616 Todo es infierno (39 page)

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Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

BOOK: 616 Todo es infierno
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El impacto de un cometa no hubiera provocado un cataclismo mayor en la mente de Albert Cloister que el texto que acababa de leer. Durante unos minutos, todo su pensamiento se precipitó en espiral hacia el interior de un abismal desagüe. Se quedó en blanco y, al mismo tiempo, los hilos se anudaron solos. El resultado habría de ser como lava ardiente que abrasa cualquier cosa a su paso.

En la antigüedad, hubo quienes pensaron que el mundo era fruto de la voluntad de una entidad malvada. Según ellos, era una cárcel dolorosa para los seres humanos. Un lugar en el que los hombres y mujeres que pueblan la tierra, habrían de sufrir. No todos los cristianos primitivos fueron monoteístas. Algunas comunidades creían en varios dioses, hasta en decenas de ellos e incluso trescientos sesenta y cinco, como los días del año. Cloister siempre había pensando, de sus tiempos en el seminario jesuita de Chicago, que les faltaba un dios: el de los años bisiestos. El era un leaper, como se conoce a las personas que han nacido el 29 de febrero, y sabía bien lo que supone que a uno lo olviden por la fecha de su cumpleaños. Ese dios que les faltaba a aquellos antiguos seguidores de Cristo podía ser, precisamente, la entidad que el filósofo griego Platón llamó Demiurgo, y que fue más tarde asimilado por los gnósticos, convirtiéndolo en malvado. El Demiurgo, para ellos, representaba el mal. Había convertido al ser humano en esclavo de la materia y sus pasiones. Creían que el alma y el cuerpo combatían en una dura y constante batalla. El Infierno era la lejanía al Cielo. La Tierra era ese Infierno por su distancia de la Gloria. Sólo el amor podía hacer que el hombre se salvase, librándolo de las cadenas de lo material.

Muchos católicos se quejan amargamente de que ellos mismos no leen de la Biblia más que el Nuevo Testamento. A menudo envidian a los protestantes, que toman la Sagrada Escritura por una guía, según la interpretación de su propio espíritu. Pero los católicos que sienten esa tristeza ignoran, por lo general, que el Antiguo Testamento muestra a un Dios justiciero, vengativo, sexista e implacable, que engaña a los hombres, los castiga, los maldice, los extermina. Un Dios que, como en el caso de Job, al que aplasta sin misericordia para demostrar su fe, hace apuestas con el Demonio a costa del ser humano…

Apuestas con el Demonio.

Judas Iscariote alcanzó a comprender la verdad. Esta se hallaba encerrada entre las líneas de su relato. Jesús fue un último cartucho -la última apuesta- de un Dios vencido por Lucifer en la guerra que se libró en los Cielos. Las legiones del arcángel Miguel no bastaron para contener el empuje de los sublevados. Los ángeles de Lucifer derrotaron al resto de fieles a Dios. La ira y el odio dan fuerza. Así, el ángel que otrora fuera más perfecto y lleno de luz, todo bondad, pero también el más orgulloso, se hizo malvado e hizo caer al mismo Dios. Le quitó su poder. Lo redujo a la esclavitud. El mal impera desde entonces en la Creación. Jesús flaqueó en el último momento. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Y no pudo redimir al hombre, y por eso tampoco pudo redimir a Lucifer.

Los seres humanos esperan la Gloria o la nada, según si creen en Dios o son ateos. Pero la esperanza es una ilusión. La esperanza no existe. TODO ES INFIERNO: Infierno para cada ser humano nacido. Por siempre, sin remedio, sin posibilidad de salvación. El dolor sin límite, la tristeza eterna. El castigo de los inocentes. Algo mucho peor que la no existencia y el fin de la vida. El dolor físico tiene un límite. Llega un momento en que el cuerpo ya no resiste más y deja de sentir. Pero el alma puede sufrir de un modo infinito y eterno: el dolor es gigantesco y nunca acaba. Continúa por los siglos de los siglos, por siempre jamás. Un dolor del que no es posible escapar. Lo más horrible que la mente humana es capaz de concebir. El Demonio puede hacer eso con las almas. Jesús lo vio y lo comprendió.

Y, para más crueldad, Lucifer, Príncipe de la Mentira, engaña a los seres humanos haciéndoles creer que él perdió la guerra contra Dios. Les hace creer que hay esperanza. Pero no la hay. El mal lo domina todo. El mal absoluto. El Infierno y el dolor para siempre y sin redención.

Cloister levantó la mirada. Sus lágrimas le impedían distinguir el horizonte, pero entonces supo que el mundo que tenía enfrente estaba condenado. El hombre vivía en el Infierno y nunca saldría de él.

Esa era la Verdad. La única Verdad.

Epílogo

Un año después.

