21/12 (38 page)

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Authors: Dustin Thomason

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción, #Policíaco

BOOK: 21/12
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Y, ante su estupefacción, no era el único. Una docena se elevaban en hilera. Sus ramas se extendían hacia la cara de la pirámide, como si quisieran tocarla.

Chel entraba y salía flotando de la oscuridad, se agitaba como un pájaro azotado por un viento fuerte mientras volaba. En aquellos momentos en que podía ver la luz, sentía la lengua como papel de lija, y le dolía todo el cuerpo debido al calor. La enfermedad reptaba como una araña a través de sus pensamientos. Pero en los instantes en que la luz desaparecía y volvía la oscuridad, se hundía agradecida en un mar de recuerdos.

El antiguo padre de su pueblo (Paktul, espíritu fundador de Kiaqix) estaba acostado a su lado y, pasara lo que pasara después, se sentía segura en su presencia. Si tenía que seguirle, si tenía que reunirse con Rolando y con su padre, tal vez vería el lugar del que siempre hablaban sus antepasados. El hogar de los dioses.

Cuando Stanton volvió a entrar en la tumba, Chel estaba en el mismo sitio donde la había dejado, derrumbada contra la pared con una mirada vidriosa en los ojos. Pero le embargó la desesperación cuando vio que se había desprendido del biocasco y del traje. El calor la estaría volviendo loca. Y ahora estaba respirando un aire que, sin duda, no haría otra cosa que empeorar la situación. Stanton pensó en si debía obligarla a ponerse el traje de nuevo, pero sabía que el daño ya estaba hecho.

Su única esperanza residía en otra parte.

Utilizando la energía restante de la linterna, empezó a preparar la inyección a base de triturar hojas, corteza y fruto en diminutas partículas, para combinar luego la mezcla con una suspensión de enzimas salinas y disolventes. Por fin, llenó una jeringuilla con el líquido y clavó la aguja en la vena del brazo de Chel. La joven apenas se movió.

—Vas a salir de ésta —le dijo—. Quédate conmigo.

Consultó su reloj con el fin de establecer un punto de partida con el cual cronometrar las primeras señales de reacción. Eran las 23.15 horas.

Sólo había una forma de que Stanton supiera si el fármaco había cruzado la barrera entre la sangre y el cerebro: una punción lumbar que analizara el líquido cerebroespinal de Chel. Si el haya se encontraba ahora en él, habría pasado del corazón al cerebro y penetrado en el líquido que lo rodeaba.

Al cabo de veinte minutos, introdujo una aguja en el espacio situado entre las vértebras de la joven, y pasó el líquido a otra jeringuilla. Stanton sabía de hombres que habían gritado cuando les efectuaban una punción lumbar. Chel, en su estado, apenas emitió un sonido.

Dejó caer líquido espinal sobre seis portaobjetos y esperó a que se fijaran. Después cerró los ojos y susurró una sola palabra en la oscuridad:
«Por favor
».

Depositó el primer portaobjetos bajo el microscopio y analizó todos sus aspectos. Después examinó el siguiente portaobjetos, y luego el tercero.

Tras estudiar el sexto, se sumió en la desesperación.

No había moléculas de haya en ningún portaobjetos. Esta especie, como todas las demás que Stanton había probado, como todas las utilizadas para fabricar pentosán, no podía atravesar la barrera del cerebro.

Una oleada de desesperación le invadió. Habría tirado la toalla en aquel momento para sumirse en la pena, si no hubiera oído los sonidos que emitía Chel al otro lado de la tumba.

Corrió hacia ella. Sus piernas se agitaban sin control. Estaba sufriendo un ataque. No sólo había fallado el fármaco; las condiciones de la tumba (el calor, la concentración de priones) habían acelerado el progreso de la enfermedad. Si la fiebre continuaba subiendo, moriría.

—Quédate conmigo —susurró—. Quédate conmigo.

