Read 616 Todo es infierno Online
Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez
Tags: #Religion, Terror, Exorcismo
–¿Sí…?
–Hola, soy Albert Cloister. Necesito tu ayuda.
–Siento decirte que no puedo hablar ahora…
–Es muy importante, Harrington. Tengo que pedirte un favor muy importante.
–Ahora es imposible. Estoy en una reunión… ejem… notable. No puedo decirte más. Estoy rodeado de señores de colores, todos muy circunspectos.
–¿Señores de colores?
–Sí: azul, verde y negro. Militares y gente del Gobierno.
–Por favor, llámame entonces en cuanto puedas.
Harrington colgó. A pesar de todo, Cloister estaba seguro de que, en esa ocasión, su peculiar y genial amigo no podría ayudarle. Ahora tocaba esperar y adelantar trabajo en otras direcciones. Como la doctora Barrett estaba en coma, ahí no había nada que hacer de momento. Pero le quedaban dos cuestiones abiertas. La primera, entrevistarse con el exorcista. A su llegada a Boston no lo juzgó apremiante, pero había llegado la hora de hacerlo. Los informes del obispado decían que estaba muy impresionado y en estado de postración. Era un jovenzuelo bastante engreído, que se enfrentó con poderes a los que había subestimado. Pero, además de con él, Cloister tenía que hablar con Daniel. A pesar de la prohibición expresa de sor Victoria, tenía que mantener una charla con el viejo jardinero. Si la clave estaba en la doctora Barrett, esa clave había salido de sus labios. Aunque él no lo supiera, o no fuera consciente de ello.
Boston.
La habitación era relativamente sobria, aunque decorada con gusto. Se trataba de una pequeña sala con estanterías a un lado, repletas de libros, una mesa alargada en el centro y un amplio ventanal en el lado opuesto. El padre Cloister esperaba allí, en la sede de la archidiócesis de Boston, al sacerdote que había practicado el exorcismo a Daniel, a petición de las Hijas de la Caridad de la residencia de ancianos y con la aceptación de la doctora Audrey Barrett.
Mientras aguardaba, pensando en el escritor Anthony Maxwell, Cloister no pudo por menos que recordar las graves acusaciones de abusos sexuales a menores que se habían cebado con aquella archidiócesis. De hecho, habían pasado sólo cuatro años desde que el cardenal Bernard Law se viera obligado, por los escándalos, a renunciar al obispado de Boston. La ignominia cayó sobre la Iglesia católica estadounidense. Todas las iglesias las componen seres humanos, y los seres humanos son imperfectos. Cloister no era partidario, en absoluto y bajo ningún concepto, de echar tierra sobre ninguna falta o delito. Al contrario. Los hombres y mujeres de Dios -de cualquier credo- debían ser siempre un ejemplo para los demás, incluso al purgar sus propias culpas.
–Buenos días -dijo el sacerdote, alto y delgado, que entró de improviso en la sala-. Soy Tomás Gómez.
Nada más verlo, Cloister lo reconoció por el vídeo del exorcismo. Ese tipo humano no le era ajeno: aficionado a la ceremonia y pagado de sí mismo. En el informe se decía de él que era, a pesar de su juventud, un experto exorcista, que había practicado decenas de veces ese rito en Suramérica -él era de origen portorriqueño-. Pero la verdad es que, por sus reacciones con Daniel y su estado posterior, seguramente nunca antes se había enfrentado con un caso que no fuera más allá de un trastorno mental, que las gentes sencillas atribuían al Demonio.
–Buenas tardes -correspondió Cloister al saludo, al tiempo que se levantaba de su silla-. Tengo que hacerle unas preguntas.
–Naturalmente. Estoy a su disposición.
El joven sacerdote tomó asiento enfrente de Cloister, estableciendo la anchura de la mesa como barrera. Se le veía nervioso y sombrío. Fue una reacción instintiva.
–Gracias. Sólo nos llevará unos minutos. Lo que tengo que preguntarle es muy simple. Necesito que haga usted memoria. Concéntrese durante el tiempo que estime oportuno. Sin duda, recordará el momento en el que la doctora Barrett, antes de abandonar la estancia donde se practicó el exorcismo, se acercó a Daniel.
–Sí, ella estaba como encantada, encandilada…
–Lo que me interesa es saber si usted consiguió escuchar algo de lo que Daniel le dijo al oído. ¿Pudo distinguir alguna palabra, lo que sea?
–Ya lo dije en el informe…
–Eso ya lo sé. Tengo el informe. Era para mí. Sé que usted escuchó algo sobre unos «globos amarillos» y una isla próxima a New London. He de saber si es capaz de recordar algo más. Lo que sea.
–Han pasado los días, y mi recuerdo es como una nube densa. A mi cabeza han venido destellos inconexos… No, creo que no puedo recordar nada más que lo que ya dije. Lo siento de veras.
–Por favor, le ruego que se esfuerce todo cuanto pueda. Es crucial para mí y para mi investigación.
