21/12 (35 page)

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Authors: Dustin Thomason

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción, #Policíaco

BOOK: 21/12
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Chel se quedó petrificada.

—¿Mi madre?

—Cuando Ha’ana tenía veinte años —continuó Initia—, se colaba en las reuniones de los ancianos. Cuando el ejército ahorcó a un joven del balcón del ayuntamiento, muchos se asustaron. Pero tu madre intentó convencer a los hombres de que lucharan en caso de que el ejército o las guerrillas regresaran. Dijo que debíamos armarnos. Pero nadie hacía caso de una mujer. Entonces, el día que tu padre fue a parar a la cárcel, empezó lo de las cartas.

Chel paseó la vista a su alrededor: el hogar, las hamacas, la pequeña mesa de madera y las sillas sobre el suelo de sascab, los huipiles colgados a secar. Era un lugar donde las mujeres habían trabajado durante mil años.

—¿Por qué mintió?

—Ha’ana comprendía a su pueblo. Podía conseguir el apoyo de las mujeres, pero ningún hombre escucharía a una mujer hablando sobre guerra. Para que los hombres entraran en acción, necesitaba la voz de un hombre. Cuando encarcelaron a tu padre, fue lo más terrorífico que le había pasado jamás, pero también era la oportunidad de que le hicieran caso.

—Pero cuando él murió, ella se marchó. Os abandonó a todos y nunca volvió. ¿Cómo pudo marcharse la persona que escribió esas cartas?

—No fue fácil, hija. Le preocupaba que alguien descubriera lo que había hecho y fueran a por ella… y a por ti. La única manera de protegerte era dejarlo todo.

—¿Por qué no me lo dijo?

Initia apoyó una mano sobre la espalda de Chel.

—Mataron a tu padre por culpa de las cartas, aunque él no las había escrito. Después de su asesinato, tu madre se sintió muy culpable. Pese al bien que habían hecho las cartas, se culpaba de su muerte.

Chel había mortificado a su madre por su apatía, por abandonar su tierra natal, y ella nunca la había corregido. Había guardado silencio, a pesar de saber cuánto había luchado y cuánto había perdido por su pueblo.

—Tu madre es el zorro gris.
Ati’t par Nim
siempre es astuto.

Chel siempre había pensado que
Ati’t par Nim
no era adecuado para Ha’ana. Ahora sabía que esto no era cierto. Los antiguos creían que el poder del
wayob
era ubicuo. Creían en que era intercambiable con la forma humana, en su dominio sobre la vida, en su promesa del potencial de una persona. El zorro conseguía que la gente creyera en lo que era necesario.

De repente, Chel pensó en algo. Rodeó a toda prisa el hogar en busca de una bolsa de provisiones y hurgó en su interior hasta encontrar su traducción del códice.

—¿Va todo bien, hija? —preguntó Initia.

Chel había dado por sentado que Paktul guió a los niños desde Kanuataba hasta la selva, hasta un lugar del bosque donde habían vivido sus antepasados.

Pero ¿y si no se estaba refiriendo a sus antepasados humanos?

A lo largo del códice, el escriba refundía su forma humana con su forma animal, su espíritu animal. Y Chel y su equipo habían sido incapaces de entender por qué la historia oral hablaba de un Trío Original que había escapado de la ciudad perdida, en lugar de un cuarteto formado por Paktul, Canción de Humo y las dos chicas.

¿Y si el motivo era que Paktul el hombre no había ido con ellos?

Stanton encontró a las dos mujeres de pie ante el hogar.

Chel habló con una energía en su voz que él no había oído desde que habían estado sentados en la plaza del Getty.

—Creo que hemos estado buscando lo que no debíamos. El lago Izabal no tiene nada que ver con el lugar al que fue el trío.

—¿Qué quieres decir?

—Paktul no está escribiendo sobre sus antepasados humanos. Está aquí, en la traducción. Utiliza la palabra «yo» de forma intercambiable con su espíritu animal. El «yo» se refiere tanto a su forma humana como a su
wayob
. Pero sabemos que tenía un guacamayo auténtico en su cueva, porque se refiere a otras personas que pueden verlo. Se lo enseña al príncipe y a las hijas de Auxila, y escribe que el pájaro se reúne con su bandada.

Chel pasó a otra parte.
Le dije al príncipe que mi espíritu animal había parado en Kanuataba durante el gran curso de la migración que todos los guacamayos hacen con su bandada
, escribió Paktul.
Le dije que dentro de algunas semanas continuaríamos el viaje en busca de la tierra a la que nuestras aves antepasadas han regresado durante cada estación de la cosecha durante mil años
.

