Vio que la puerta del armario se abría detrás de Fisher y a Martínez asomando la cabeza. Micky estaba a su lado. Ambos sonreían. Habían estado escuchando desde fuera todo el rato.
—Perdona, Kev —dijo Martínez mientras Fisher le ayudaba a levantarse—, pero no hay dinero. Era todo un montaje. En este casino nos conocen, así que no nos dejan jugar de verdad.
Kevin rió a carcajadas:
—¡Me tomas el pelo!
Fisher le dio un apretón en el hombro:
—Sólo nos dejan utilizar el lugar para hacer la Prueba. Les ayuda a detectar a los contadores locales.
Kevin se enjuagó el sudor de la frente. Era una locura, pero también era tremendamente estimulante. Se dio cuenta de que había superado una especie de iniciación. Ahora era uno de ellos.
—Felicidades —dijo Micky estrechándole la mano—. Y bienvenido a bordo.
Kevin asintió con la cabeza. Le miró a los ojos y se apoderó de él una extraña sensación: la satisfacción paternal que vislumbró en la mirada de Micky le hizo sentirse un poco incómodo. Pero entonces Martínez le dio una palmada en la espalda y volvió a la realidad.
—Haz las maletas, tío. Nos vamos a Las Vegas.
Las Vegas, hoy en día
Las gruesas gafas protectoras que llevaba me impedían verle los ojos, pero Damon Zimonowski fruncía el labio y apretaba los dientes con una expresión de pura violencia. Tenía los brazos extendidos y un impresionante cuerpo de metro noventa inclinado hacia delante. Me ajusté los auriculares acolchados justo en el momento en que apretaba el gatillo. No podía creer que estuviera ahí, que ése fuera el escenario de una entrevista para mi libro sobre la doble vida de Kevin Lewis y no una escena de una de mis novelas.
El Magnum 357 se sacudió tres veces y tres explosiones reverberaron por todo el campo de tiro. Damon gritó de alegría. Intenté echar un vistazo a la diana, situada a veinte metros, pero el cristal que separaba los dos pasillos me lo impidió.
Damon dejó la postura de tiro y le dio el arma a un chico de uniforme; luego se sacó las gafas para mirarme.
—Justamente lo que necesita el mundo —dijo con una sonrisa—: otro maldito libro sobre el Blackjack.
Estuve a punto de rebatirle, pero opté por no decir nada. Mi libro no trataba exactamente del Blackjack, pero eso no se lo podía decir a Damon. Había concertado mi entrevista con este espécimen de Las Vegas un tanto aterrador Kevin Lewis, o más bien David Lee, tal como Damon le conocía de sus días como anfitrión en uno de los elegantes casinos del Strip. Damon era mi primer sujeto de estudio, el primer nombre de la lista que Kevin me había dado como parte de nuestro trato. Pero en este caso Kevin me había pedido que no mencionara el verdadero objetivo de mi libro y, después de ver la exhibición de Damon con el Magnum 357, no quería correr ningún riesgo.
Por lo que me había dicho Kevin, Damon era el sujeto de estudio perfecto, una mezcla de Las Vegas de antes y de ahora. Tras una temporada en el ejército, en 1974 Damon había dejado Dallas para empezar de nuevo en Las Vegas, en busca de su propia versión del sueño americano. A lo largo de los años, se había ido abriendo camino trabajando para varios casinos en una decena de puestos distintos, desde guardia de seguridad, pasando por crupier, jefe de mesas y encargado de turno, hasta llegar a ser anfitrión de un importante casino del Strip a mediados de los años ochenta. En los diez años siguientes, trabajó para seis casinos distintos hasta que decidió dejar el negocio del juego por completo. Como muchos otros residentes que habían visto la transformación de Las Vegas a lo largo de los años, se había dado cuenta de que la ciudad estaba viviendo una importante explosión demográfica: al contrario que Atlantic City, donde los alrededores se habían ido deteriorando a medida que llegaban los casinos, Las Vegas había crecido de forma constante durante los últimos cuarenta años. Nuevos negocios iban surgiendo para abastecer a la ciudad en expansión y parecía que en el futuro el motor de la ciudad no sería necesariamente el juego. Damon se había convertido en una especie de promotor. Era copropietario del campo de tiro, situado en las afueras y recién inaugurado, y también tenía una pequeña participación en un supermercado de los alrededores.
El chico de uniforme cogió mis auriculares y seguí a Damon hacia el pequeño salón situado al lado de la puerta principal. Había una pizarra en la pared, con los horarios del club de tiro escritos en letra verde y brillante. Un refrigerador de agua gorgoteaba debajo de la pizarra y había dos plantas que se enrollaban entre sí en una ventana que daba al aparcamiento casi vacío de las instalaciones. Mi pequeño coche de alquiler parecía ridículamente diminuto al lado del descomunal cuatro por cuatro de Damon.