El joven estaba tan abatido que Cloister se dio cuenta de que era inútil apretarle las clavijas. Eso no conduciría a nada. Si no pudo oír algo más, no iba a arrancarle una confesión absurda, basada en la presión. Lo que se había grabado en su memoria fue el grito «TODO ES INFIERNO», y era lógico. También estaba grabada esa frase en la mente de Cloister.
–Está bien. Gracias por todo. Ha hecho usted lo que ha podido. De cualquier manera, si llegara a recordar alguna cosa, aunque le parezca insignificante, llámeme sin falta.
Apenas encendió su teléfono celular, en la calle, Cloister recibió un mensaje en el que se le informaba de una llamada perdida. Era de su amigo Harrington. Eso cortó los pensamientos brumosos del sacerdote y los desvió hacia una pequeña luminaria en la oscuridad. Harrington suponía una esperanza; mínima, pero esperanza al fin y al cabo. Si sólo las grandes contaran, la esperanza no existiría.
–¿Harrington? – dijo el sacerdote cuando su amigo respondió.
–Has visto mi llamada, supongo.
–Acabo de hacerlo. Estaba en una… reunión.
–Ese titubeo te delata. ¡Pero no quiero que me cuentes nada! ¡Allá tú y tu conciencia! ¿Qué querías esta mañana, que, supongo, seguirás queriendo esta tarde?
–Siento haberte molestado, pero necesito un buen filtro de sonido. Antes de que me lo preguntes, te diré que es para tratar de escuchar algo que se dice en un susurro sobre ruidos más fuertes, pero no demasiado altos.
–Quieres decir que no se trata de un concierto, ni nada parecido.
–No. Hay sonidos más altos, y el susurro es muy bajo. El micrófono que captaba el audio estaba más bien retirado, a unos tres metros, más o menos.
–Bien… Déjame pensar… Lo veo difícil, pero ya sabes que para mí nada es imposible.
–Lo sé. Estoy en Boston. ¿Te parece bien que vaya a verte?
–Gracias por tu innecesaria aceptación de mi autohalago. Dame una hora u hora y media. Estoy saliendo del aeropuerto.
Era un tiempo razonable. Cloister dio un paseo, en que no se serenó en absoluto, y trató de comer algo. Tenía el estómago encogido. Después regresó a su habitación del colegio para recoger su ordenador portátil con el archivo de audio del exorcismo. Ojalá Harrington pudiera ayudarle. Era uno de sus últimos cartuchos.
Brookline.
Harrington Durand, a quien Albert Cloister había conocido durante sus estudios de física en la Universidad de Chicago, era un hombre extremadamente culto y un ingeniero informático genial. Había dedicado más de la mitad de su vida de vigilia a la lectura casi compulsiva. El resto del tiempo robado al sueño, y restado lo necesario para comer, la higiene y demás actividades de la vida común, lo invertía en crear los programas informáticos más sorprendentes -para la industria civil y la militar-, además de escuchar música clásica y aprender música él mismo, visitar museos o ver películas. Salía de casa lo menos posible, para ir a bibliotecas o librerías, al videoclub, a una sala de exposiciones. Además de epiléptico, padecía una enfermedad de la mente conocida como «fobia social», que le inducía un formidable sufrimiento ante cualquier acto o reunión en que hubiera personas desconocidas o con las que no estuviera absolutamente a gusto. Sólo era capaz de quebrar ese dolor del espíritu a cambio de obtener un placer superior, como cuando frecuentaba a una prostituta universitaria llamada Rachel de la que dependía emocionalmente.
A estos problemas psicopatológicos se añadía un absoluto descreimiento, su ateísmo y su actitud negativa en grado sumo ante la vida. Por ese motivo, Albert Cloister le llamaba «monje de clausura del nihilismo». Así era, en efecto, Harrington Durand: un nihilista que no creía en nada y no daba valor a ninguna cosa que pudiera colocarse más allá de la frontera de la existencia material o del tiempo que a cada uno le ha tocado vivir. Si los dos hombres, tan distintos en sus planteamientos vitales, conservaban la amistad, era precisamente por eso, por ser los dos lados opuestos de un diámetro.
Albert había esperado una hora antes de tomar un taxi e indicarle la dirección de Harrington, en Brookline, a una media hora del centro de Boston. Mientras ocupaba el asiento trasero del coche, el jesuita estuvo pensando en la vida y la muerte, en la Creación y en la bondad del Señor. Contra la protección de Dios, ninguna entidad tenía poder. La fuerza del mal quedaba anulada al enfrentarse con el supremo bien. El miedo es como los malos olores, que a fuerza de soportarlos anulan la capacidad de percepción de la nariz.
Después de mucho insistir con el timbre de la casa, abrió la puerta el mismo Harrington, con aire lozano. Llevaba una bata de raso sobre la ropa y tenía un libro en la mano. Para él no había jet lag ni nada que se le pareciera. Su ciclo circadiano de sueño-vigilia se habían acomodado al curso de la Luna, de modo que cada veintiocho días él había dormido una jornada completa menos que el resto de los mortales, seguidores del luminoso Sol. Para verlo, era necesario adaptarse a su extravagante horario. A veces había que visitarle a las cinco de la madrugada, cuando él se despertaba; o a las once de la noche.
