Los poetas prudentes,
como las vírgenes —cuando las había—,
no deben separar los ojos
del firmamento.
¡Oh, tú, extranjero osado
que miras a los hombres:
contempla las estrellas!
(El Tiempo, no la Historia.)
Evita
la claridad obscena.
(
Cave canem
.)
Y edifica el misterio.
Sé puro:
no nombres; no ilumines.
Que tu palabra oscura se derrame en la noche
sombría y sin sentido
lo mismo que el momento de tu vida.
Esto es un poema.
Aquí está permitido
fijar carteles,
tirar escombros, hacer aguas
y escribir frases como:
Marica el que lo lea,
Amo a Irma,
Muera el…(silencio),
Arena gratis,
Asesinos,
etcétera.
Esto es un poema.
Mantén sucia la estrofa.
Escupe dentro.
Responsable la tarde que no acaba,
el tedio de este día,
la indeformable estolidez del tiempo.
Poesía eres tú,
dijo un poeta
–y esa vez era cierto–
mirando al Diccionario de la Lengua.
La axila vegetal, la piel de leche,
espumosa y floral, desnuda y sola,
niegas tu cuerpo al mar, ola tras ola,
y lo entregas al sol: que le aproveche.
La pupila de Dios, dulce y piadosa,
dora esta hora de otoño larga y cálida,
y bajo su mirada tu piel pálida
pasa de rosa blanca a rosa rosa.
Me siento dios por un instante: os veo
a él, a ti, al mar, la luz, la tarde.
Todo lo que contemplo vibra y arde,
y mi deseo se cumple en mi deseo:
dore mi sol así las olas y la
espuma que en tu cuerpo canta, canta
—más por tus senos que por tu garganta—
do re mi sol la si la sol la si la.
1
Nadie se baña dos veces en el mismo río.
Excepto los muy pobres.
2
Los más dialécticos, los multimillonarios:
nunca se bañan dos veces en el mismo
traje de baño.
3
(
Traducción al chino
.)
Nadie se mete dos veces en el mismo lío.
(Excepto los marxistas-leninistas.)
4
(
Interpretación del pesimista.
)
Nada es lo mismo, nada
permanece.
Menos
la Historia y la morcilla de mi tierra:
se hacen las dos con sangre, se repiten.
Cuando estoy en Madrid,
las cucarachas de mi casa protestan porque leo por las noches.
La luz no las anima a salir de sus escondrijos,
y pierden de ese modo la oportunidad de pasearse por mi dormitorio,
lugar hacia el que
—por oscuras razones—
se sienten irresistiblemente atraídas.
Ahora hablan de presentar un escrito de queja al presidente de la república,
y yo me pregunto:
¿en qué país se creerán que viven?;
estas cucarachas no leen los periódicos.
Lo que a ellas les gusta es que yo me emborrache
y baile tangos hasta la madrugada,
para así practicar sin riesgo alguno
su merodeo incesante y sin sentido, a ciegas
por las anchas baldosas de mi alcoba.
A veces las complazco,
no porque tenga en cuenta sus deseos,
sino porque me siento irresistiblemente atraído,
por oscuras razones,
hacia ciertos lugares muy mal iluminados
en los que me demoro sin plan preconcebido
hasta que el sol naciente anuncia un nuevo día.
Ya de regreso en casa,
cuando me cruzo por el pasillo con sus pequeños cuerpos que se evaden
con torpeza y con miedo
hacia las grietas sombrías donde moran,
les deseo buenas noches a destiempo
—pero de corazón, sinceramente—,
reconociendo en mí su incertidumbre,
su inoportunidad,
su fotofobia,
y otras muchas tendencias y actitudes
que —lamento decirlo—
hablan poco en favor de esos ortópteros.
Noche estrellada en aceptable uso,
con pálidos reflejos y opacidad lustrosa,
vieja chistera inútil en los tiempos que corren
como escuálidos galgos sobre el mundo,
definitivamente eres un lujo
que ha pasado de moda.
Tras la fría superficie de las calles de luna,
el alcanfor del sueño conserva en el almario
de la ciudad oscura a los que duermen
y no te verán nunca.
Yo, sin embargo, te llevo en la cabeza,
vieja noche de copa,
y cuando vuelvo a casa sorteando
imprevisibles gatos y farolas,
te levanto en un gesto final ceremonioso
dedicado a tus brillos y a mi sombra,
y te dejo colgada allá en lo alto
—¡hasta mañana, noche!—,
negra, deshabitada, misteriosa.
Mucho les importa la poesía.
Hablan constantemente de la poesía,
y se prueban metáforas como putas sostenes
ante el oval espejo de las oes pulidas
que la admiración abre en las bocas afines.
Aman la intimidad, sus interioridades
les producen orgasmos repentinos:
entreabren las sedas de su escote,
desatan cintas, desanudan lazos,
y misteriosamente,
con señas enigmáticas que el azar mitifica,
llaman a sus adeptos:
—
Mira, mira...
Detrás de las cortinas,
en el lujo en penumbra de los viejos salones
que los brocados doran con resplandor oscuro,
sus adiposidades brillan pálidamente
un instante glorioso.
Eso les basta.
Otras tardes de otoño reconstruyen
el esplendor de un tiempo desahuciado
por deudas impagables, perdido en la ruleta
de un lejano Casino junto a un lago
por el que se deslizan cisnes,
cisnes
cuyo perfil
—anotan sonrientes—
susurra, intermitente, eses silentes:
aliterada letra herida,
casi exhalada
—
puesto que surgida
de la aterida pulcritud del ala—
en un S.O.S. que resbala
y que un peligro inadvertido evoca.
¡Y el cisne-cero-cisne que equivoca
al agua antes tranquila y ya alarmada,
era tan sólo nada-cisne-nada!