En ese año se sucedieron los días y las noches, y el mundo siguió girando ajeno a la Verdad. Los seres humanos vivían, como siempre, con sus pasiones, miedos, sueños, ilusiones. La vida siempre se abre paso, aunque ignore hacia dónde se dirige. Albert Cloister vagó sin rumbo y sin esperanza. Había buscado a Dios y la Verdad, pero sólo halló a Lucifer. El, Albert, era el único que conocía la Verdad. Nadie más en este mundo. Tuvo deseos de gritar avisando del peligro, aunque recapacitó: el peligro era ineludible, y el destino, seguro e inexorable. Quizá otros antes que él supieron la Verdad. Y puede que por eso desaparecieran o se volvieran locos. Desaparecer y escapar… Pero uno nunca puede escapar de sí mismo.

Albert Cloister llevaba varias horas borracho en un taburete de metal y plástico, apoyado en la barra de un club de carretera cerca de Estambul, a donde había llegado como un alma errante. La cocaína recorría sus venas y se mezclaba con el alcohol hasta el cerebro. Una prostituta drogadicta de unos treinta años, que parecía tener sesenta, le acariciaba la entrepierna a cambio de un whisky escocés. No podía estar más abajo. Pero Albert Cloister sabía que no existía un «arriba». La cloaca, el fondo del pozo, no era aquel lugar en el que, según Oscar Wilde, nos hallamos todos pero desde el que algunos miran hacia las estrellas. No. Era el lugar donde todos nos hallamos. Y nada más. Sólo negrura, soledad, desesperación.

–¡Eh, tú, sírvenos! – gritó a la camarera uno de los camioneros que acababan de entrar en el bar.

El aspecto de los dos hombres era rudo, y su tono insultante. Aíbert ni siquiera se enteró de su llegada hasta que el que se había mantenido en silencio se aproximó a la prostituta que estaba a su lado.

–¿Qué haces con este despojo? – le preguntó, refiriéndose a Albert, que levantó un poco la mirada desde la barra y la volvió a bajar.

–Ja, ja, ja -se rió el camionero-. ¡Mírale, está grogui!

–Sólo estoy descansando, hijo de puta.

–¿Qué has dicho?

Albert no respondió. Ni siquiera sabía por qué dijo eso. Le importaba un bledo si el camionero se llevaba a la mujer.

–Vamos, ven conmigo -insistió el camionero, agarrándola a la vez del brazo.

–¡Déjame en paz! – chilló ella.

Miró a Albert con una extraña mezcla de desprecio y compasión. Era una puta. No es que esperara de él que se comportara como un caballero andante, pero algo en sus ojos, en su mirada, le había hecho pensar que Albert era distinto a los tipos que recalaban en el sórdido local. Evidentemente se había equivocado.

En el zarandeo, el camionero tiró demasiado fuerte y la mujer tropezó con el taburete de Albert, que se desequilibró y le hizo caer al suelo como un peso muerto. Los dos camioneros se rieron a carcajadas. Albert los imitó con una risa más débil. La humillación no era ya un sentimiento posible en su corazón. Ni siquiera el dolor físico le importaba. Se levantó sonriendo. Por pura casualidad vio un palo de billar apoyado cerca de él. Lo cogió y, por la espalda, se lo partió en la cabeza al camionero. Éste se agachó instintivamente, con una brecha en el cuero cabelludo por la que empezó a brotar abundante sangre.

El otro, sorprendido, saltó hacia Albert y le propinó un fuerte puñetazo en medio de la cara. Albert cayó de nuevo al suelo y rodó hasta la pared.

En ese mismo instante, en Boston, en su cuarto de la residencia de ancianos de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, el viejo Daniel se despertó de pronto de su siesta. Estaba solo y con la puerta cerrada. Su respiración era más dificultosa de lo normal. La saliva densa obstruía casi por completo sus inflamadas vías respiratorias. No habría podido gritar aunque hubiese querido hacerlo. Pero no quería gritar ni resistirse.

Los camioneros dieron una paliza tal a Albert que hasta la camarera del bar y la prostituta salieron en su defensa, a riesgo de recibir ellas también algún golpe. Parecía que iban a matarlo. Finalmente, se contentaron con arrojarlo afuera con el rostro ensangrentado y múltiples contusiones. Había llovido. Retorcido sobre el asfalto del pequeño aparcamiento exterior, con medio cuerpo sobre un charco, Albert giró el cuello y miró hacia el cielo. A pesar de los nubarrones de la tarde, ahora estaba completamente despejado. La luna casi llena lucía en lo alto, blanca, fría, pura.

No hizo ningún esfuerzo por levantarse. Estaba mojado y ensangrentado, y sus costillas y su cara le dolían terriblemente. Allí estaría hasta morir. Era mejor abandonarse. Qué más daba ya todo. Incluso la condenación. ¿Qué importancia tenía prolongar la agonía? Un año más, diez, veinte… Aunque fuesen cien o mil. Después… Después la condenación. Eterna. ¿Para qué esperar más?

Entonces la vio.

Era una niña pequeña, con el pelo ensortijado y sucio, vestida con un trajecito raído. Estaba a punto de cruzar la carretera. Desde su posición, Albert vio los faros de un camión que se aproximaba hacia allí. La niña no podía verlo. Ni siquiera miró. Era demasiado pequeña.

¿Qué hacía allí a esas horas, sola…?

