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Authors: Dustin Thomason

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción, #Policíaco

21/12 (34 page)

BOOK: 21/12
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—No podemos quedarnos aquí —dijo él.

Stanton asió su mano y continuaron explorando. En la siguiente vivienda no había cadáveres, sólo ropas tiradas en el suelo, un azadón roto y cuencos de cerámica. Lo apartó todo.

—¿Crees que es seguro? —preguntó Chel.

No tenía pruebas de que estuvieran a salvo, pero era lo mejor que había.

—Hemos de llevar puestos los protectores oculares en todo momento.

Se derrumbaron contra una pared y se acurrucaron juntos, agotados. Stanton sacó barras de grano la de la bolsa de provisiones y obligó a Chel a comer varios trozos. Por fin, apagó la linterna, con la esperanza de que la joven pudiera dormir. Él intentaría mantenerse despierto, en guardia.

—¿Sabes por qué quemamos incienso por los muertos? —susurró ella.

—¿Por qué?

—Cuando se llevan un alma, es necesario humo de incienso para efectuar la transición entre el mundo medio y el inframundo. Todos los que vivimos aquí estamos atrapados entre dos mundos.

Durante los últimos dos días, Stanton había oído a Chel hablar mucho sobre las tradiciones de su pueblo, pero no de esa manera. Quería tranquilizarla, pero no sabía cómo. Sólo los creyentes tenían palabras apropiadas para momentos como éste. Decidió ceñirse a lo que sabía. Estaba convencido todavía de que algo había protegido al rey y a sus hombres del VFI antes del brote de la enfermedad en Kanuataba. Mañana lo encontrarían.

—Tenemos el plano y las coordenadas del lago Izabal —dijo a Chel—, y en cuanto amanezca, empezaremos a buscar.

Ella apoyó la cabeza en el hueco de su brazo. Stanton notó el peso de la mujer y el tacto de su piel sobre la de él.

—Tal vez Victor tenía razón —susurró—. Tal vez lo único que podamos hacer ahora sea huir.

Stanton despertó sobresaltado. Algo estaba pisoteando hojas mojadas al otro lado de la pared. Chel ya estaba acuclillada junto a la pared de atrás, escuchando. Se oía un ruido agudo, algo que chillaba bajo la lluvia.

Sacó el arma.

Ella distinguió una voz que hablaba en quiché.

—Dejemos que los vientos malvados se vayan, Hunab Ku.

—¿Qué pasa? —preguntó Stanton.

—Me llamo Chel Manu —dijo ella en quiché—. Soy de Kiaqix. Mi padre era Alvar. Hay un médico conmigo. Puede ayudaros si estáis enfermos.

Una diminuta anciana con el pelo largo hasta la cintura apareció en la entrada. Llevaba gruesas gafas sobre su nariz chata.

Stanton bajó la pistola. Un trueno retumbó a lo lejos y la mujer avanzó hacia ellos, con aspecto de ir a desplomarse de un momento a otro.

—¿Hay vientos malvados en esta casa? —preguntó en quiché.

—Nosotros no estamos enfermos. Hemos venido a descubrir el origen de la enfermedad. Soy Chel Manu, hija de Alvar. ¿Estás enferma?

—¿Habéis venido por el cielo? —preguntó la mujer.

—Sí. ¿Tu pueblo está enfermo? —repitió la joven.

—Yo no estoy maldita.

Chel miró a Stanton, quien señaló sus ojos. Las gafas habrían salvado a la anciana. Lo mismo que tal vez les había salvado la vida a ambos una semana antes, en Los Ángeles.

—¿Cuándo vinisteis? —preguntó la mujer.

Chel le contó que habían llegado a Kiaqix hacía cinco horas.

—Pregúntale si queda alguien más vivo en el pueblo —dijo Stanton.

—Hay quince o veinte en las casas que todavía se tienen en pie —contestó la mujer—. La mayoría en las afueras. Hay más escondidos en la selva, a la espera de que los vientos malvados se vayan. Hurakán, el dios de las tormentas, nos salvará.