Pesados terciopelos sus éxtasis sofocan.
Siempre es igual aquí el verano:
sofocante y violento.
Pero
hace muy pocos años todavía
este paisaje no era así.
Era
más limpio y apacible —me cuentan—,
más claro, más sereno.
Ahora
el Imperio contrajo sus fronteras
y la resaca de una paz dudosa
arrastró a la metrópoli,
desde los más lejanos confines de la tierra,
un tropel pintoresco y peligroso:
aventureros, mercaderes,
soldados de fortuna, prostitutas, esclavos
recién manumitidos, músicos ambulantes,
falsos profetas, adivinos, bonzos,
mendigos y ladrones
que practican su oficio cuando pueden.
Todo el mundo amenaza a todo el mundo,
unos por arrogancia, otros por miedo.
Junto a las villas de los senadores,
insolentes hogueras
delatan la presencia de los bárbaros.
Han llegado hasta aquí con sus tambores,
asan carne barata al aire libre, cantan
canciones aprendidas en sus lejanas islas.
No conmemoran nada: rememoran,
repiten ritmos, sueños y palabras
que muy pronto
perderán su sentido.
Traidores a su pueblo,
desterrados
por su traición, despreciados
por quienes los acogen con disgusto
tras haberlos usado sin provecho,
acaso un día
sea ésta la patria de sus hijos;
nunca la de ellos.
Su patria es esa música tan sólo,
el humo y la nostalgia
que levantan su fuego y sus canciones.
Cerca del Capitolio
hay tonsurados monjes mendicantes,
embadurnados de ceniza y púrpura,
que predican y piden mansamente
atención y monedas.
Orgullosos negros,
ayer todavía esclavos,
miran a las muchachas de tez clara
con sonrisa agresiva,
y escupen cuando pasan los soldados.
(Por mucho menos los ahorcaban antes.)
Desde sus pedestales,
los Padres de la Patria contemplan desdeñosos
el corruptor efecto de los días
sobre la gloria que ellos acuñaron.
Ya no son más que piedra o bronce, efigies,
perfiles en monedas, tiempo ido
igual que sus vibrantes palabras, convertidas
en letra muerta que decora
los mármoles solemnes en su honor erigidos.
El aire huele a humo y a magnolias.
Un calor húmedo asciende de la tierra,
y el viento se ha parado.
En la ilusoria paz del parque juegan
niños en español.
Por el río Potomac remeros perezosos
buscan la orilla en sombra de la tarde.
I
¡Qué fragor el del sol contra los árboles!
Se agita todo el monte en verde espuma.
El aire es una llama transparente
que enciende y no consume
lo que sus lenguas lúcidas abrazan.
Por la profundidad turbia del cielo,
ánades cruzan en bandadas, hondos:
pétalos de la Rosa de los Vientos
que —¿hacia dónde, hacia dónde?—
los vientos caprichosos arrebatan.
Desde
las zarzas crepitantes de luz y mariposas,
la voz de un dios me exige
que sacrifique aquello que más amo.
II
Pero tú nada temas:
pese a tanta belleza,
el deseo
de hallar la paz en el olvido
no prevalecerá contra tu imagen.
Con tan inconsistentes materiales
—luz en polvo,
una tela de araña,
las ramas de un arbusto,
espacio, soledad, pájaros, viento—
ante mis ojos
levantó la tarde
un monumento de belleza
que parecía inextinguible:
inmensos pabellones de silencio,
galerías abiertas a altísimos abismos,
columnas de reflejos deslumbrantes,
lienzos tersos, ingrávidos,
de metal transparente como vidrio.
Mas todo aquello
—estatua o fortaleza—,
después de haberse erguido,
abrió dos grandes alas de misterio,
y se perdió en un vuelo negro y rápido.
De su presencia lúcida
sólo nos queda ahora
un desolado pedestal vacío
de sombra, y frío, y noche, y desamparo.
Estuve en Chiloé junto a la primavera.
(Sería otoño en España.)
Humedad olorosa,
praderas solitarias.
Recuperé de pronto tiempo y tierra.
(Tiempo perdido, tierra derrotada.)
El mar mordía los acantilados
con sus dientes de espuma verde y blanca.
Veía el Norte en el Sur.
¡Espejismo de rostros y de muros
iluminados con palabras
puras:
libertad, compañeros
!
(Y en el fondo, con nieve, las montañas.)
¿De dónde regresaba todo aquello?
Surgidos de la bruma
—¿era ayer o mañana?—
albatros quietos, levitando arriba,
serenaban el aire con sus extensas alas.
Todo encalló en un tiempo amargo y sucio. Ahora,
asomando sobre las aguas, la arboladura rota de esos días
tan sólo exhibe buitres en sus jarcias.
Siempre, después de un viaje,
una mirada terca se aferra a lo que busca,
y es un hueco sombrío, una luz pavorosa,
tan sólo lo que tocan los ojos del que vuelve.
Fidelidad, afán inútil.
¿Quién tuvo la arrogancia de intentarte?
Nadie ha sido capaz
—ni aun los que han muerto—
de destejer la trama
de los días.
Ya desde muy temprano,
ayer fue tarde.
Amaneció el crepúsculo, y al alba
el cielo derramó sobre la tierra
un gran haz de penumbra.
Cerca del mediodía
un firmamento tenue e incompleto
—¿cifra de nuestra suerte?—
brillaba todavía en el espacio.
(La luna
no iluminaba al mundo;
su cuerpo transparente
nos permitía tan sólo adivinar
la existencia más alta de otro cielo
inclemente también, inapelable.)
Seguimos esperando, sin embargo.
Imprecisas señales
—un latido de pájaros, a veces;
el eco de un relámpago;
súbitas rachas de violento viento—
nos mantenían alerta.