¿Y qué más daba eso? Que la atrepellara el camión. Así también ella abandonaría el mundo para ser engullida por el torbellino del mal. De todos modos, algún día tendría que ocurrir. Ése era tan bueno como cualquier otro. Tan malo como cualquier otro.

Albert bajó la mirada un instante. La Luna se reflejaba en la superficie del charco de agua sucia. Pero su reflejo era tan límpido como la visión real en las alturas. Movido por el único estímulo que aún le quedaba en su alma, algo que estaba impreso en ella, algo que se posee y no se recibe ni se pierde ni se entrega; lo más íntimo, la pasta de que uno está hecho, que aflora intacto ante la adversidad, movido por ello y sólo por ello, Albert se levantó sin atender a su propio sufrimiento. Olvidó por un instante las heridas de su cuerpo y de su espíritu, y se arrojó a la carretera en el preciso momento en que el camión empezaba un inútil frenazo ante los ojos de horror de la niña.

Albert consiguió empujarla con todas sus fuerzas. Ella salió despedida hacia el arcén, a salvo. Pero el camión alcanzó a Albert y lo lanzó mucho más lejos. Quedó tendido boca arriba en medio de la vía con los ojos cerrados. Ya no podía ver la Luna que gravitaba sobre él, ni percibir su luz.

También su luz interior, la luz de su vida, empezó a extinguirse.

Daniel ya casi no podía respirar. Y, sin embargo, una sonrisa había aflorado a sus labios. Desde la cama, levemente girado, tenía la vista fija en la ventana en la que estaba su maceta. Un dorado haz de sol la iluminaba. Blancas nubes se recortaban por detrás, sobre un cielo intensamente azul. Daniel expiró mirando hacia la maceta con expresión de inmensa felicidad. No había angustia en él, ni miedo. Sólo paz y alegría: la planta muerta se había transformado. Ya no era un pedazo de rama seca, sino una lozana rosa roja de incomparable hermosura.

Cuando los servicios de asistencia médica llegaron al lugar del accidente, el corazón de Albert se había detenido. En su mente, la negrura total había dado paso al oscuro túnel en cuyo final está la luz refulgente que atrae a las almas. Él conocía bien ese último viaje. Y también conocía lo que estaba detrás de esa luz bienhechora: el mal absoluto y eterno. Con valentía, se dispuso a entregar su alma a Lucifer.

Ante los ojos de su espíritu, separado del cuerpo, discurrieron miles de imágenes de su vida. Emotivas, como cuando ocurrieron, vividas, reales, se recrearon escenas de su infancia y juventud, el recuerdo de su pobre hermano, el cariño y las enseñanzas de unos amantes padres, la amistad, las primeras pruebas de la vida, su amor de juventud, la vocación de servir a Dios, todas las dificultades pero también las recompensas, el placer y el dolor. Y por fin el dolor. El dolor y el mal…

Pero el mal no apareció. El blanco umbral de luz dio paso a un espacio flamante donde las almas gozaban de una gloria imposible de describir con lenguaje. La alegría lo invadió. Supo que aquello no era un engaño más de Lucifer. No sabía cómo ni comprendía de qué manera, pero la muerte no lo llevaba a la esperada condenación.

A su lado apareció entonces un anciano cuyo rostro le resultaba familiar. Era Daniel. Le dio una mano. En la otra llevaba una rosa. Juntos siguieron caminando hacia la claridad. Daniel era ahora muy distinto. Sonrió y dijo a Albert:

–Si un hombre abandonara el egoísmo y el mal, si un hombre puro hiciera un acto de bondad realmente desinteresado, sin esperar nada a cambio, ni siquiera la misma satisfacción de ser bueno o el premio de la salvación; alguien que supiera la verdad y, sin embargo, obrara el bien, entonces Lucifer, la más doliente de las criaturas, conmovido ante quien vence a la infinita desesperanza, derramaría una lágrima en la tierra que haría brotar la más bella de las flores: una rosa roja del color de la sangre. Y todo volvería a ser como era en el principio. Dios retornaría a su puesto y Lucifer, de nuevo bondadoso, se sentaría junto a él.

–¿Por qué? – acertó a preguntar Albert, abrumado.

Era la pregunta más elemental de todas, y también la que tenía más significado.

–Él, Lucifer, siempre quiso redimirse y volver al bien. Pero su corazón seco se había convertido en piedra. Se lo impedían el odio y la soberbia. Has quebrado la coraza de ese corazón, y le has devuelto el hálito. Ahora late de nuevo. Por fin las arterias de la Creación fluyen con el líquido de la vida. Ahora hay esperanza porque, de nuevo, hay bien.

El fuerte grito de una joven doctora de la Media Luna Roja, que se había negado a abandonar cuando sus compañeros daban a Albert por muerto, llamó la atención de todos. De nuevo le latía el corazón, respiraba, tenía pulso. Sus lesiones eran muy graves, pero parecía un hombre fuerte y podría salir adelante.

Llena de alegría al haber conseguido aquello por lo que había estudiado la carrera de medicina, la médico sonrió y, sin saber si él era capaz de escucharla, dijo a Albert:

–Algún día tendrás que morir, desde luego. Pero no será hoy.

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