Buscó otra camisa en la bolsa de pertrechos, la convirtió en harapos y los empapó con los restos de las cantimploras. Pero antes de que pudiera aplicar las compresas, notó que la frente de Chel se estaba enfriando. Sabía que el cuerpo se estaba rindiendo. Pasó los dedos sobre la piel de su cuello, justo debajo de la mandíbula, y encontró un pulso errático.

El ataque se calmó poco a poco, y por primera vez en mucho tiempo, Stanton rezó. ¿A qué?, lo ignoraba. Pero el dios al que había reverenciado durante toda su vida adulta, la ciencia, le había fallado. No tardaría en salir de esta selva, tras haber fallado a los miles, y a la larga millones, que morirían de VIF. De modo que rezó por ellos. Rezó por Davies, Cavanagh y los demás de los CDC. Rezó por Nina. Pero sobre todo rezó por Chel, cuya vida ya no estaba en sus manos, como todas las demás. Si moría (cuando muriera), sólo le quedaría la certeza de que no había hecho lo suficiente.

Consultó su reloj: las 23.46.

Al otro lado de la cámara, las antiguas calaveras se mofaban de él con sus secretos. Stanton no permitiría que Chel pasara la eternidad disputando un concurso de miradas con ellas. La sacaría de aquí. La…

Fue entonces cuando comprendió horrorizado que tendría que enterrar a Chel en la selva. Pensó en algo que ella había dicho la noche anterior, cuando se derrumbaron contra otra pared, en las afueras de Kiaqix. Se le antojó que había transcurrido mucho tiempo desde entonces. Le había preguntado si sabía por qué los mayas quemaban incienso por sus muertos.

Cuando se llevan un alma, es necesario humo de incienso para efectuar la transición entre el mundo medio y el inframundo. Todos los que vivimos aquí estamos atrapados entre dos mundos
.

¿Cómo quemaría incienso por ella? ¿Qué podría utilizar? Entonces recordó que Paktul también había escrito sobre el incienso.

Cuando dejé al guacamayo en el suelo y besé la vieja piedra caliza, el aroma había cambiado. Ya no podía sentirlo en el fondo de la garganta como antes
.

¿Y si el olor y el sabor del incienso en el aire cambiaban por algún motivo? Paktul conocía la combinación de incienso habitual del rey. Si el sabor había desaparecido hacía rato del fondo de su lengua, tal vez se debía a que ya no era
amargo

Stanton se levantó y tomó en brazos a Chel. Tenía que sacarla de la cámara.

Transportó su peso por el pasillo, después se la cargó al hombro y empezó a subir el primer tramo de escaleras. Pese a lo difícil que había sido bajar la escalera solo, ahora se le antojó todavía más empinada y estrecha que antes.

Pero minutos después llegaron al final y saboreó el aire de la noche. Había un pequeño claro a unos tres metros de la cara norte de la pirámide, con espacio suficiente para encender una pequeña fogata, muy probablemente donde Volcy había plantado su tienda.

Depositó a Chel en un pequeño hueco entre raíces de árboles y corrió al lado opuesto de la pirámide. Recogió más ramas de haya, dio la vuelta y dejó caer las ramas en una pila delante de la joven. Un momento después estaba encendiendo la hoguera, y las llamas no tardaron en elevarse bailando hacia el cielo. El olor acre del humo de haya impregnó el aire.

Se sentó cerca del fuego, con la cabeza de Chel sobre el regazo. Apoyó las manos sobre su cabeza y le abrió los párpados tanto como pudo. También se obligó a mantener abiertos los ojos, aunque el humo consiguió que empezaran a llorar. Si el VIF llegaba al cerebro a través de la retina, quizá lo haría también su tratamiento.

Durante cinco silenciosos minutos, a medida que las llamas crecían, Stanton permaneció sentado abrazando a Chel en la noche de la selva, en busca de alguna señal. Cualquier señal. Apartó el pelo de su cara para comprobar su pulso. No se fijó en su reloj (estaba concentrado en los latidos del corazón de Chel), pero el segundero desgranó los dos últimos segundos del cuarto mundo.

