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Authors: Dustin Thomason

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción, #Policíaco

21/12 (16 page)

BOOK: 21/12
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—¿Algo más que desees comunicarme, Gabe?

—Hemos de enviar un equipo a Guatemala ya. Con el Ébola y el hantavirus, enviamos equipos a África en cuestión de días para atajarlos. Aunque decretemos una cuarentena aquí, no servirá de nada si no eliminamos la fuente original. Seguirá esparciéndose por todo el mundo desde allí.

—Los guatemaltecos no quieren que entren en su país norteamericanos que puedan propagar la enfermedad. No nos permitirán cruzar la frontera. Y no los culpo, teniendo en cuenta que todavía no contamos con pruebas de peso de que proceda de su país.

—Ni siquiera sabemos qué es esto, Emily. Piensa en el virus de Marburgo. No teníamos ni idea de cómo detenerlo hasta que descubrimos la fuente original. ¿Y si pudiéramos localizar el lugar del que vino Volcy? Si podemos encontrar esas ruinas donde acampó, ¿nos dejarían enviar un equipo?

—No tengo ni idea.

De pronto se oyó una voz detrás de ellos.

—¿Subdirectora Cavanagh?

Se volvieron y vieron a un administrador con cara de bebé que sostenía una carpeta con la etiqueta «
CONFIDENCIAL
».

—¿Son los análisis de sangre? —preguntó Stanton.

El joven asintió mientras Cavanagh examinaba los resultados. Hacía horas que esperaban los resultados de los pacientes del grupo de contacto original.

—¿Cuántos positivos? —preguntó Stanton.

—Casi doscientos —contestó la mujer. Era más que todos los pacientes conocidos de IFF.

Más que los de las vacas locas.

Cavanagh miró a Stanton y pasó a toda prisa las páginas de la carpeta. Estaba buscando su apellido al final de la lista, confeccionada por orden alfabético.

13

En el extremo norte del campus del Museo Getty, Chel y su abogado estaban sentados en la principal oficina administrativa. El otro lado de la mesa estaba ocupado por miembros de la junta, el conservador jefe del museo y un agente del ICE. Todo el mundo utilizaba protectores oculares, siguiendo las últimas recomendaciones del CDC, y todo el mundo tenía una copia de la declaración oficial de Chel delante de ellos, en la que relataba los acontecimientos de los tres últimos días.

Dana McLean, directora de la mayor entidad de fondos de capital de riesgo del país y presidenta del consejo de administración, se reclinó en la silla cuando habló.

—Doctora Manu, hemos de decretar una suspensión temporal de empleo y sueldo pendiente de futura revisión. Tendrá que abstenerse de cualquier actividad relacionada con el museo hasta que se tome la decisión definitiva.

—¿Y mi equipo?

—Será supervisado por el conservador, pero si descubrimos que alguien más está implicado en actividades ilegales, también será sujeto a revisión.

—Doctora Manu —dijo un miembro del consejo—, usted afirma que el doctor Chacón no tenía ni idea de lo que usted estaba haciendo, pero, entonces, ¿por qué estaba aquí la noche del diez?

Chel miró a su abogado defensor, Erin Billings. Cuando éste asintió para indicar que contestara a la pregunta, ella intentó mantener un tono sereno.

—Nunca conté a Ronaldo en qué estaba trabajando. Le pedí que viniera para contestarme a algunas preguntas sobre restauración. Pero no vio en ningún momento el códice.

Con todo lo que había confesado en su declaración, el grupo carecía de motivos para poner en duda sus palabras. Era la mentira con la que más a gusto se sentía.

—Debería saber que revisaremos todos sus archivos en busca de cualquier indicio de falta de ética profesional —dijo el agente del ICE, Grayson Kisker.

—Mi clienta lo comprende —dijo su abogado.

—¿Qué será del códice? —preguntó Chel.

—Será devuelto a Guatemala —contestó McLean.

—Debido a que la transacción ilegal tuvo lugar en suelo estadounidense —dijo Kisker—, seremos nosotros quienes presentemos una denuncia contra usted.

Incluso después de que el CDC llamara para informarle de que había dado negativo de priones en la sangre, Chel se había sentido aturdida. El último día había padecido la mezcla más abrumadora de culpa, confusión y conmoción de su vida. Sabía que, a la larga, la despedirían, y también perdería su empleo de profesora en la UCLA.

Pero después de todo lo que había visto, no podía conseguir que le importara.

Chel y Billings se levantaron de la mesa. Ella intentó prepararse para recoger sus cosas del laboratorio por última vez.

Entonces el móvil de Kisker sonó, y éste escuchó a su interlocutor mientras se iba formando una extraña expresión en su rostro.

—Sí —dijo, y miró a Chel—. Estoy con ella ahora. —Alargó poco a poco el móvil en su dirección. Su voz era casi tímida—. Mi jefe quiere hablar con usted.

