Read 616 Todo es infierno Online
Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez
Tags: #Religion, Terror, Exorcismo
–Es… mi… hijo… Eugene -susurró Audrey.
Joseph se arrodilló a su lado. La noche ocultaba la siniestra mancha escarlata que empapaba el hombro y el pecho de Audrey. Estaba malherida. Aunque peor parado había salido el hombre; el que Joseph encontró después de llamar a la policía. Debía de ser Maxwell. Estaba muerto sobre un charco de sangre, en una habitación del piso superior que daba escalofríos, porque parecía la de un niño, pero no lo era. Por fin, Joseph entendió la razón de tanto sufrimiento, el porqué de la muralla infranqueable que la psiquiatra había levantado a su alrededor.
–Todo va a salir bien, Audrey. Ya lo verás.
–Prométeme… -unas toses malsanas y líquidas interrumpieron las palabras de la psiquiatra-: Prométeme… que… cuidarás de él… por mí.
–Los dos cuidaremos de él -dijo Joseph, con un nudo en la garganta-. Tú y yo, Audrey. No te rindas ahora, por favor.
–Promé… témelo.
Joseph la miró con cariño y angustia. Unas lágrimas habían empezado a caer de los ojos del bombero. No se dio cuenta de ello hasta que Eugene extendió el brazo en su dirección, y empezó a enjugarle las lágrimas con sus dedos largos y huesudos. Un niño que había sufrido lo indecible, que tenía la boca cosida y que parecía un espectro, se esforzaba por consolarlo. A él. A un aguerrido bombero del Departamento de Boston.
Sus lágrimas se redoblaron. Quiso abrazar a Eugene, y devolverle un poco del cariño del que nunca debía haberse visto privado. Pero el bombero no se atrevió a hacerlo, por temor a que se asustara. Fue entonces cuando Eugene apoyó su cabeza sobre el pecho de Joseph, y puso una de sus frágiles manos en su espalda. Su otra mano agarraba la de su madre, que yacía al lado.
–Te prometo que cuidaré de él -dijo Joseph, acariciando el cabello de Eugene.
Audrey asintió. Quiso decir algo más, pero no fue capaz. Las fuerzas la abandonaban. Iba a perder el sentido. Vio una luz a lo lejos. Creyó que se trataba de un truco de su mente exhausta, pero volvió a verla de nuevo. Provenía de un farol. La noche anterior no se había dado cuenta de su presencia. Resulta curioso el modo en que algunas cosas se nos escapan. Audrey siguió con la mirada el haz de luz que giraba incansablemente en lo alto del farol. Ahora iluminaba la noche. Ahora permitía a las sombras regresar. Luz. Oscuridad. Luz. Oscuridad.
Boston.
El suave zumbido del televisor precedió a la aparición de la imagen. Tras su última comunicación con la entidad, el sacerdote decidió releer los textos apócrifos que tanto habían turbado su ánimo, para buscar en ellos algo más que hubiera podido pasar por alto. Mientras lo hacía, había sintonizado la cadena de noticias CNN, con el volumen bajo. Una reportera comentaba desde Illinois el asesinato del dueño de una tienda de comestibles a manos de unos atracadores que se habían llevado sólo cuarenta dólares. Bajo precio para una vida arrancada. Después, los resultados deportivos de Estados Unidos y la última hora de los deportes internacionales. Siguió el parte meteorológico y otros sucesos diversos, a cuál más grotesco o penoso.
Cloister reflexionaba sobre los textos condenados por la Iglesia, aunque lo hacía con ideas inconexas. Le devolvió a la realidad el sonido del timbre de su teléfono celular. No conocía el número que le llamaba. Lo cogió, pero había sido una equivocación. Siempre ocurren en los momemos más inoportunos. O quizá los momentos siempre son inoportunos para alguien que se dedica a un trabajo tan inhabitual como el del jesuita.
Entonces, la explicación en las noticias de algo relacionado con las cosechas de cacahuetes se interrumpió con cierta brusquedad, y la imagen volvió al locutor del estudio central, que dijo:
«Nos llega una última hora desde Fishers Island, en el estado de Connecticut. Según fuentes policiales, allí ha sido encontrado el cuerpo sin vida del escritor infantil Anthony Maxwell, más conocido como Bobby Bop. Al parecer, en el sótano de su vivienda tenía secuestrados a varios niños. En las inmediaciones de la casa se ha hallado también a una mujer malherida, que ha sido identificada como la médico psiquiatra Audrey Barrett.»
Fue un cañonazo terrible. Cloister estaba arrellanado en la silla, pero se incorporó como por resorte al oír el nombre de Audrey Barrett. Algo parecido a un calambre le golpeó el corazón y lo aceleró hasta el infinito. Notó cómo sus pulmones se quedaban sin aire.
«Un equipo de reporteros se está desplazando a la zona en estos instantes. Cuando tengamos más datos se los facilitaremos en próximas conexiones.»
El sacerdote se descubrió a sí mismo arrodillado en el suelo, con la cara a unos centímetros de la pantalla del televisor. Tenía el celular en la mano. Lo había cogido cuando le llamaron por error. Marcó el número de la residencia de ancianos.