—¿Cuándo empezó esto? —preguntó la joven.

—Hace veinte soles. ¿De veras eres Chel Manu?

—Sí.

—¿Cómo se llamaba tu madre?

—Mi madre es Ha’ana. ¿La conoces?

—Por supuesto. Yo soy Yanala. Tú y yo nos conocimos hace muchos años.

—¿Yanala Nenam? Hija de Muram, el gran tejedor.

—Sí.

—¿Queda algún miembro de mi familia vivo?

—Sólo tus tías se encuentran entre los escasos supervivientes. Initia es la mayor. Si hubiera podido venir, se habría encontrado contigo, pero le cuesta caminar. Venid.

Siguieron a la anciana por una serie de carreteras laterales, atravesando milpas. Cuando entraron en un claro y se encaminaron hacia una serie de casas enclavadas sobre una loma, el único recuerdo de su infancia que guardaba de aquel lugar asaltó a Chel. Era una niña pequeña montada a hombros de su padre, mientras recorrían la calzada elevada.

Pero no había nadie cargado con polenta, ni música procedente de las casas.

Sólo silencio.

Se acercaron a la entrada de una pequeña casa de troncos con un fuerte tejado de paja, todavía intacta. La mujer los condujo a una sala atestada de muebles de madera envejecidos y hamacas, y un tendedero para interior. Una pila de tortillas se estaban calentando sobre un hogar de piedras grandes, y el aroma del maíz impregnaba la estancia.

Yanala desapareció en la zona posterior de la casa, y un minuto después la puerta trasera se abrió y entró una mujer todavía más vieja. Llevaba el largo pelo plateado trenzado en una corona sobre la cabeza, y vestía un
huipil
púrpura y verde cubierto por una docena de ristras de cuentas coloreadas. Chel reconoció a Initia de inmediato.

Sin decir palabra, la mujer avanzó poco a poco hacia ellos, mientras se apoyaba en los muebles.

—¿Chel?

—Sí, tía —dijo en quiché la joven—. Y he traído a un médico de Estados Unidos.

Initia salió a la luz y sus ojos se hicieron visibles. Ambos iris estaban cubiertos de una película lechosa blanca, advirtió Chel. Eso la habría salvado.

—No puedo creer que estés aquí, hija.

—¿No estás enferma, tía? —preguntó Chel mientras se abrazaban—. ¿Puedes dormir?

—Lo máximo que es posible a mi edad. —Les indicó con un gesto que se sentaran alrededor de una pequeña mesa de madera—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que viniste, y aquí estás, nada menos que ahora. ¿Cómo es posible?

Initia escuchó con incredulidad los acontecimientos de Los Ángeles descritos por Chel.

—Has estado en las calzadas elevadas, has visto el centro del pueblo, de modo que sin duda habrás comprendido lo que los vientos malvados nos han traído a nosotros también —dijo Initia.

—Pregúntale quién fue la primera persona que cayó enferma —pidió Stanton.

—Malcin Hanoma.

—¿Quién es? —preguntó Chel.

—Volcy no tenía hermanos de sangre, de modo que Malcin Hanoma, hijo de Malam y Chela’a, era su compañero de plantación. Fueron juntos en busca de esos tesoros de la ciudad perdida. Volcy no volvió nunca, pero Malcin sí. Estaba herido, y con él trajo la maldición que recayó sobre nosotros, la ira de los antepasados.

—¿Se propagó con mucha rapidez?

—La familia de Malcin fue la primera en caer. Sus hijos no podían dormir, al igual que toda la familia que compartía la casa con él. El castigo fue obra de los dioses, y al cabo de pocos días los vientos soplaron con más y más fuerza.

Chel cerró los ojos e imaginó la destrucción que había seguido. ¿Cuánto habrían tardado los suyos en volverse los unos contra los otros? ¿Cuánto habrían tardado las gentes del pueblo de Kiaqix en enloquecer? ¿En destrozar la iglesia, quemar la escuela y saquear el hospital?

