y sus islas dispersas, aunque en algunas zonas (invariablemente, donde se erigían las sierras Mamparas) se extendían directamente hacia los muros de retención. La amenaza que suponía el Gran Río de Masaq era visible tan solo en algunas regiones cercanas. Arriba, el lado lejano del orbital no era más que una línea brillante, cuyos detalles geográficos se perdían en aquel bruñido filamento.
En ocasiones, si se era poseedor de buena vista, al mirar hacia el lado lejano en línea recta ascendente, se podía vislumbrar el pequeño punto que era el Centro de Masaq, flotando libremente en el espacio, a un millón y medio de kilómetros en el vacío centro de aquel gran brazalete de tierra y mar.
–Sí –concluyó Ziller–. Son muchos,
¿
verdad?
–Y fácilmente podrían haber sido más. Han escogido la estabilidad.
Ziller seguía mirando al cielo.
–¿Sabe que hay gente que navega por el Gran Río desde que se terminó el orbital? –preguntó.
–Sí. Algunos ya van por el segundo circuito. Se autodenominan los Viajeros del Tiempo, porque, al ir en contra del giro galáctico, se mueven a menos velocidad que el resto de la gente del orbital, con lo que incurren en una pena de dilatación relativista del tiempo, insignificante, aunque real.
Ziller asintió. Sus enormes ojos oscuros se sumergieron en las vistas.
–¿Y hay gente que navegue a contracorriente? –preguntó.
–Algunos lo hacen. Hay gente para todo. –Kabe hizo una pausa–. Nadie ha completado todavía un circuito del orbital entero; necesitarían vivir mucho tiempo para hacerlo. La suya es una ruta mucho más dura.
Ziller estiró su extremidad media y los brazos, y guardó la pipa.
–Debe serlo. –Su boca adoptó una forma que Kabe sabía que era una sonrisa genuina–. ¿Volvemos a Aquime? Tengo trabajo que hacer.