Era medianoche.

21/12.

Epílogo

Para millones de personas en todo el mundo, fue el final de la vida tal como la conocían. Por lo que todos los seres humanos vivos podían recordar, la flecha del progreso había apuntado en la dirección de la innovación tecnológica, la urbanización y la conectividad. En los años previos a 2012, por primera vez en la historia humana, la mayoría de las personas vivía en ciudades, y las proyecciones estadísticas predecían que, en 2050, esa proporción superaría los dos tercios.

El final del ciclo de la Cuenta Larga cambió todo eso. Algunas de las mayores metrópolis del mundo habían sido arrasadas por la enfermedad de Thane, y no existía forma de saber si volverían a ser seguras algún día. Como no podían hacer nada para destruir la proteína, había que imponer la cuarentena cada día a nuevos lugares contaminados en cuanto eran descubiertos. En centros comerciales, restaurantes, escuelas, oficinas y transportes públicos, desde América a Asia, los vehículos de materiales peligrosos y equipos de limpieza se convirtieron en algo cotidiano… o de lo que había que escapar.

Al cabo de unas semanas, esta contaminación provocó un éxodo masivo de muchos de los centros urbanos más grandes del mundo. Algunos datos económicos sugerían que una cuarta parte de la población de Nueva York, San Francisco, Ciudad del Cabo, Londres, Atlanta y Shanghái se marcharía dentro de un período de tres años. Los fugitivos iban a ciudades más pequeñas, a los confines de las aglomeraciones urbanas, al campo, donde se fundaron comunidades agrarias autosostenidas.

Los Ángeles era una categoría en sí misma. La enfermedad de Thane afectó a todos los ciudadanos del Gran Los Ángeles. Era imposible para muchos imaginar quedarse, aunque no hubiera peligro.

El médico más famoso del mundo tampoco había regresado. Junto con el equipo internacional de científicos a su cargo, Stanton vivía en una tienda que el Servicio de Salud de Guatemala había erigido en las ruinas de Kanuataba. El día después de sacar a Chel de la ciudad perdida con las muestras que había tomado en ella, y de conducir el
jeep
durante dos horas para volver a la civilización y encontrar un teléfono que funcionara, volvió a trabajar con el Servicio de Salud de Guatemala. No había abandonado la selva desde entonces.

A partir de los árboles que rodeaban la tumba del rey, Stanton y su equipo médico habían sintetizado una infusión capaz de invertir la enfermedad de Thane si se inyectaba durante los tres días siguientes al inicio de la infección. Los antiguos ciudadanos de Kanuataba habían utilizado el haya hasta el borde de la extinción. Pero cuando abandonaron la ciudad, los árboles habían regresado con todas sus fuerzas.

Seguía abierta la cuestión de por qué estaban concentrados alrededor de la tumba. A veces, las especies evolucionaban por completo, incluso las que funcionaban en directa oposición a otras. Los microbios se fortalecían en reacción a los antibióticos. A lo largo de centenares de generaciones, los ratones mejoraron sus tácticas de eludir a sus depredadores, y las serpientes las de cazar a sus presas. Algunos científicos defendían que el prión y los árboles habían evolucionado conjuntamente durante siglos, de forma que cada uno se hizo más y más fuerte mediante la mutación, hasta que Volcy abrió la tumba. La expresión favorita de los periodistas era «una carrera armamentística evolutiva».

Los creyentes del 2012, por supuesto, lo llamaban destino.

Una vez que convenció a la comunidad científica de cómo debería llamarse el VIF, Stanton había dejado de intentar dar nombre a todo lo demás que había sucedido.