El sol de la tarde caía sobre Chel mientras bajaba por la pasarela del jardín del Getty hacia la selva de flores situada en el punto más bajo de los terrenos del museo, al pie de todos los edificios. Los visitantes decían que la vista de las montañas desde el museo era mejor que las propias obras de arte, pero ella prefería los jardines por encima de todo. Cuando estuvo sola entre las buganvillas rojas y rosa, extendió la mano hacia una de las flores y la acarició entre los dedos. En aquel momento necesitaba un punto de referencia. Estaba escuchando al doctor Stanton por el móvil.

—Todavía no han detectado casos en Guatemala —le dijo—. Pero si podemos facilitarles un emplazamiento más exacto del pueblo de Volcy, quizá podríamos enviar un equipo.

Después de la llamada del director del ICE, le dijeron a Chel que telefoneara a Stanton para recibir más instrucciones. La alivió saber que él tampoco estaba infectado. Las gafas que utilizaban tal vez les habían proporcionado cierta protección, le había dicho él enseguida, como si el asunto careciera de importancia, y después prosiguió:

—¿Qué sabe de su posible emplazamiento?

—Tiene que estar en algún punto de las tierras altas del sur —dijo Chel. Arrancó una buganvilla rosa de su tallo y la tiró al río. Se quedó sorprendida de la brusquedad con que lo hizo.

—¿Es una zona muy grande?

—Varios miles de kilómetros cuadrados. Pero si la enfermedad ya está aquí, ¿qué más da de dónde llegó?

—Es como un cáncer —explicó Stanton—. Aunque haya hecho metástasis, hay que extraer el tumor del lugar original para evitar que se extienda más. Hemos de saber qué es y cómo empezó para poder combatirlo.

—El códice podría revelarnos más cosas. Podríamos encontrar un glifo específico de una zona más pequeña, o alguna descripción geográfica. Pero no lo sabremos hasta que la reconstrucción haya terminado.

—¿Cuánto tardarán?

—Las primeras páginas se hallan en mal estado, y las últimas están peor todavía. Además, existen obstáculos lingüísticos. Glifos difíciles y combinaciones extrañas… Hemos estado haciendo todo lo posible por descifrarlos.

—Será mejor que encuentren una forma de hacerlo más deprisa.

Chel se sentó en un banco metálico. Estaba mojado por el rocío o el agua de los aspersores, y notó que empapaba sus pantalones, pero le dio igual.

—No lo entiendo —dijo—. ¿Por qué confía en mí con relación al códice después de que le mintiera?

—No confío en usted, pero el ICE convocó a un equipo de expertos, los cuales dijeron que la mayor esperanza de averiguar la procedencia del libro residía en usted.

Menos de una hora después, Chel estaba en la 405, camino de Culver City. Era el último lugar al que hubiera deseado ir después de todo lo ocurrido, pero ya no tenía otra alternativa. De momento no habría investigación criminal, y el objeto más importante de la historia maya se quedaría en su laboratorio. Pero pese a las vacilaciones que albergaba respecto a Victor Granning, lo único que importaba ahora era hacer todo lo posible por ayudar a los médicos. No podía permitir que sus problemas personales se entrometieran en la situación.

El Museo de Tecnología Jurásica (MTJ) de Venice Boulevard era una de las instituciones más extrañas de Los Ángeles. Tal vez del mundo. Chel había ido una vez, y después de orientarse en su distribución laberíntica y sus oscuras habitaciones, consiguió relajarse y dejar que el museo obrara prodigios en su imaginación. Había esculturas diminutas que cabían en el ojo de una aguja, una galería de perros cosmonautas enviados al espacio por los rusos en los años cincuenta, una exposición de cunas de gatos.

Nada más pasar el In-N-Out Burger de Venice Boulevard, Chel divisó el edificio vulgar de color marrón y aparcó en un hueco delante de la fachada engañosamente pequeña. La otra vez que había ido, lo hizo con su ex. Patrick estaba obsesionado con una exposición de cartas escritas al Observatorio de Mount Wilson sobre la existencia de vida extraterrestre. Dijo que las cartas le recordaban el hecho de que existían otras formas de ver los cielos, aparte de mirar a través de la lente de un telescopio. Cuando las leyeron juntos en el espacio oscurecido, la voz de Patrick nunca lejos de su oído, una carta atrajo también la atención de Chel, y las palabras exactas que la mujer escribió sobre sus experiencias en otro mundo se habían quedado grabadas en su memoria hasta ahora:
He visto toda clase de lunas, estrellas y aberturas

En la puerta del MTJ pulsó un timbre sobre un letrero que rezaba «
LLAME SÓLO UNA VEZ
». La puerta se abrió y ante ella apareció un hombre canoso de unos sesenta años, vestido con una chaqueta de punto negra y pantalones caqui arrugados. Chel había conocido a Andrew Fisher, el excéntrico director del museo, cuando fue allí por primera vez. Ni siquiera el protector de plástico que llevaba sobre la cara podía disimular la sutil inteligencia de sus ojos.

—Gracias por volver, doctora Manu —dijo.

¿Se acordaba de ella?

