—Supongo que va a llevarse eso sin siquiera darme un recibo —dijo Caxton mientras Arkeley se ponía en pie y acunaba el brazo como si fuera un animal de compañía—. Podría dispararle por interferir en una investigación oficial. ¡Usted está aquí como asesor!
Arkeley la había oído, pero no la miró. De hecho ni siquiera se inmutó, aunque Caxton estaba segura de que la había oído. Él se quedó inmóvil, como si lo hubieran desconectado. Las palabras que pronunció a continuación sonaron como el aire de una vieja gaita.
—Nadie sabe de qué va esto —dijo Arkeley. Realmente, Caxton no tenía ni idea de a qué se refería—. La gente cree saberlo porque ven todas esas pelis idiotas. Creen que se puede razonar con los vampiros, que se puede hablar con ellos. Pero no tienen ni idea. No entienden que estamos luchando contra animales, contra bestias salvajes.
—Al menos dígame qué piensa hacer con la prueba. Le iba a costar mucho llamarle brazo.
Él asintió con la cabeza y siguió diciendo, con aquella voz muerta:
—Cerca de Arabella Furnace hay un hospital que cuenta con los servicios que necesito. Llame mañana y póngase de acuerdo con ellos para que se lo devuelvan, si es que realmente tiene tanto interés. Mi consejo es que lo queme, pero por lo que veo aún no hemos llegado al punto en que a usted le resulte cómodo hacerme caso.
—¿Me da el número del hospital? —preguntó ella.
—Se lo daré mañana. Estaré en Harrisburg, en la sede de la jefatura de la policía estatal. Quiero que usted venga a dar parte y le repita todo lo que me ha dicho a mí al comisionado.
Caxton debió de parecer sorprendida. Francamente, no entendía qué interés tendría el comisionado en escuchar el parte de primera mano, pero sabía que no debía ignorar una orden directa de un agente federal.
—Váyase a casa. Duerma un poco y la veré mañana —le dijo. Entonces se alejó, adentrándose en la noche.
Cuando Caxton regresó al control de carretera, el sargento la agarró por el hombro. Por su aspecto debía de parecer que estaba a punto de desmayarse.
—Estoy bien, estoy bien —dijo Caxton, y el sargento retrocedió un paso.
Cuando Caxton anunció que se iba a casa, su superior no pronunció palabra.
Durante el trayecto de vuelta a casa perdía constantemente la concentración al volante. No recordaba haberse dormido en ningún momento, sin embargo dejó atrás varios indicadores kilométricos sin siquiera darse cuenta. Paró en la primera cafetería que vio y se tomó dos grandes tazas de café. Eso la ayudó un poco. Realizó el último tercio del trayecto a una velocidad moderada y por carreteras rurales, sin iluminar. Pasó por varios tramos de tierra, con árboles a ambos lados que se unían por encima de la carretera y cuyas ramas curvadas iluminadas por los faros la deslumbraban. Del suelo brotaban hierbajos grises que se agitaban como algas marinas.
Tenía la sensación de que el mundo entero había cambiado, de que algo terrible y nuevo había cobrado vida en el sombrío exterior, en la fría oscuridad que impregnaba el cielo. Se trataba de algo inmenso, peligroso y de afilados dientes, pero aún ignoraba qué forma tenía. Lo infectaba todo, incluso se le había metido en la cabeza. Caxton se notaba los dientes encostrados y notaba también que tenía tierra bajo las uñas. Sabía que aquella sensación era fruto del cansancio y el miedo latente, pero aun así sentía picores por debajo de la piel. Todo se había vuelto malo. Las viejas y conocidas carreteras por las que había pasado mil veces, o diez mil veces, le parecían más serpenteantes, menos agradables que de costumbre. El coche solía conocer el camino, pero aquella noche cada curva y cada desvío requerían una mayor fuerza de brazos. Caxton bajaba las cuestas pisando el freno y percibía el esfuerzo del coche cada vez que encaraba una subida.
Al cabo de una eternidad, finalmente aparcó el coche patrulla en el amplio garaje, junto al Mazda. Apagó las luces y el motor. Se quedó sentada en el asiento del conductor durante un instante, escuchando el sonido del coche y, de fondo, el cricrí de las últimas cigarras del año. De pronto abrió la puerta del coche y cruzó el garaje con sigilo. Por dentro, el caserón que compartía con su pareja estaba en silencio y a oscuras. Caxton no quiso perturbar la calma, no quería que ninguno de aquellos horrores le siguieran la pista hasta su casa, de modo que no encendió las luces. Se desabrochó el cinturón de la pistolera y lo colgó del armario después de atravesar la cocina, donde se oía el zumbido de la nevera; ya en el pasillo se desabrochó la camisa del uniforme y se la quitó por las mangas. Hizo un ovillo con la camisa, la metió dentro del sombrero y dejó ambas prendas encima de la silla que había junto a la puerta del dormitorio. Dentro, Deanna dormía en su cama doble; en la parte superior, un solo mechón de pelo rojizo sobresalía por encima de la colcha y, por el otro extremo, asomaban tres deditos del pie. Caxton sonrió. Meterse en aquella cama, sentir la espalda huesuda de Deanna y sus pequeños hombros angulosos, iba a ser muy reconfortante. Haría todo lo posible por no despertarla. Caxton se desabrochó los pantalones del uniforme y se los quitó junto con las botas. Conteniendo el gemido de alivio de tener por fin los pies descalzos, se quedó de pie durante un instante vestida tan sólo con su ropa interior y estiró los brazos por encima de la cabeza.
