Finalmente, me gustaría destacar un aspecto muy poco observado en sus libros:
el sedimento de paciente vitalismo
que hay en los poemas. Se trata de una valoración constructiva del mundo, un sistemático vitalismo operativo de la naturaleza, de los seres humanos, de la literatura, de la realidad que avanza, aunque sea lentamente, por debajo de la decepción y las ilusiones pisoteadas, convirtiendo a la existencia en un fluir positivo, en un camino no marcado, pero siempre abierto hacia delante. Aunque no sea en línea recta, ni suceda según lo esperado, el tiempo tiene pulso constructivo, avanza matiz a matiz.
Aspero mundo
empieza con estos versos:
Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Sin esperanza, con convencimiento
se inicia con esta afirmación: «Otro tiempo vendrá distinto a este».
Grado elemental
se abre con «Lecciones de cosas», un poema claramente constructivo, de esfuerzos encadenados, en el que se habla del hombre como:
inesperado huésped de los bosques,
usurpador del reino de las fieras
y de los ciegos, tercos vegetales,
fiera insaciable él mismo
que consiguió matar cuanto negaba
su deseo,
que supo rescatar de los incendios
el calor y la luz,
y oponer a los vientos las extensas
y blancas velas de las naves,
y detener o derramar las aguas
sobre la tierra exhausta y arañada,
mordida, rota, transformada, dócil
como un cuerpo vencido o disfrutado.
Es un itinerario ambiguo, porque en la libertad del proceso se pueden hacer buenas o malas construcciones, puede haber fractura o transformación, victoria o disfrute. Y derrotas. Pero a pesar de la ambigüedad y de la desolación de los presentes sucesivos, es este carácter constructivo del tiempo el único que asegura el progreso, aunque sea responsabilizando a sus protagonistas, abandonándolos a su propio albedrío. El primer poema de
Palabra sobre palabra
, titulado «La palabra», toma conciencia de una historia empezada «Hace mil años», la historia de la palabra «amor»:
Pronunciada primero,
luego escrita,
la palabra pasó de boca en boca,
siguió de mano en mano,
de cera en pergamino,
de papel en papel,
de tinta en tinta...
Al final de esta cadena el personaje aparece con una conclusión evidente: «Yo la recojo...» Los poemas iniciales, y no creo que por casualidad, de los cuatro primeros libros de Ángel González tienen esta visión constructiva, alimenticia, del mundo, que sirve de telón de fondo y horizonte para la posición moral de su protagonista poético. El convencimiento de participar en un caminado progreso general justifica el vitalismo latente, incluso cuando no se ven claras las esperanzas individuales y concretas. Añadamos también, porque me parece que tiene relación con lo que estamos viendo, que en 1968 Ángel González escogió como título general de la primera recopilación de su obra un lema constructivo:
Palabra sobre palabra
(Seix Barral, Barcelona, 1968), lema que ya había servido en 1965 para titular una colección de cinco poemas.
Estas me parecen las características más llamativas en la poesía de Ángel González, las que dan una atmósfera de unidad a las diversas posibilidades de su desarrollo. En el prólogo a la antología
Poemas
(Cátedra, Madrid, 1980), el mismo poeta señala una primera etapa hasta
Tratado de urbanismo
y una segunda a partir de
Breves acotaciones para una biografía
, momento de creación en el que sufre una crisis de fe poética. Refiriéndose a esta segunda etapa, escribe: «En esos títulos, la tendencia al juego y a derivar la ironía hacia un humor que no rehuye el chiste, la frivolización de algunos motivos y el gusto por lo paródico, apuntan hacia una especie de
antipoesía
, en cuyas raíces creo que está cierto rencor frente a las
palabras inútiles
» (p. 22). Es verdad; una nueva situación histórica hace que el personaje poético de los primeros libros de Ángel González se debilite, dude, pierda sus articulaciones con el lector y con su propio autor, en un panorama marcado llanamente por la perennidad del franquismo y por la dificultad de trazar una idea clara del futuro esperable, a causa, entre otros motivos, de diferencias serias con el comportamiento de los partidos comunistas europeos. Literariamente la crisis se concreta en una pérdida transitoria de fe en las palabras, el protagonista que habla se queda sin apoyatura consistente y el sentido de los poemas se diluye en el propio texto, en los procedimientos narrativos, en los juegos de vocabulario, en la ironía. Normalmente estas pérdidas de fe utilitaria se saldan en literatura con apuestas por el esteticismo radical y el culturalismo, maneras de buscar una razón para el orgullo en la realidad problemática del aislamiento. Pero esta posibilidad queda fuera del mundo poético de Ángel González, que prefiere enfrentarse con el vacío cara a cara y comenzar una tarea de desacralización, cimentada en el humor, la sátira, las parodias y la antipoesía.