—Sabe —continuó Damon, sirviéndose agua del refrigerador en un vaso de cartón—, Las Vegas es la ciudad que crece con mayor rapidez del mundo, el último lugar de la tierra en el que un gilipollas sin formación puede vivir decentemente, y a la gente lo único que le interesa es escribir sobre el puto Blackjack.
Sólo hacía diez minutos que conocía a Damon, pero ya me había acostumbrado a la generosidad con la que decía tacos. Aun así, algo de razón llevaba. El fenómeno de Las Vegas era mucho más que un juego de cartas: el crecimiento que había experimentado, la gran afluencia de dinero, su flexibilidad arquitectónica y su carácter eran únicos en la historia de la humanidad. ¿En qué otro lugar del mundo podía una camarera permitirse pagar la hipoteca de una casa y el crédito de un coche? ¿En qué otro lugar un chico sin estudios podía trabajar como aparcacoches y ganar lo suficiente como para llevar a sus hijos a una escuela privada?
La historia de Kevin Lewis encajaba en ese contexto porque coincidía con un período clave en la cronología de Las Vegas: cuando Kevin empezó a llevar su doble vida fue cuando la ciudad experimentó su relanzamiento a gran escala.
—A la gente le encanta jugar —respondí— y entienden el Blackjack porque tiene unas reglas sencillas y parece que sea justo. La gente cree que es el único juego en el que realmente se puede ganar.
—Ya no es ni siquiera el juego más importante del casino —dijo Damon mientras aplastaba el vaso de cartón con su enorme mano y lo tiraba a la papelera—. Ahora son las tragaperras las que dan más del 60 por 100 de beneficios. El Blackjack era popular en los años ochenta y noventa, pero ahora ha empezado la era de las máquinas.
Asentí con la cabeza. Había leído algo sobre el avance de las máquinas. Ahora incluso las tragaperras estaban en peligro de extinción por culpa del vídeo-póquer, la estrella de los juegos de apuestas. Las máquinas, rápidas, adictivas y de algún modo placenteras, tragaban dinero más rápido que un agente inmobiliario de Nueva York. Pero a mí no me interesaban las tragaperras.
—Yo estoy escribiendo sobre la década de los noventa. Y no sólo sobre el Blackjack. Me interesa saber cómo cambió Las Vegas, cómo se vio reflejado su carácter en los grandes jugadores de la década.
Damon cruzó los brazos y se encogió de hombros:
—Bueno, exteriormente Las Vegas siempre está cambiando.
Los detalles ya los conocía. Durante mi investigación, había llegado a la conclusión de que Las Vegas había pasado por cinco períodos diferentes desde que el juego se legalizara con la aprobación en
1933
de la
Ley 98
de la Asamblea de Nevada. Primero hubo la época de las mafias, que empezó justo después de la segunda guerra mundial. Inspirados por sus éxitos en las salas de juego ilegales del Medio Oeste, mafiosos tristemente célebres como Morris «Moe» Dalitz y Bugsy Siegel se instalaron en la ciudad. Con parte de los doscientos cincuenta millones de dólares procedentes del Sindicato de Transportistas, construyeron los primeros grandes casinos, como el Flamingo de Siegel, valorado en seis millones de dólares. Después del Flamingo, no tardaron en llegar otros casinos: el Sands, el Riviera, el Dunes, el Tropicana…
En los años sesenta, el excéntrico magnate Howard Hughes tomó el relevo de los mafiosos y, mediante sus contactos políticos y empresariales, le dio a la ciudad cierta legitimidad corporativa, a la vez que financiaba un nuevo
boom
inmobiliario. Luego, en la década de los setenta, el promotor Kira Kerkorian impulsó la construcción del primer MGM Grand en 1973 (que más tarde pasaría a llamarse Bally's). Este casino, cuyo coste ascendió a ciento veinte millones de dólares y que contaba con 2100 habitaciones, fue el precursor de los grandes complejos de ocio al estilo de Las Vegas.
Tras un breve pero fracasado flirteo con la idea de convertirse en «el lugar de ocio para toda la familia», Las Vegas superó la competencia de Atlantic City y salió de la recesión en parte reinventándose a sí misma como el parque de atracciones para adultos más importante del mundo. Atrayendo a millones de congresistas con una actitud laxa hacia la industria del sexo y centrándose en los consumidores de clase media, la ciudad fundada por los gánsteres se convirtió en el principal destino de Estados Unidos para irse de vacaciones y celebrar convenciones empresariales. A finales de los años ochenta y principios de los noventa, el crecimiento económico que experimentaba el país llevó a Las Vegas grandes cantidades de dinero y dio lugar a la ciudad que hoy conocemos: un desorbitado mundo de excesos e imaginación.