Tras un día particularmente extenuante de finales de junio, dio instrucciones en su precario español a su equipo, compuesto casi al completo por médicos guatemaltecos, y se encaminó a la tienda que le servía de residencia. La lluvia empapaba su ropa, y el barro aumentaba el peso de sus botas cuando llegó a la sombra de los templos gemelos y el palacio de Imix Jaguar. Vivir en la selva era duro, y echaba de menos el mar, pero se estaba acostumbrando al calor y la humedad, y beber una cerveza fría al final de una larga jornada laboral era estupendo.

Una vez que se hubo puesto ropa seca, entró en la zona de estar de la tienda, donde algunos científicos discutían con arqueólogos sobre la mejor técnica para abrir las tumbas. Stanton abrió una cerveza, sacó el ordenador portátil y se conectó con el servicio de Internet vía satélite.

Echó un vistazo rápido a cientos de correos electrónicos. Había una actualización de Monstruo: hasta que reabriera sus puertas el Freak Show, el zoo de animales de dos cabezas que la Dama Eléctrica y él habían recuperado de todos los rincones del paseo marítimo viviría con ellos en el apartamento de Stanton. Continuó examinando correos y encontró el último de Nina, una foto de
Dogma
en el
Plan A
, en algún lugar del golfo de México. Ella también había sido asediada con solicitudes de entrevistas, si alguna vez volvía a tierra. Había reído y proclamado que tenía cosas mejores que hacer que perseguir a su ex marido. Enviaba una foto cada semana de los lugares adonde iban ella y el perro.

—¿Otra vez en el ordenador? ¿No te has enterado? La tecnología ha muerto. Onda de tiempo cero y todo eso.

Stanton se volvió hacia el sonido del melifluo acento inglés. Alan Davies se estaba quitando la chaqueta de safari. La dejó con cuidado sobre una silla, tratando la prenda como si fuera la que Stanley había llevado cuando encontró a Livingston. La camisa blanca estaba empapada de sudor, y tenía el pelo encrespado. El londinense no se adaptaba bien a la humedad, algo que recordaba cada día a Stanton.

—No puedo creer que estés bebiendo ese patético sustituto de la cerveza —dijo Davies, al tiempo que se dejaba caer en una silla—. Daría cualquier cosa por una pinta de Adnams Broadside.

—Londres está a tan sólo un trayecto de cincuenta horas a través de la selva y cuatro aviones de distancia.

—No sobrevivirías ni un día aquí sin mí.

Mientras Davies abría una botella de vino y se servía una copa, Stanton envió una respuesta rápida a Nina, y después echó un vistazo a los teletipos y a los sitios nuevos. Cada día, desde hacía seis meses, se reciclaban las mismas historias sobre la enfermedad, con cambios en diminutos detalles, y pocas veces había visto algo interesante. Pero cuando se conectó con la web del
Los Angeles Times
, algo le dejó petrificado.

—¡Dios mío!

—¿Qué pasa? —preguntó Davies.

Stanton apretó el botón de
IMPRIMIR
y sacó el artículo de la bandeja.

—¿Has visto esto?

Davies examinó la pantalla.

—¿Ella lo sabe?

Los guatemaltecos habían abierto mediante excavadoras un camino hasta las carreteras principales para poder enviar y recibir suministros en camiones. En un Land Rover del Departamento de Salud, Stanton llegó a la entrada, protegida por el destacamento de seguridad que vigilaba ahora todo el perímetro de Kanuataba. En cuanto le dejaron pasar, se encontró en mitad del circo en que se habían convertido las zonas circundantes. Cientos de personas estaban acampadas en tiendas, camionetas y caravanas justo al otro lado de la frontera. Al principio, habían conseguido mantener en secreto el emplazamiento de Kanuataba, pero ahora docenas de camionetas nuevas estaban aparcadas a lo largo de la carretera, y los helicópteros daban vueltas sin cesar, tomando fotos aéreas de la ciudad para transmitirlas a todo el mundo. No sólo habían llegado periodistas. La zona se había transformado en una especie de avanzadilla religiosa en la era post-2012. Aunque los creyentes no podían entrar en las ruinas, Kanuataba se estaba convirtiendo poco a poco en su Meca.

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