—Cuando dice que los guiará en la dirección de sus antepasados —dijo Chel—, pensé que se refería a su familia humana. Pero ¿y si no fue a ningún sitio? ¿Y si le mataron los guardias, tal como había pronosticado, o se quedó para conseguir que los niños pudieran escapar?

—¿Quién guió a los niños hasta Kiaqix? —preguntó Stanton—. ¿Crees que siguieron a un ave?

—El príncipe habría aprendido a seguir una presa durante cien kilómetros. Y el guacamayo debió regresar por instinto con su bandada. Kiaqix significa «Valle del Guacamayo Púrpura». Se encuentra en el sendero de la migración. La historia oral dice que el Trío Original consideró un buen presagio ver tantos guacamayos en los árboles de aquí. ¿Y si estaban siguiendo a uno de ellos porque creían que era el espíritu de Paktul?

Chel desplegó el mapa de latitudes. En él había dibujado una línea que representaba la ruta migratoria conocida de los guacamayos.

—Durante las estaciones migratorias, los guacamayos vuelan desde el sudoeste hasta aquí —continuó—, y los patrones generales son muy persistentes. Podemos descubrir la trayectoria exacta y seguirla.

Durante casi toda su vida adulta, Stanton habría considerado insensata la posibilidad de que tres niños siguieran a un ave durante cientos de kilómetros, pero por improbable que fuera, sólo podía confiar en el instinto de Chel. Si tenían que seguir un patrón general migratorio hasta la selva, lo harían.

—¿Estás segura de que ésa es la ruta migratoria exacta? —preguntó.

Chel buscó en la bolsa de pertrechos y sacó el teléfono vía satélite.

—He encontrado tres sitios diferentes
online
, y todos dan las mismas coordenadas. Compruébalo tú mismo.

Entregó el teléfono a Stanton, pero cuando éste intentó encenderlo, la pantalla siguió en blanco. Había estado funcionando a bajo rendimiento durante horas, y se había quedado sin carga. Aislándolos del mundo por completo.

—Da igual —dijo Chel, y señaló de nuevo el mapa. Parecía obsesionada con su idea—. Tenemos lo que necesitamos. Seguiremos la ruta migratoria.

Entonces, Stanton vio algo en sus ojos que le heló la sangre en las venas.

—Mírame un momento —dijo.

Chel se quedó confusa.

—Te estoy mirando.

Stanton sacó su linterna y la apuntó a sus ojos, estudiando las pupilas mientras paseaba la luz. Tendrían que contraerse a la luz y dilatarse en la oscuridad.

Cuando Stanton apagó la linterna, no hubo ningún cambio.

—¿Estoy enferma? —preguntó Chel con voz temblorosa.

Él se volvió y se arrodilló para sacar un termómetro de la bolsa de pertrechos y tomarle la temperatura. Se quedó inmóvil un momento para serenarse. No quería que ella viera miedo en sus ojos. Necesitaba ser fuerte. Necesitaba creer que encontrarían la ciudad perdida, su única esperanza, y no podía permitir que adivinara sus dudas.

34

Se marcharon de Kiaqix a primera hora de la mañana. El sol no tardaría en abrasar el Petén, y la leve brisa que entraba por las ventanillas abiertas del
jeep
aliviaba bien poco a Chel. Casi podía sentir el VIF dentro de ella. Desvió la vista hacia Stanton, sentado al volante. Apenas la había mirado mientras cargaban los suministros médicos en el
jeep
, junto con la comida que Initia les había proporcionado. Repetía una y otra vez que, con la enfermedad tan concentrada como estaba en aquel lugar, era muy probable que la prueba diera un falso positivo a causa de la contaminación. No quería aceptar los resultados de una prueba que él mismo había diseñado.

Chel no podía leer muy bien el lenguaje corporal de Stanton, pero a estas alturas ya le conocía lo bastante para saber que se culpaba por el hecho de que hubiera enfermado, por llegar un segundo demasiado tarde. Quería hacerle entender que no era culpa suya, que habría muerto en el suelo de la capilla de no ser por él. Pero era incapaz de encontrar las palabras adecuadas.

Devolvió su atención a la carretera. La ruta de los guacamayos corría a 232,5 grados sudoeste. Stanton seguía una senda a través de la selva, alternando tierras de labranza utilizadas en exceso con selva virgen. Chel sabía que estaban buscando lugares llanos y elevados, donde se habrían construido ciudades antiguas como Kanuataba. A las dos horas de viaje, el terreno se hizo más accidentado. En realidad, no había carreteras en la zona, y sabían que, a la larga, tendrían que seguir a pie.