A sus espaldas algo golpeó la ventana. Apartó la cortina y chilló como una niña. Había alguien ahí fuera, un hombre con la piel de la cara a trizas. Caxton gritó de nuevo. El hombre golpeó la ventana con la mano, pálida y con los dedos abiertos. Le hizo una mueca. Caxton soltó otro grito. Entonces el hombre dio un paso atrás y empezó a correr. Deanna se despertó y apartó el edredón, pero Caxton no podía desviar la mirada de la oscura silueta que se alejaba por el jardín trasero de la casa. La observó hasta que torció por entre la caseta de los perros y el cobertizo de Deanna y se perdió de vista.
—Cariño, ¿qué sucede? ¿Qué sucede? —gritó Deanna una y otra vez, mientras agarraba a Caxton por la espalda.
—Tenía un solo brazo —dijo la agente con la voz entrecortada.
La jefatura de la policía estatal de Harrisburg estaba ubicada en un cubículo de ladrillo con grandes ventanales coronado por un repetidor de radio. Se encontraba al norte de la ciudad, en un área poco desarrollada urbanísticamente, con numerosas explotaciones salinas y varios campos de béisbol. La agente Caxton pasó casi todo el día sentada en la parte trasera del edificio, esperando a que llegara Arkeley. En teoría aquél tenía que ser su día libre. Ella y Deanna habían planeado ir a las tiendas del outlet de Rockvale Square a comprar ropa de invierno. En lugar de eso, pasó varias horas viendo cómo los operadores de radio salían del edificio para fumar y después regresaban apresuradamente al trabajo. Era un frío día de noviembre.
El sol, sin embargo, lucía en el cielo, y eso era magnífico. Caxton no había logrado volver a conciliar el sueño después de que el siervo golpeara la ventana de su cuarto. Deanna sí había logrado enroscarse de nuevo bajo las cálidas sábanas y quedarse dormida, pero Caxton había esperado sentada en la cama a que llegaran los agentes de la policía local, que se dedicaron a buscar pruebas entre las plantas muertas del jardín. Entonces se levantó, estuvo hablando con ellos y los vio cometer cientos de errores, pero no importaba. No había pruebas en el jardín, ningún indicio de que allí hubiera habido un siervo. Caxton no esperaba otra cosa.
Ahora, bajo el sol, respirando el aire fresco, casi podía fingir que aquello no había sucedido; que no había sido más que un breve sueño. Se sentó en una mesa de picnic junto al comedor del cuartel con el sombrero entre las manos, pensando que ojalá pudiera volver a tener una vida normal.
Sin embargo, una pregunta la perseguía y no lograba quitársela de la cabeza. La pregunta era «¿por qué?». ¿Por qué el siervo había ido a su casa? ¿Por qué precisamente la suya? Si hubiera decidido perseguir a Wright o a Leuski, eso habría tenido un cierto sentido. Al fin y al cabo, aquellos agentes lo habían perseguido hasta la alambrada. Ella, en cambio, se había dedicado tan sólo a controlar el etilómetro y no había abandonado el tráiler en todo el rato. Así pues, ¿por qué ella? No podía explicárselo.
Si se concentraba mucho, lograba pasar varios minutos sin formularse la pregunta; se negaba a permitir que aquello la pusiera nerviosa. Joder, era una agente de la policía estatal; un soldado de la ley, eso fue lo que le dijeron el día en que se graduó, antes de abandonar la academia. Un soldado. Y a los soldados no les entra el pánico sólo porque alguien intente asustarlos un poco. Se lo repitió tantas veces que al final empezó a creérselo.
Empezó a revisar informes y órdenes de busca y captura para pasar el tiempo, una actividad casi igual de aburrida que ver a los fumadores entrar y salir. Arkeley pasó a recogerla a las tres en punto, cuando Caxton estaba ya planteándose si debía fichar y marcharse a casa.
—Llevo todo el día esperándolo —le dijo en cuanto lo vio cruzar la puerta trasera.
—Pues yo llevo todo el día intentando conseguir órdenes judiciales y de registro; me pregunto quién de los dos se habrá divertido más.
—Deje de hablarme como si fuera una niña —protestó Caxton.
Arkeley le dedicó una sonrisa aún más intensa.