Las Vegas continuó lo que había empezado el MGM Grand en 1973 con la construcción del Mirage de Steve Wynn en el año 1989, un casino de fantasía que había costado seiscientos cincuenta millones de dólares. Fue el disparo de salida para un nuevo boom de la construcción multimillonario. Con su volcán en erupción de quince metros y el Jardín Secreto de los magos Siegfried y Roy al lado de la piscina, el Mirage reinventó el concepto de megacomplejo. Pero el Mirage no era más que el principio. Le siguieron el Excalibur, una reconstrucción de la fortaleza de Camelot; el Luxor, una enorme pirámide de cristal que haría que el faraón Ramsés se sintiera como en casa; el Hard Rock, un club musical cargado de erotismo y un poco
kitsch
, y el New York, New York, la Gran Manzana reinventada al estilo de Disney, pero con camareras bien dotadas en lugar de estudiantes disfrazados de ratón.
Con la construcción del colosal Bellagio y el enorme Venetian (que costaron mil seiscientos y mil doscientos millones de dólares, respectivamente), en la actualidad Las Vegas alojaba diecinueve de los veinte hoteles más grandes del mundo, recibía treinta millones de visitantes al año, generaba cinco mil millones de dólares de ingresos del juego, utilizaba veinticinco kilómetros de tubos fosforescentes…
Etcétera, etcétera, etcétera.
La afirmación de Damon Zimonowski lo resumía bastante bien: «Exteriormente Las Vegas siempre está cambiando». Interiormente, sin embargo, había algo en la ciudad que siempre permanecía inmutable. Era esa dicotomía lo que a mí me interesaba, porque en mi opinión Kevin Lewis y sus amigos representaban esa misma paradoja: un brillante y moderno exterior que ocultaba un oscuro núcleo interior.
—En el fondo —continuó Damon—, es una cuestión de avaricia. Construimos los casinos porque queremos vuestro dinero. Vosotros venís porque queréis nuestro dinero. El resto es sólo una fachada: cómo os atraemos, cómo os justificáis cuando volvéis a casa…
—Pero no es un juego equitativo —dije justo cuando resonó un disparo a mis espaldas. Me volví y vi al chico de uniforme en la última cabina de tiro—. Los casinos amañan el sistema para que esté a su favor.
—Ésa es la clave de toda esta mierda —respondió Damon, riendo—. Es igual que en cualquier otro negocio. No abrirás una sala de cine y dejarás que la gente entre gratis. Les cobras por el servicio. Eso es lo que se hace en Las Vegas. La ventaja de la banca es la entrada de cine.
Ya había oído ese razonamiento, me lo había dicho un empleado de la Comisión del Juego de Nevada. Cuando te sentabas en una mesa de Blackjack, el casino te proporcionaba un servicio. Pagabas por ese servicio perdiendo más de lo que ganabas. La gente como Kevin Lewis recibía el servicio gratis e incluso salía ganando.
—Pero la banca no siempre tiene ventaja —dije, tomando la iniciativa.
Damon miraba cómo el chico de uniforme volvía a cargar su revólver.
—No con los tramposos.
—Ni con los contadores de cartas —dije, esperando que entendiera la diferencia. Muchos trabajadores de los casinos tendían a ponerlo todo en el mismo saco. Pero, desde un punto de vista legal, había una diferencia. Se había llevado el caso a los juzgados en varias ocasiones y las sentencias así lo habían establecido. Los contadores de cartas no alteraban el resultado natural del juego, un elemento clave en la definición legal del estado de Nevada. Y los contadores experimentados no utilizaban aparatos electrónicos para ganar a la banca.
—Claro —admitió Damon—. Tampoco con los contadores de cartas. Aunque eso es algo más discutible.
—¿Qué quiere decir? —le pregunté. Por fin llegábamos al meollo de la cuestión.
—La mayoría de los que dicen que cuentan cartas son unos fantasmas. Acaban perdiendo más que los civiles. Para hacerlo bien, hay que ser muy disciplinado, currárselo mucho y saber de matemáticas. Tienes que ser un puto genio.
Asentí con la cabeza. Se oyeron más disparos, pero esta vez resistí el impulso de darme la vuelta.
—Pero los genios existen y a veces consiguen ganar a la banca.
—He conocido a algunos de ésos —dijo Damon inclinando su impresionante físico hacia atrás—. ¿Ha oído hablar de Ken Uston? Era el mejor de los mejores. Tenía un equipo en los años setenta. Al final los casinos se dieron cuenta y empezaron a echarle en cuanto le veían entrar. Intentó demandarlos, alegando que eso iba en contra de sus derechos constitucionales. Pero eso en Las Vegas no cuela.
—Pero el recuento de cartas no se terminó con Uston —dije.
—Ni por asomo. El apogeo de los contadores fue a finales de los ochenta, principios de los noventa. Cuando en Estados Unidos todo el mundo estaba obsesionado con el dinero fácil. Los chicos listos se iban a Wall Street, a estudiar derecho, lo que fuera. Y los chicos aún más listos pensaron que ganarían mucho más dinero viniendo aquí.
Ése era el quid de la historia de Kevin Lewis. A principios de los noventa, la sociedad americana había alcanzado nuevas cotas de avaricia y los chicos listos —estudiantes de matemáticas, ingenieros y futuros brokeres de Wall Street— querían su trozo del gran pastel americano. Algunos fueron a Las Vegas.