—De nada. Busco al doctor Granning. ¿Está aquí?

—Sí —contestó Fisher mientras ella entraba—. He estado trabajando en algunas técnicas memorísticas de Ebbinghaus, que han demostrado ser útiles. Vamos a ver. Usted trabaja en el Getty, es demasiado seria y… fuma demasiado.

—¿Victor le ha contado todo eso?

—También me dijo que es la mujer más inteligente que conoce.

—No conoce a muchas mujeres.

Los ojos de Fisher se entornaron.

—Está en la parte de atrás, trabajando en su exposición. Un material fascinante.

El pequeño y extraño vestíbulo del MTJ olía a aguarrás y estaba iluminado con bombillas rojo oscuro y negras. El efecto era desorientador después de llegar de la luz del día. Las paredes estaban forradas de estanterías que albergaban títulos misteriosos:
Obliscence
, de Sonnanbend;
Journal of Anomalies
, del mago Ricky Jay, y un extraño volumen del Renacimiento titulado
Hypnerotomachia poliphili
. Chel sabía que el museo diluía los límites entre realidad y ficción. Una parte de la diversión consistía en descubrir qué objetos expuestos eran reales. De todos modos, era ambivalente desde un punto de vista filosófico sobre un lugar que inspiraba confusión y desafiaba a la lógica. Por no hablar de la inquietud que le producía la exposición que su antiguo mentor estaba montando.

Fisher la guió por un laberinto de pasillos, donde una cacofonía de sonidos animales y voces humanas se oía proveniente de altavoces distorsionantes. Chel contempló las extrañas piezas: vitrinas de cristal montadas sobre pedestales contenían un diorama que mostraba el ciclo vital de la hormiga hedionda. Una diminuta escultura del papa Juan Pablo II ocupaba el ojo de una aguja, visible gracias a una enorme lupa.

A continuación, doblaron una esquina y el laberinto se abrió a una pequeña habitación con una vitrina de cristal donde se guardaban algunas obras de un erudito alemán del siglo XVII llamado Athanasius Kircher. En el centro de la habitación colgaba del techo una rueda de campanas que producía un sonido escalofriante al girar. En la vitrina había dibujos en blanco y negro de temas que abarcaban desde un girasol con un corcho clavado en el centro hasta la Torre de Babel, pasando por la Gran Muralla china.

Fisher indicó un boceto de Kircher.

—Fue el último de los grandes eruditos. Inventó el megáfono. Descubrió gusanos en la sangre de las víctimas de la peste. —Fisher tocó su protector de plástico—. En cuanto a éstos, ¿sabe que hasta sugirió que la gente utilizara mascarillas para protegerse de la enfermedad? —Sacudió la cabeza—. En nuestra actual obsesión por especializarnos en exceso, todo el mundo descubre nichos cada vez más pequeños, sin ver más allá de su diminuto rincón del espectro intelectual. Qué pena. ¿Cómo puede florecer el verdadero genio cuando existen tan pocas oportunidades de que nuestras mentes respiren?

—Parece una pregunta que sólo un genio podría responder, señor Fisher —dijo Chel.

El hombre sonrió. Continuó adelante, y la guió por otro laberinto de oscuros pasadizos. Por fin llegaron a la parte posterior del museo, una zona de trabajo bien iluminada, donde las piezas expuestas se encontraban en diversas fases de finalización. Fisher condujo a Chel a través de una puerta estrecha que permitía el acceso a la última habitación del edificio.

—Es usted muy popular hoy —dijo Fisher a Víctor cuando entraron.

Chel se quedó sorprendida al ver que Victor no estaba solo. Había otro hombre blanco con él, más alto, en la zona de trabajo cuadrada. La habitación estaba llena de herramientas, paneles de cristal, fragmentos sin terminar de estanterías y varios soportes de exposición de madera diseminados por el suelo.

—Bien —dijo Victor, al tiempo que daba un rodeo para no pisar el desorden que había en el suelo—, si es nada menos que mi indígena favorita. Salvo su madre, por supuesto.

Chel estudió a su mentor mientras caminaba hacia ella. En otro tiempo había sido muy atractivo, e incluso detrás de su protector ocular comprobó que sus brillantes ojos azules no habían perdido su fulgor en setenta y cinco años. Vestía un polo rojo de manga corta abotonado en el cuello y unos pantalones caqui, su uniforme habitual desde sus días en la UCLA. Su barba plateada estaba afeitada con pulcritud.

—Hola —dijo Chel.

—Gracias, Andrew —dijo Victor, y miró al director del museo, quien desapareció por el pasillo sin decir palabra.

Los ojos de su mentor expresaban una sincera emoción cuando le devolvió su atención. Ella sentía lo mismo. Siempre lo sentiría.

—Chel —dijo Victor—, permíteme presentarte al señor Colton Shetter. Colton, ésta es la doctora Chel Manu, una de las principales expertas mundiales en escritura, quien, si se me permite decirlo, aprendió todo lo que sabe de mí.

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