13 balas (10 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

BOOK: 13 balas
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Por eso se quedó un poco turbada cuando se puso a llorar. No lo hizo con sollozos incontenibles, las lágrimas simplemente brotaban de sus ojos y parecía que no fueran a parar. Se las secó, se sonó y sintió que le daba un vuelco el corazón.

—¿Cariño? —le dijo Deanna, de pie en la puerta trasera; iba prácticamente desnuda, llevaba tan sólo una camiseta de tirantes que cubría apenas lo exigido por la ley. Tenía el pelo rojizo de punta como siempre al levantarse y temblaba. Nunca la había vista tan hermosa como en aquel momento—. ¿Qué pasa, cariño?

Caxton quería acercarse a ella, agarrarla por la cintura y darle un buen achuchón, pero no pudo. No podía dejar de llorar.

—No pasa nada. En serio, no tengo ni idea de por qué estoy llorando. No estoy ni triste ni... ni nada, de verdad.

Se enjugó las lágrimas con la mano. Debía de ser una reacción retardada al estrés; les habían hablado de ello en la academia y habían insistido en que, en el fondo, no eran más fuertes que un civil. Como todos los demás de la clase, Caxton pensó: ‹Sí, vale›, y se pasó el resto del seminario durmiendo. Ella era fuerte, era un ‹soldado de la ley›. Pero no podía dejar de llorar.

Deanna cruzó el jardín —el rocío le mojaba los dedos de los pies—, la abrazó y le dio unas palmaditas en la espalda.

—Hay un tipo en la puerta que quiere verte. ¿Quieres que lo eche?

—A ver si lo adivino: es un tipo viejo, arrugado como una pasa y con una estrella plateada en la solapa.

Caxton apartó sin prisas a Deanna. Entonces, con dos dedos, se dio un pellizco en el antebrazo. Sintió un dolor repentino y las lágrimas cesaron en seco.

En la puerta delantera, Arkeley esperaba paciente. Su boca era una ranura carente de toda expresión. Sin embargo, al ver a Deanna se le iluminó el rostro. Ésta le abrió la puerta, lo invitó a pasar a la cocina y le ofreció una taza de café. Caxton se mantuvo a una cierta distancia para que Arkeley no viera que tenía los ojos irritados.

Éste sonrió aún más pero sacudió la cabeza.

—No puedo tomar café, me provoca úlceras. Buenos días, agente. Caxton le dedicó una inclinación de cabeza.

—No esperaba verle por aquí —dijo—. Creía que después de lo de anoche habíamos terminado.

Arkeley se encogió de hombros.

—Mientras nosotros estábamos ocupados pasándolo bien, otros se dedicaban a realizar tareas policiales de verdad. Las huellas dactilares, los registros dentales de los siervos y demás muestras no han permitido aún la identificación del vampiro, ni siquiera contamos con un nombre, pero lo que sí tenemos es esto.

Le tendió una página impresa. Caxton vio enseguida que se trataba de una ficha del registro nacional de matriculación de vehículos. Era el número de matrícula del Cadillac CTS con el que se había iniciado la investigación sobre vampiros, el coche lleno de cadáveres que el siervo con un solo brazo había dejado abandonado. En la ficha constaban el nombre y todas las direcciones conocidas del propietario del vehículo.

—¿Es nuestro vampiro? —preguntó Caxton Arkeley sacudió la cabeza.

—Nuestra teoría es que se trata de la víctima, la del maletero. No logramos identificar sus huellas dactilares, pero sí las de su hijo.

Además, los grupos sanguíneos de los cuerpos del coche sugieren que estaban todos emparentados.

—¿Cómo puede ser que un niño tenga sus huellas dactilares en el registro? —preguntó Deanna arrugando la nariz—. Yo creía que sólo se les tomaba las huellas a los detenidos.

Echó cereales en un cuenco pero no se tomó la molestia de añadir leche. En aquella casa el desayuno era una ceremonia bastante informal.

—Hace ya unos años que les tomamos las huellas a los niños —le explicó Caxton—. Ayuda a identificarlos si los secuestran; por lo menos eso es lo que les contamos a los padres. También significa que tendremos fichada a la práctica totalidad de la siguiente generación de delincuentes cuando comiencen a infringir la ley.

Aunque nadie se lo había indicado, Arkeley se sentó en una de las sillas de Ikea que había alrededor de la mesa de la cocina. Caxton se fijó en que adoptaba la misma postura incómoda que le había visto siempre que se sentaba en una silla. Arkeley debió de percibir su expresión interrogante.

—El caso Lares estuvo a punto de acabar conmigo —explicó—. Me tuvieron que unir tres vértebras. Y la última noche no fue nada fácil para mí.

Caxton frunció el ceño y estudió el documento impreso. En éste constaba que el propietario del coche se llamaba Farrel Morton y que el tipo poseía una cabaña de caza cerca de Caernarvon. Aquel lugar quedaba más o menos cerca del punto en el que habían situado el control de alcoholemia dos noches antes. Las piezas encajaron al instante.

—Dios mío. Llevó a sus hijos de cacería y la familia entera terminó siendo devorada. Luego el siervo le robó el coche.