–Soy el padre Cloister. Necesito hablar con sor Victoria. Es urgente.
–Pero la madre superiora se ha retirado… Está en su habitación.
–Por favor, avísela. Es muy importante que hable con ella. Ahora.
La monja que había atendido al teléfono no contestó a eso último. Cloister sólo oyó un golpe del auricular al apoyarse sobre la mesa. Seguramente su tono angustiado y apremiante le hizo comprender que no se trataba de ninguna broma.
–Dígame, padre. Soy sor Victoria. ¿Qué sucede?
–Hermana, ¿está usted viendo las noticias?
–No. Estaba en mi cuarto, rezando.
–Pues póngalas. La CNN. Acaban de encontrar a la doctora Barrett.
–¿Acaban de encontrarla?
Ahora era la religiosa quien mostraba angustia en su voz, temiendo lo peor.
–Al parecer está malherida, pero viva.
–¡Dios del cielo! ¿Y cómo ha sido?
–Aún no saben mucho. Lo dirán más tarde.
–Gracias por llamar, padre.
Conmocionada por la noticia, la madre superiora colgó el teléfono sin despedirse.
El sacerdote, que no había separado la mirada del televisor, volvió a subir el volumen. Ignoraba cuánto tardarían en dar nuevos datos sobre el suceso, pero no estaba dispuesto a perder detalle. Era crucial no perderlo. La doctora Barrett había sido hallada viva, aunque herida gravemente. No podía morir: la clave estaba en ella.
–¡No es posible!
El grito de Cloister precedió al salto que lo llevó hasta el armario donde tenía guardados los cuadernos de la doctora y sus notas de la investigación. Cogió la primera de sus libretas y empezó a escrutar las páginas. Allí estaba: el sacerdote exorcista había declarado que Daniel, durante el rito, mencionó la localidad de New London, en Connecticut, y una isla cercana. A la doctora Barrett la habían encontrado en una isla, Fishers Island, y precisamente en el estado de Connecticut.
El sacerdote empezó a entender mucho más de lo que pudo sospechar. Los «globos amarillos», el hombre muerto con niños secuestrados en su sótano… Aquel tipo debía de ser un pederasta. Los globos les encantan a los niños. La doctora Barrett debió de ser víctima suya de alguna manera. O su hijo…
«Conectamos en directo con Fishers Island, en Connecticut, para ampliarles la noticia que les adelantábamos hace unos minutos desde el lugar de los hechos.»
La imagen mostró una casa de campo, al fondo, rodeada de coches de policía y sirenas encendidas. En primer plano, un reportero con un paraguas, pues llovía abundantemente, empezó a narrar los acontecimientos, o lo que se conocía de ellos hasta el momento.
«Estamos ante el domicilio del solitario escritor Anthony Maxwell, autor de decenas de cuentos infantiles bajo el seudónimo de Bobby Bop, donde ha sido hallado esta tarde su cuerpo sin vida. En su sótano, las autoridades han encontrado a seis niños en un estado lamentable, presos en una especie de celdas, con las bocas cosidas y alimentados a base de papillas líquidas administradas con caña. Todos han sido ingresados en varios centros médicosde la zona. También se han hallado en la casa los cadáveres de al menos otra decena de niños. Se ignora aún la interpretación que la policía hace de estos macabros hechos. Lo que sí podemos confirmar es que otra persona, identificada como la doctora en psiquiatría Audrey Barrett, ha sido encontrada por agentes de la policía del estado cerca de la casa, herida de gravedad. Posiblemente trató de llegar a su coche, oculto al otro lado del Lago del Tesoro. La doctora ha sido ingresada en el hospital de New London, donde los médicos luchan por su vida. Para finalizar, un dato más antes de devolver la conexión a nuestros estudios centrales. La policía interroga a estas horas al novio de la doctora Barrett, Joseph Nolan, por si pudiera aportar algún dato esclarecedor en este triste suceso.»
New London. Un novio. Un posible hijo.
Albert no salía de su asombro. Todo cobraba sentido y, además, había un nuevo participante en el rompecabezas. Sonó su teléfono celular. Era la madre Victoria, conmo-cionada después de la ampliación de la noticia.
–¿Usted sabía que la doctora Barrett tenía novio? – preguntó el sacerdote.
–No… Era tan solitaria… Aunque es cierto que, en las últimas semanas, trabó amistad con el bombero que salvó a Daniel del incendio.
–¿Es el Joseph Nolan que han mencionado en las noticias?
–El mismo. Sé que ha tratado de encontrar a Audrey. Estaba muy afectado. Pero ignoraba que entre ellos hubiera algo más…
–¿Por qué no me habló de él?
–No sabía qué relación podía tener con su investigación.
Cloister se dio cuenta de que estaba siendo injusto con la religiosa. Sus investigaciones habían avanzado mucho desde que llegara a Boston. Sor Victoria, en efecto, no podía saber en qué dirección habían ido sus pesquisas. Para ella, la doctora Barrett nada tenía que ver con el resultado del exorcismo y con las visiones del viejo Daniel. Sólo era una persona que le ayudó y que, impresionada por su situación, había huido, desapareciendo por algo que Daniel dijo.