A continuación la acompañó a la oficina del comisionado, situada en una esquina de la última planta del edificio. Tenía dos paredes de cristal y en las otras dos había varias astas de venado y una enorme cabeza de ciervo de doce puntas. Justo detrás de la mesa del escritorio había un estante con varias escopetas antiguas para cazar aves, como si el comisionado quisiera poder pegarle un tiro a cualquiera que le llevara malas noticias. Y Arkeley habría sido un buen candidato. Después de que Caxton terminara de dar el parte y tras una frase introductoria de Arkeley, el comisionado le dedicó al agente federal una mirada llena de odio:
—Todo esto no me gusta nada, aunque supongo que ya se lo habrá imaginado. Se trata del homicidio múltiple más horrendo desde hace décadas y ustedes van y nos lo quitan de las manos. Yo creía que los Marshals se dedicaban a custodiar los juzgados —dijo reclinándose en su butaca. Estaba calvo de la coronilla, pero la calvicie aún no le había llegado a la frente. El botón inferior del uniforme le apretaba y le oprimía la barriga. Con todo, el comisionado llevaba sendas insignias de coronel en los hombros, por lo que Caxton se mantuvo firme mientras éste hablaba.
Arkeley se sentó en su silla como si su anatomía no estuviera concedida para aquella postura, como si su columna vertebral no se doblara como es debido.
—También capturamos a la mayoría de fugitivos federales —replicó Arkeley.
—Agente, ¿qué opinión le merece este mierdecilla? —le preguntó el comisionado a Caxton sin ni siquiera mirarla—. ¿Cree que debería echarlo de la ciudad?
Caxton estaba bastante segura de que se trataba de una pregunta retórica, pero respondió de todos modos:
—Señor, es el único estadounidense vivo que ha logrado cazar a un vampiro, señor —dijo.
Permaneció en posición de firmes y con la vista fija en el ala de su sombrero, tal como le habían enseñado. El comisionado suspiró.
—Podría bloquear todo este asunto —dijo señalando los papeles que se amontonaban encima de la mesa. La mayoría de ellos estaban firmados por el vicegobernador—. Podría congelar el caso y exigir copias por triplicado. Podría paralizar la investigación para que al final fueran mis chicos quienes se encargaran del vampiro.
—En cuyo caso, joven, un buen número de personas morirían de la forma más horrible —dijo Arkeley sin un atisbo de sonrisa en los labios—. Se trata de un proceso cíclico. Al principio los vampiros se esconden entre nosotros; actúan con disimulo y entierran a sus víctimas para que nadie las encuentre. Pero con el tiempo, su apetito de sangre crece y necesitan cada vez más y más sangre para mantener su no vida. Pronto se olvidan de por qué en su día actuaban con discreción y entonces empiezan a matar a lo grande, sin el más mínimo escrúpulo moral ni compasión. Hasta que no cacemos a ese vampiro, el número de víctimas no hará más que crecer.
—¿Y por qué le pone tanto este asunto? —preguntó el comisionado—. Está dispuesto a granjearse enemigos tan sólo para meter sus narices en todo esto.
—Si lo que me está preguntando es por qué he decidido aceptar el caso, tengo mis razones, pero no pienso compartirlas con usted. —Arkeley se levantó y recogió los papeles de encima de la mesa—. Y ahora, si ha terminado ya de mearse en mis zapatos, necesito una serie de cosas. Tengo que hablar con el equipo de emergencias. Necesito un vehículo, preferiblemente un coche patrulla. Y necesito a un enlace, alguien que pueda coordinar las operaciones entre los diversos cuerpos de la policía local. Un compañero, por así decirlo.
—Bueno, veamos —dijo el comisionado, que se inclinó hacia delante y pulsó varias teclas del ordenador—. Tengo varios agentes que le pueden interesar, verdaderos genios de la unidad de investigación criminal. Son vaqueros que se criaron en las montañas y aprendieron a disparar antes de empezar a tocarse. Tengo seis nombres para empezar...
—No —dijo Arkeley. La temperatura en la sala cayó de pronto cinco grados, o por lo menos eso pensó Caxton—. No me ha entendido. No le he pedido que me asignara a alguien. Ya he elegido quién va a ser mi enlace: va a ser ella.
Caxton seguía con la vista fija en el ala del sombrero y no vio hacia dónde señalaba Arkeley. Tardó un rato aún en darse cuenta de que quería que ella fuera quien lo acompañara.
—Disculpe, señor, pero yo soy tan sólo una agente de tráfico —dijo al fin, cuando los latidos de su corazón dejaron de retumbarle en los oídos—. De la unidad de autopistas —puntualizó—. Tengo la sensación de no ser la más apropiada para lo que necesita.
Por una vez al menos pareció que Arkeley estaba dispuesto a explica su decisión.
—Acaba de decir usted que soy el único estadounidense vivo que ha logrado cazar a un vampiro. Eso quiere decir que ha leído algo sobre mí —explicó.
Había leído todo lo que había podido encontrar sobre él mientras lo esperaba. Tampoco había tanto material.
—He leído su informe sobre el caso Piter Lares, señor.
—Entonces es usted la segunda persona mejor informada de todo el edificio. Comisionado, quiero que la exonere de todas sus obligaciones.