–Pasa -dijo Harrington-. Has tenido suerte. Esos desconsiderados me han sacado de mi horario, los muy cabrones…
–¿Te refieres a la gente del Gobierno?
–¿A quién si no? ¿No te he dicho que son unos cabrones…? Pero, en fin, no quiero quejarme más. ¿Has leído Ecce Homo,de Nietzsche?
Harrington levantó la mano y mostró la portada del libro a Albert, mientras caminaban hacia el salón.
–No, no lo he leído.
–Pues te lo recomiendo. Me ayuda a olvidar a esos… Es una puta delicia. Los primeros capítulos se llaman «Por qué soy tan sabio», «Por qué soy tan inteligente» y «Por qué escribo libros tan buenos». Nietzsche es un jodido genio. Mal entendido por casi todo el mundo, por supuesto.
–Por supuesto -reconoció Cloister a su malhablado amigo, en el tono más jocoso que su estado espiritual le permitía.
A pesar de las oraciones, y al intento de tranquilizarse, no había logrado cambiar su estado de ánimo ni obtenido nuevas fuerzas. La perspectiva era dura. Por mucho que lo deseara, no se sentía iluminado de nuevo. Estaba del lado del bien, pero eso ahora no le ayudaba demasiado.
–Insisto en que deberías leer a Nietzsche. Ser culto es importante, por ejemplo para que no te engañen con cosas como el arte moderno.
Albert no se rió con la ocurrencia, aunque en cualquier otro momento lo hubiera hecho.
–¿Por qué lo dices?
–Porque es verdad, es la puta verdad… Si la gente supiera cómo funciona el negocio del arte… ¡Ah, qué bien se está en la montaña a la que ninguna chusma accede! ¡Qué fresca el agua de la fuente sin chusma!
–Cada día estás peor, amigo.
–Lo sé. También me lo ha dicho mi psiquiatra. Ah, el hastío… Quizá me suicide.
–¡No lo dirás en serio!
–Bueno, podría ser, ya lo pensaré. Pero antes de hacerlo asesinaría a mi asistenta. Estoy harto de ella. Rompe mi orden. Me descoloca las cosas. Las mueve con intención de fastidiarme. Como soñar es gratis, he pensado en invitarla a tomar café aquí mismo, en el salón, a ser posible con su marido, y quemarles vivos con unas latas de gasolina. Aunque destruya mi propia casa…
–En realidad no estás tan loco, ¿verdad?
–No, claro que no. Pero a veces me gustaría estarlo. El contacto con la realidad es malo. Preferiría vivir en un mundo de fantasía generado por mi mente. Como en Matrix, aunque sin que me chupen la energía… ¡Bien, dejemos de hablar de mí! Me dijiste por teléfono que necesitabas un filtro de sonido, ¿no?
–Exactamente eso.
–Pero concreta más, por favor. Mientras lo piensas, voy a buscar una pastilla que tengo que tomarme.
Harrington regresó al poco con un vaso de agua y una enorme cápsula de color rojo y blanco. Se la tomó como una serpiente engulle a su víctima y volvió a sentarse.
–Es para las jaquecas -dijo, mientras se tocaba la cabeza-. No sabes cuánto sufro. Me están matando. ¿Sabes lo que decía Schopenhauer sobre el placer y el dolor?
–No, no lo sé. Seguro que algo horrible.
–Ciertamente sí: decía que para comprender qué es más fuerte, el placer o el sufrimiento, comparemos el placer que siente un animal que devora a otro con el sufrimiento que supone el ser devorado.
Albert se quedó callado un momento, con expresión de desagrado en el rostro.
–Pero ¿qué le pasaba a ese hombre para decir semejantes cosas?
–Es muy natural -replicó Harrington-: Hay que ponerse en su lugar. No follaba nunca, el pobre… Pero, bueno, vayamos a lo que nos ocupa.
–Tengo una grabación hecha con cámara de vídeo doméstica. He separado el audio. Se escuchan unos gritos y ruido, pero lo que yo necesito es escuchar un momento determinado. Entre el micrófono y la persona que habla en susurros se interpone otra persona. Sólo se me ocurría recurrir a ti. ¿Crees que puedes hacer algo?
–Si no he entendido mal, y yo nunca lo hago, tú necesitas eliminar los sonidos fuertes y realzar esos susurros. ¿Se trata de alguna de tus investigaciones raras,amigo jesuíta? ¿De ese otro lado en el que yo no creo aunque haya tantas cosas sin explicar? Y, por encima de todo, ¿no será el audio de un exorcismo, verdad?
Sagaz como pocos, a pesar de su desordenada personalidad y su mente errática, Harrington Durand había dado en el clavo.
–Sí. Es un exorcismo. ¿Cómo lo has sabido?
–Intuición femenina. Aunque, pensándolo bien, yo soy un hombre… Lo dejaremos en intuición, a secas. Como te veo bastante mustio voy a ofrecerte algo que te cargue las pilas: ¿Whisky, ginebra…?
–No, gracias. No necesito una copa.
–¿Entonces Coca-Cola, Doctor Pepper, un zumo?