–Discúlpeme, hermana, tiene razón. Me he dejado llevar. Si Nolan la llama a usted por teléfono, por favor dígale que necesito hablar con él.
–Así lo haré.
–Déjeme que le pregunte otra cosa más, hermana. ¿Usted sabe si la doctora Barrett tiene hijos?
–No, que yo sepa. Ella me dijo que nunca estuvo casada, y yo deduje que tampoco tendría hijos. Pero, claro… ¡Oh, Dios mío! Lo dice por esos pobres niños…
–Exacto.
–Lo que sí sé, y quizá le interese saberlo a usted, es que Audrey pasó toda su infancia en New London, con sus padres. Cuando el padre murió, ella y su madre se trasladaron de Hartfod para reducir gastos, a una antigua casa que su madre poseía allí.
–Gracias por todo, madre Victoria.
La monja se despidió de Cloister. Pero, antes de colgar, repitió algo que ya le había dicho cuando se conocieron: allí actuaban fuerzas terribles y ocultas. Siempre lo sospechó. El sacerdote no respondió nada a eso, pero sabía que ella tenía razón. Más razón de la que pudiera llegar a imaginar.
Boston.
Todos los estudiosos de la psicología y la parapsicología, y de los sucesos paranormales, saben que los deficientes mentales poseen un sexto sentido en lo que se refiere a captar lo oculto, a sufrir visiones, a percibir aquello que no es visible para todos. Es como si su mente tuviera un receptor especial, menos «lleno» que el de las personas llamadas normales. El cerebro es un gran enigma, pues genios como Mozart pudieron ser disminuidos psíquicos, o también algunos pintores y escultores de enorme creatividad.
Ahora, la mente simple del viejo jardinero Daniel había sido como una radio sintonizada con aquella entidad maléfica, dentro de su plan establecido, como un eslabón más de ese plan macabro.
En la cripta bajo el edificio Vendange, Cloister trató de establecer contacto de nuevo. Pero ya no pudo hacerlo. Sólo le quedaba intentar algo casi descabellado, quizá imposible, en lo que antes no había reparado y que se le ocurrió de pronto: captar el sonido de la grabación del exorcismo, la parte en que Daniel hablaba al oído a la doctora Barrett, y filtrarlo como fuera para mejorarlo y tratar de entender algo más. Los labios de Daniel no se veían en la imagen, ya que de haber sido así, su movimiento bastaría para que alguien capaz de leerlos tradujera lo que había dicho. Por desgracia quedaban tapados por la doctora cuando ésta se recostaba para escuchar las palabras del viejo.
De todos modos, el sacerdote capturó en su ordenador portátil el sonido de la parte de la cinta que le interesaba. Luego abrió el archivo digital con un programa de tratamiento de audio y subió el volumen al máximo. Fue manipulando con paciencia los diversos controles de filtrado y se puso unos cascos para que la calidad del sonido no disminuyera. Cada ruido o palabra, tan amplificados, le producían dolor en los oídos. Pero de la voz de Daniel, nada. Ni siquiera un susurro.
Entonces tuvo una iluminación. Recordó a un antiguo amigo, al que conoció mientras estudiaba ciencias en la Universidad de Chicago: el
excéntrico
Harrington Durand. A veces lo más obvio es lo que se pasa por alto. ¿Cómo no había pensado antes en él? Por suerte residía muy cerca, en el elegante barrio de Brookline, y ya le había prestado ayuda en otras ocasiones. Cloister miró la hora. Las dos de la tarde. Cualquier persona normal estaría despierta a esa hora, pero Harrington no era una persona normal. En todo caso, aquella llamada era demasiado importante para titubear. El jesuita marcó su número de teléfono de Brookline y esperó los tonos.
–¿Sí…?
Sorprendentemente, Harrington se puso enseguida al aparato. Y el tono de su voz era alegre.
–Harrington, soy Albert Cloister…
–¡No te molestes! No estoy en casa. Tendrás que esperar a otro momento.
El muy canalla había grabado un mensaje jocoso en el contestador para confundir a quienes lo llamaran, con un espacio entre la pregunta afirmativa del inicio y el jarro de agua fría final. Pero Cloister no iba a renunciar tan pronto. Oprimió el botón de memoria del teléfono y esperó a que el mensaje volviera a sonar. Repitió la operación media docena de veces, sin resultado. O Harrington no estaba verdaderamente en casa, o tenía los oídos taponados.
Aunque su amigo casi nunca llevaba encima el celular, Cloister optó por lo único que le quedaba por hacer. Buscó su número en la memoria, lo seleccionó y oprimió la tecla de llamada. El aparato estaba encendido. El timbre sonó más de diez veces. Cuando Cloister pensaba que saltaría también un contestador, o que la llamada quedaría cortada, la voz de Harrington se escuchó al otro lado, en un tono muy bajo.