El
jeep
oscilaba de un lado a otro, levantando barro. Era casi imposible ver a través de las ventanillas. El mundo de Chel se estaba volviendo más ruidoso, luminoso y extraño. Los ruidos del coche le crispaban los nervios, y los aullidos y chillidos de la selva la aterraban como nunca antes.

No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaban viajando, cuando Stanton paró el
jeep
de nuevo.

—Si la orientación es buena —dijo—, hemos de seguir por aquí.

Ante ellos aparecía la selva más espesa que habían visto hasta el momento, y docenas de árboles caídos bloqueaban su camino. El
jeep
había llegado al final de su ruta.

—Vamos —dijo Chel, intentando demostrar energía—. Puedo andar.

Stanton se inclinó sobre el cuentakilómetros.

—Estamos a noventa y tres kilómetros de Kiaqix. Si viajaron tres días para llegar a ese lugar, no puede estar mucho más lejos, ¿verdad?

Chel asintió en silencio.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó él—. Si no puedes hacerlo, iré solo y volveré en cuanto lo encuentre.

—La gente ha venido a cazar aquí durante siglos —logró articular Chel—. Nadie ha encontrado las ruinas. Deben de estar bien escondidas. Nunca las encontrarás solo.

Stanton cargó todo el material a su espalda, herramientas para rascar residuos de los cuencos que esperaba encontrar en la tumba de Imix Jaguar, un microscopio, platinas y otros elementos esenciales para pruebas
in situ
. Se adelantó y cortó arbustos y ramas con un machete que había cogido en casa de Initia. Atravesaron bancos de lodo irregulares y se aferraron a la rugosa corteza de altos árboles para no perder el equilibrio. Empezaron a formarse ampollas en los pies de Chel, y le dolía la cabeza. Experimentaba la sensación de que un millón de diminutas cosas reptaban por todo su cuerpo.

Al cabo de casi una hora, Stanton se detuvo. Habían subido hasta lo alto de un terraplén rocoso, desde el cual gozaban de una vista de varios kilómetros a la redonda. Alzó la brújula en el aire.

—La ruta migratoria conduce a aquel valle. Debe de estar ahí.

Había dos pequeñas montañas delante, cada una de varios kilómetros de anchura. Entre ellas se extendía un amplio valle de selva tropical ininterrumpida.

—No puede estar ahí —repuso Chel. El agotamiento se estaba apoderando de ella a marchas forzadas—. Los antiguos no habrían construido entre montañas. Los… hacía vulnerables por ambos lados.

La expresión de Stanton le dijo que, en su estado, no sabía si confiar o no en su instinto.

—¿Hacia dónde quieres ir, pues? —preguntó él.

—Más arriba. —Señaló la más grande de las dos montañas—. A buscar templos por encima de los árboles.

Los troncos de los árboles que crecían al pie de la montaña eran delgados y ennegrecidos, mondadientes carbonizados clavados en el suelo. Se había producido un incendio, probablemente provocado por un rayo. En la temporada de tormentas, abundaban los pequeños incendios provocados por rayos. Los antiguos creían que era una señal enviada desde el cielo para advertir de que una parcela de tierra necesitaba tiempo para rejuvenecer.

En la linde del bosque, llegaron a una parte más verde de la pendiente. Entonces Chel vio por el rabillo del ojo un grupo de enredaderas de vainilla a lo lejos, a mitad de camino de la cumbre. Se volvió hacía la extraña pero a la vez familiar presencia de aquella planta, sin saber si debía confiar en sus ojos. La vainilla era común en toda Guatemala. Se enredaba alrededor de los troncos de los árboles y trepaba hasta lo alto del dosel en busca de lluvia y luz. Las enredaderas podían alcanzar decenas de metros de altura.

Pero estas enredaderas se estiraban tan sólo unos cinco metros en el aire, como si hubieran talado el árbol y cortado sus ramas. Chel gritó a Stanton que esperara, pero él no la oyó. Dejó que continuara y se desvió de la ruta. Los cincuenta y pico metros pendiente arriba se le antojaron interminables, cada uno de sus pasos más difícil que el anterior, pero se sentía arrastrada hacia las delgadas hojas alargadas. La espesa maraña de enredaderas que abrazaba el árbol estaba más suelta de lo normal, una señal de que lo que había debajo estaba cubierto por algo más que corteza de árbol.

Para un ojo inexperto habría sido imposible discernirlo, pero cientos de piedras mayas habían sido descubiertas en la selva bajo enredaderas como aquélla. Las manos de Chel temblaban (ya fuera de impaciencia o a causa de la enfermedad), y apenas tuvo fuerzas para arrancar las ramas. Pero al final consiguió ver lo que había debajo. Era un enorme peñasco, de al menos dos metros y medio de alto, cortado en forma de lápida alargada.

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