—Aquí han sucedido muchas cosas terribles, tía.

Initia se levantó con un esfuerzo e indicó que la siguieran hasta la entrada de atrás.

—Pero no sólo cosas terribles.

La siguieron hasta una vivienda situada directamente detrás de la casa, cuya puerta estaba cubierta con pilas de hojas de palmera. Apartaron las hojas entre todos y crearon una abertura.

—No dejéis entrar a los vientos —les dijo Initia.

En el interior, envueltos en hamacas de colores colgadas del techo, había al menos una docena de bebés. Algunos lloraban en voz baja. Otros yacían con los ojos abiertos, silenciosos. Otros dormían, y sus diminutos pechos subían y bajaban.

Yanala atendía a varios a la vez. Initia se reunió con ella y mimó a una niña pequeña que no dejaba de llorar, mientras introducía cucharadas de maíz líquido en la boca de otra. Initia depositó a un bebé en los brazos de Stanton, y después tendió la niña a Chel. Era pequeña, con mechones de pelo en la coronilla, la nariz chata y ojos pardo oscuros que se paseaban por la habitación, pero sin abandonar a Chel en ningún momento.

—Un niño debe compartir intimidad con su madre, dormir en la hamaca con ella, comer de su pecho cuando tiene hambre —dijo Initia—. Han crecido sin ese calor porque se les ha negado la compañía de sus madres.

—¿Dónde los encontraste, tía?

—Sabía que se habían producido nacimientos recientes en algunas casas, pues todo el mundo se reúne para celebrar una nueva vida. Yanala y yo fuimos en busca de supervivientes. Algunos estaban escondidos bajo hojas de palmera y otros habían sido abandonados al raso.

Chel miró a Stanton.

—¿Cuánto tiempo serán inmunes?

—Seis meses o así —dijo él, mientras acunaba al niño—. Hasta que sus nervios ópticos maduren.

—Esta es Sama —dijo Yanala, mientras Chel acunaba a la niña.

El nombre le resultó familiar.

—¿Sama?

—Hija de Volcy y Janotha.

Chel, atónita, miró a la niña. Tenía los ojos abiertos y húmedos.

—¿Es su hija? ¿La hija de Volcy?

—La única de la familia que sobrevivió.

Esta era la hija que Volcy tanto había anhelado ver, mientras agonizaba en un país extraño.

—¿Comprendes lo que significa esto, hija? —preguntó Initia.

—¿Qué quieres decir?

—Falta una salida y una puesta de sol para el final de la Cuenta Larga. Cuando suceda, seremos testigos del final de todo lo que hemos conocido. Tal vez ya lo estemos siendo en este momento. Pero los más jóvenes sobrevivieron por la gracia de Itzamanaj, el más misericordioso, y serán nuestro futuro. Se dice en el
Popol Vuh
que, con el final de cada ciclo, una nueva raza de hombres hereda la Tierra. Estos niños son la quinta raza.

20
DE DICIEMBRE DE
2012
33

Poco después de la medianoche. Chel estaba sentada acunando a Sama en sus brazos mientras veía a Initia prensar masa sobre la chimenea de la casa principal. En la otra vivienda, Stanton examinaba a los bebés uno por uno para comprobar que no mostraban síntomas. Cuando Yanala fue a buscar a Sama para su examen, Chel descubrió que se desprendía de la niña a regañadientes.

Cuando volvieron a estar solas, la joven explicó a Initia lo sucedido cuando llegaron.

—Un ladino me atacó en la clínica, y creo que estaba infectado. Mi madre me advirtió de que podrían estar aquí, y yo no le creí. Pero tenía razón.

—No, ese hombre vino para ayudar, Chel.

—¿Cómo?

—Un grupo ladino de la iglesia se enteró de que la gente de aquí estaba enferma, y vinieron a traer comida y pertrechos —explicó Initia—. Incluso un médico. Esos ladinos querían ayudarnos. La culpa no es de nadie. Ni de los ladinos ni de los indígenas que fueron maldecidos. Cuando un hombre no puede comunicarse con los dioses en el sueño, se extravía, haya sido quien haya sido anteriormente. Podría sucedemos a cualquiera. Lamento que este hombre se sintiera impulsado a atacarte debido a la maldición. Pero sé que sus intenciones eran buenas cuando vino.