—Hemos encontrado restos humanos en la cabaña de caza. Muchos restos —puntualizó Arkeley.

Deanna pateó el suelo con los pies descalzos.

—¡En esta cocina no se habla de trabajo, joder! —exclamó. Era un grito de guerra habitual, pero Caxton se estremeció.

—Tiene razón —dijo Arkeley—. Ya habrá tiempo luego para los detalles escabrosos.

Él y Deanna intercambiaron una mirada de absoluta complicidad que hizo que Caxton volviera a estremecerse: a ella Arkeley nunca la había mirado de aquella forma. Tal vez no debería haberle importado, pero lo importaba.

—Menuda compañera tiene, agente —dijo Arkeley, que se levantó con evidentes gestos de dolor—. ¿Llevan juntas mucho tiempo?

—Casi cinco años —respondió Caxton—. ¿Nos vamos? Debemos llegar a la escena del crimen mientras esté fresca.

Seguramente no iba a servir de mucho ahora que el autor de la masacre estaba muerto, pero el trabajo policial tenía una serie de normas que había que observar.

—¿Cómo se conocieron? —preguntó Arkeley.

Caxton se quedó de piedra. En unos segundos debía decidir si quería que aquel tipo tuviera acceso a su vida privada o no. Los asuntos policiales y la lucha contra los vampiros eran importantes, desde luego, pero aquello era su casa, sus perros, su Deanna; aquélla era la parte de su vida que no mostraba a nadie, si siquiera a los agentes que trabajaban con ella. Aunque también era cierto que nunca antes había tenido un compañero. Arkeley iba a serlo, por lo menos hasta que finalizara la investigación, y se suponía que a tu compañero le tenías que invitar a cenar a tu casa y cosas así. Además, ahora que el vampiro estaba muerto, Arkeley iba a marchar pronto. Caxton decidió que el peligro que entrañaba abrirle la puerta de sus vidas era mínimo.

—A veces rescato lebreles —explicó Caxton—. Del canódromo. Cuando uno de los animales se lesiona o cuando está ya viejo, lo sacrifican. Yo les ofrezco una opción más humana, salvo a los perros y los educo para convertirlos en animales de compañía. Es una afición cara, pues la mayoría de los perros a los que rescato están heridos o enfermos y necesitan de cuidados médicos. Deanna trabajo como técnica veterinaria y solía robar pastillas contra la dirofilariasis y varas antirrábicas para mí. En realidad la terminaron despidiendo por eso.

Deanna se inclinó sobre uno de los armarios de la cocina y levantó una pierna al aire.

—Da igual, el trabajo era una mierda. No parábamos de sacrificar a animales porque la gente no quería pagar los tratamientos.

—Imagino que eso debe de ser descorazonador —dijo Arkeley con voz tranquilizadora y comprensiva; las facciones de Deanna adquirieron un tono radiante.

A Caxton se le revolvieron las tripas de celos. —Ahora se dedica al arte.

—¡Ajá, lo sabía! —exclamó Arkeley—. Tiene manos de artista. Deanna las agitó y se rió.

—¿Quiere ver la obra en la que estoy trabajando? —le preguntó.

—Ay, no sé, cariño —le dijo Caxton, que se volvió hacia Arkeley—. Es arte contemporáneo. No a todo el mundo le gusta Oiga, si quiere le enseño mis perros. Los perros le gustan a todo el mundo, ¿no?

—Si están detrás de una valla sí, desde luego —respondió Arkeley—. Es que no soporto que me laman. Aunque, sinceramente, agente, me encantaría ver las obras de arte de su compañera.

Así pues, no había más remedio que ir al cobertizo de Deanna. Ésta se puso los zapatos y un grueso abrigo de invierno, cruzó el jardín y abrió el candado de combinación. Caxton y Arkeley la siguieron con paso más lento.

—¿Se puede saber a qué coño viene todo esto? —preguntó Caxton en cuanto le pareció que Deanna ya no los iba oír.

Arkeley no se ando con rodeos.

—Siempre hay que hacerle un poco la pelota a la mujer de tu compañero; así te invita a cenar más a menudo —le dijo.

Entraron en el cobertizo con las mejillas coloradas. Todo parecía indicar que iba a ser un día muy frío. Caxton se apartó y se apoyó en una de las paredes del cobertizo, profundamente avergonzada. Le quemaban las mejillas y no era sólo por el clima.

Deanna seguía tan impertérrita como siempre. Le enseñaba su trabajo a todo el mundo, por poco dispuestos que se mostraran a verlos. Por lo general recibía un silencio de cortesía por respuesta. Había quienes calificaban su trabajo de ‹interesante› o ‹atractivo› para luego enzarzarse en una disquisición sobre la doctrina del cuerpo y las teorías post feministas hasta que se quedaban sin fuelle. A Caxton, las personas que apreciaban con franqueza la obra de Deanna le asustaban; tenía la sensación de que a todos les faltaba un tornillo y, lo que era peor, la obligaban a plantearse si la propia Deanna era normal.