Pero se trata de un proceso controlado e intermedio. Porque si es verdad que hay crisis y alteraciones, también es cierto que el mundo que deja es siempre el mundo del que procede. Los cambios en poesía suelen ser más distintas etapas de un mismo itinerario que rupturas tajantes y el poeta que entra en crisis construye con los escombros de su antigua casa su nueva residencia lingüística. Todos los recursos de la segunda época de Ángel González se intuyen en la primera. Por eso puede hablarse también de una atmósfera unitaria, de un mundo personalizado.
Ángel González se busca a sí mismo al escribir, pero por su concepción histórica de la intimidad al hablar de sí mismo habla de los demás. Escribe, según anota en el prólogo a
Poemas
, en ese punto de interferencia «donde se funden otra vez la Historia y mi historia» (p. 20). A su opción poética le ocurre lo mismo que a aquel río de
Prosemas o menos
que avanzaba de espaldas. Siempre hacia delante, en avanzada, pero con los ojos muy abiertos, acariciándolo todo, grabándolo todo en la memoria, preocupado por una razón más cierta que las actualidades o las modas, lleno de canciones, nostalgias y deseos, de sueños útiles y poemas hermosos. Los mismos hermosos poemas que él procura para poner la vida por escrito, año tras año, palabra sobre palabra:
No ignoraba al mar ácido, tan próximo
que ya en el viento su rumor se oía.
Sin embargo,
continuaba avanzando de espaldas aquel río,
y se ensanchaba
para tocar las cosas que veía:
los juncos últimos,
la sed de los rebaños,
las blancas piedras por su afán pulidas.
Si no podía alcanzarlo,
lo acariciaba todo con sus ojos de agua.
¡Y con qué amor lo hacía!
Luis García Montero
Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y doloroso
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento...
Aquí, Madrid, mil novecientos
cincuenta y cuatro: un hombre solo.
Un hombre lleno de febrero,
ávido de domingos luminosos,
caminando hacia marzo paso a paso,
hacia el marzo del viento y de los rojos
horizontes —y la reciente primavera
ya en la frontera del abril lluvioso...—
Aquí, Madrid, entre tranvías
y reflejos, un hombre: un hombre solo.
—Más tarde vendrá mayo y luego junio,
y después julio y, al final, agosto—.
Un hombre con un año para nada
delante de su hastío para todo.
Yo lo noto: cómo me voy volviendo
menos cierto, confuso,
disolviéndome en aire
cotidiano, burdo
jirón de mí, deshilachado
y roto por los puños.
Yo comprendo: he vivido
un año más, y eso es muy duro.
¡Mover el corazón todos los días
casi cien veces por minuto!
Para vivir un año es necesario
morirse muchas veces mucho.
Yo sé que existo
porque tú me imaginas.
Soy alto porque tú me crees
alto, y limpio porque tú me miras
con buenos ojos,
con mirada limpia.
Tu pensamiento me hace
inteligente, y en tu sencilla
ternura, yo soy también sencillo
y bondadoso.