Chel pensó en Rolando, y otra oleada de tristeza la invadió.

—No te culpo ni a ti ni a tu madre por pensar así de los ladinos —dijo Initia—. Sufrió mucho a sus manos, y es imposible olvidar estas cosas.

La joven imaginó la expresión desaprobadora de su madre.

—Durante mucho tiempo ha intentado olvidar todo lo sucedido en Kiaqix —dijo a Initia—. No quería que yo viniera, y no cree ni por asomo que vayamos a encontrar la ciudad perdida. Está convencida de que Chiam, el primo de mi padre, nunca la encontró, y no cree que exista.

Initia suspiró.

—Es imposible saberlo. No he pensado en Chiam desde hace muchos años.

Chel se preguntó qué recordaría Initia de su infancia.

—¿Oíste a Chiam leer las cartas de mi padre al pueblo?

—¿Las cartas de tu padre?

—Las cartas que escribió cuando estaba en la cárcel —le recordó Chel.

—Por supuesto —dijo Initia—. Sí. Oí que las leían.

La joven percibió vacilación en la voz de su tía.

—¿Qué pasa?

—Nada. Soy vieja y mi memoria falla.

—Tienes buena memoria —dijo Chel, al tiempo que apoyaba una mano sobre su brazo—. ¿Qué pasa?

—Estoy segura de que existe un motivo —dijo Initia, casi para sí.

—¿Un motivo de qué? Quiero saber qué estabas pensando sobre mi padre.

—Te ha sostenido. La historia de las cartas de tu padre te ha sostenido. Eso es lo que ella quería.

—Las cartas no son sólo una historia. Queda constancia de ellas. He hablado con otros que las oyeron, y dijeron que habían incitado a la gente a entrar en acción y a luchar.

—Sí, eso consiguieron las cartas, hija.

—Pues ¿qué?

La tía enlazó las manos como si fuera a hacer penitencia.

—Ignoro los motivos de que tu madre no te lo haya dicho antes, hija. Ha’ana es una mujer prudente,
Ati’t par Nim
, el astuto zorro gris, su espíritu animal. Pero tienes derecho a saberlo.

—No entiendo.

—Tu padre era un hombre maravilloso, un hombre adorable. Estaba entregado a ti, a tu madre y a su familia, y quería protegeros. Pero su
wayob
era el tapir, el cual, al igual que el caballo, es fuerte, pero no inteligente. Era un hombre sencillo, sin las palabras que iban en esas cartas.

—Mi padre fue a la cárcel por liderar a su pueblo. —Chel procuró no hablar como si se mostrara condescendiente con una anciana olvidadiza—. Cuando estuvo encarcelado, escribió esas cartas en secreto y le mataron por ello. Mi madre me contó todo lo que le había pasado. Todo cuanto hizo para luchar por Kiaqix.

—Pero ahora pregúntate quién te contó esas historias.

—¿Me estás diciendo que otra persona escribió esas cartas, y que mi madre quería que yo creyera que fue mi padre?

—No sólo tú. Todo el mundo creía que tu padre las escribió. Pero mi marido era el hermano de tu padre, hija. Él sabía la verdad.

—¿Quién las escribió? ¿Algún compañero de la cárcel?

Las ramas crepitaron en la chimenea.

—Desde que tu madre era pequeña, nunca tuvo miedo. Ni de los terratenientes ni del ejército. Les plantaba cara en el mercado cuando tenía diez años y escupía en sus zapatos. Rechazaba sus llamadas a que nos modernizáramos, a cambiar nuestras costumbres. Ayudó a parar los pies a los ladinos cuando quisieron cambiar lo que nos enseñaban en la escuela, cuando quisieron que nuestros hijos aprendieran la historia de ellos.

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