Arkeley dio una vuelta por el interior del cobertizo al tiempo que lo observaba todo con atención. Había tres sábanas blancas (de cama de matrimonio) colgadas de las vigas, con medio metro de separación entre ellas. Se agitaban con suavidad en el aire frío y ligero del interior del cobertizo, iluminadas tan sólo por la luz del sol matinal que entraba por la puerta. Cada sábana estaba manchada con cientos de marcas casi idénticas, vagamente rectangulares, todas ellas del mismo tono cobrizo. Hacía tanto frío que no se olía nada, pero incluso en los días de la canícula veraniega las marcas desprendían tan sólo un vago olor a hierro.

—Sangre —anunció Arkeley cuando hubo inspeccionado las tres sábanas.

—Sangre menstrual —puntualizó Deanna.

«Ha llegado el momento», pensó Caxton; «el momento en el que Arkeley, con una mueca de asco, le dice a Deanna que es una friqui». Había pasado otras veces, muchas. Pero no fue ésa su reacción, sino que continuó estudiando las sábanas, ladeando la cabeza y fijándose en cada detalle. Cuando al cabo de un minuto aún no había dicho nada, Caxton empezó a ponerse nerviosa. Deanna parecía turbada.

—Se trata de mostrar algo oculto —dijo de pronto Caxton, y los dos se la quedaron mirando—. De coger algo que normalmente está escondido y que se elimina en secreto, y exponerlo a la vista de todos.

Caxton se fundió al ver el orgullo reflejado en el rostro de Deanna. Sin embargo, la presencia de su compañero de trabajo y de su compañera sentimental la obligaba a hacer malabarismos. No podía permitir que Arkeley viera en ella ningún signo de debilidad y mucho menos allí en su casa, en su santuario.

Arkeley se llenó los pulmones.

—Tiene fuerza —dijo al fin.

No intentó interpretarlo, y eso era bueno. Tampoco intentó encontrarle una explicación.

Deanna le dedicó una reverencia.

—He tardado varios años en llegar a este punto y aún no he terminado, ni mucho menos. Hay un tío en Arizona que está haciendo algo similar, lo vi hace un tiempo en el festival Burning Man. Utiliza cualquier tipo de sangre y admite contribuciones de quien sea. Esto es todo mío. Bueno, Laura ha colaborado varias veces.

Caxton sacudió las manos.

—Vale, ya tiene bastante información —estalló de pronto. Se le había escapado. Los dos se la quedaron mirando pero ella se limitó a sacudir la cabeza.

—Tal vez vaya siendo hora de que nos dirijamos a la escena del crimen —sugirió Arkeley.

Nunca se había alegrado tanto de recibir una orden.

CAPÍTULO 14

—¿Y qué hay de los ajos? —preguntó Caxton. Bajo la luz del día los árboles que había a ambos lados de la autopista tenían un aspecto mucho menos amenazador.

Se dijo que el hecho de que el vampiro estuviera muerto también ayudaba. Había aún varios siervos sueltos (por lo menos el conductor del Hummer H2 que los había embestido, o aquel otro al que le faltaba un brazo y que le había dado un susto de muerte), pero desde luego iba a resultar mucho más fácil rodearlos y apresarlos ahora que su amo había desaparecido. El vampiro estaba muerto y el mundo parecía un lugar mejor. Finalmente Caxton empezaba a sentir curiosidad, ya que hasta ahora se había mantenido a raya porque temía las respuestas a sus preguntas. Ahora, en cambio, le parecían inofensivas, académicas.

—¿Sirven los ajos para ahuyentar a los vampiros? Arkeley resopló.

—No. En el año noventa y tres hice un pequeño experimento improvisado con Malvern. Llevé un tarro con ajo picado a su habitación y, cuando Armonk no miraba, se lo eché por encima. La dejé hecha un asco e hice que se cabreara, pero no, no sufrió ningún daño perdurable. Podría haber sido mayonesa y el efecto habría sido el mismo.

—¿Y qué me dice de los espejos? ¿Se reflejan en los espejos?

—Por lo que le he oído contar, en los buenos tiempos a Malvern le encantaba mirarse en ellos. Y también sabemos con seguridad que el aspecto que tiene ahora no le gusta. —Se encogió de hombros—. Aunque supongo que algo de verdad sí hay en esa creencia. Los viejos vampiros rompen todos los espejos que ven; los más jóvenes, en cambio, los ignoran.

—En su informe descarta también las cruces. ¿Qué me dice del agua bendita, de las hostias consagradas y...? Demonios, no sé. ¿Qué hay de las otras religiones? ¿La estrella de David, las estatuas de Buda? ¿Huyen los vampiros de un ejemplar del Corán?

—Nada de eso funciona. No adoran a Satanás (y sí, se lo he preguntado), y no practican la magia negra. Son seres contra natura, pero si eso los convierte en impuros a los ojos de Dios no parece que a ellos les afecte demasiado.

—¿Y la plata? —aventuró Caxton—. ¿O eso eran los hombres lobo?

—Originalmente era con los vampiros. Nadie ha visto a un hombre lobo desde hace más de doscientos años, o sea que no puedo hablarle de sus puntos débiles. En cuanto a los vampiros, la plata no les afecta en absoluto.

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