Pero si tú me olvidas
quedaré muerto sin que nadie
lo sepa. Verán viva
mi carne, pero será otro hombre
—oscuro, torpe, malo— el que la habita...
Entre el amor y la sombra
me debato: último yo.
Prendido de un débil sí,
sobre el abismo de un no,
me debato: último
amor.
Tira de mis pies la sombra.
Sangran mis manos, mis dos
manos asidas al frío
aire: último dolor.
Éste es mi cuerpo de ayer
sobreviviendo de hoy.
Me he quedado sin pulso y sin aliento
separado de ti. Cuando respiro,
el aire se me vuelve en un suspiro
y en polvo el corazón, de desaliento.
No es que sienta tu ausencia el sentimiento.
Es que la siente el cuerpo. No te miro.
No te puedo tocar por más que estiro
los brazos como un ciego contra el viento.
Todo estaba detrás de tu figura.
Ausente tú, detrás todo de nada,
borroso yermo en el que desespero.
Ya no tiene paisaje mi amargura.
Prendida de tu ausencia mi mirada,
contra todo me doy, ciego me hiero.
Alga quisiera ser, alga enredada,
en lo más suave de tu pantorrilla.
Soplo de brisa contra tu mejilla.
Arena leve bajo tu pisada.
Agua quisiera ser, agua salada
cuando corres desnuda hacia la orilla.
Sol recortando en sombra tu sencilla
silueta virgen de recién bañada.
Todo quisiera ser, indefinido,
en torno a ti: paisaje, luz, ambiente,
gaviota, cielo, nave, vela, viento...
Caracola que acercas a tu oído,
para poder reunir, tímidamente,
con el rumor del mar, mi sentimiento.
Por aquí pasa un río.
Por aquí tus pisadas
fueron embelleciendo las arenas,
aclarando las aguas,
puliendo los guijarros, perdonando
a las embelesadas
azucenas...
No vas tú por el río:
es el río el que anda
detrás de ti, buscando en ti
el reflejo, mirándose en tu espalda.
Si vas de prisa, el río se apresura.
Si vas despacio, el agua se remansa.
Son las gaviotas, amor.
Las lentas, altas gaviotas.
Mar de invierno. El agua gris
mancha de frío las rocas.
Tus piernas, tus dulces piernas,
enternecen a las olas.
Un cielo sucio se vuelca
sobre el mar. El viento borra
el perfil de las colinas
de arena. Las tediosas
charcas de sal y de frío
copian tu luz y tu sombra.
Algo gritan, en lo alto,
que tú no escuchas, absorta.
Son las gaviotas, amor.
Las lentas, altas gaviotas.
Otro tiempo vendrá distinto a éste.
Y alguien dirá:
«Hablaste mal. Debiste haber contado
otras historias:
violines estirándose indolentes
en una noche densa de perfumes,
bellas palabras calificativas
para expresar amor ilimitado,
amor al fin sobre las cosas
todas».
Pero hoy,
cuando es la luz del alba
como la espuma sucia
de un día anticipadamente inútil,
estoy aquí,
insomne, fatigado, velando
mis armas derrotadas,
y canto
todo lo que perdí: por lo que muero.
Atrás quedaron los escombros:
humeantes pedazos de tu casa,
veranos incendiados, sangre seca
sobre la que se ceba —último buitre—
el viento.
Tú emprendes viaje hacia adelante, hacia
el tiempo bien llamado porvenir.
Porque ninguna tierra
posees,
porque ninguna patria
es ni será jamás la tuya,
porque en ningún país
puede arraigar tu corazón deshabitado.
Nunca —y es tan sencillo—
podrás abrir una cancela
y decir, nada más: «buen día,
madre».
Aunque efectivamente el día sea bueno,
haya trigo en las eras
y los árboles
extiendan hacia ti sus fatigadas
ramas, ofreciéndote
frutos o sombra para que descanses.