Llegó también la guerra un mal verano.
Llegó después la paz, tras un invierno
todavía peor. Esa vez, sin embargo,
no devolvió lo arrebatado el viento.
Ni la lluvia
pudo borrar las huellas de la sangre.
Perdido para siempre lo perdido,
atrás quedó definitivamente
muerto lo que fue muerto.
Por eso (y por más cosas)
recuerdo muchas veces a mi madre:
cuando el viento
se adueña de las calles de la noche,
y golpea las puertas, y huye, y deja
un rastro de cristales y de ramas
rotas, que al alba
la ciudad muestra desolada y lívida;
cuando el rayo
hiende el aire, y crepita,
y cae en tierra,
trazando surcos de carbón y fuego,
erizando los lomos de los gatos
y trastocando el norte de las brújulas;
y, sobre todo, cuando
la guerra ha comenzado,
lejos —nos dicen— y pequeña
—no hay por qué preocuparse—, cubriendo
de cadáveres mínimos distantes territorios,
de crímenes lejanos, de huérfanos pequeños...
Quisiera estar en otra parte,
mejor en otra piel,
y averiguar si desde allí la vida,
por las ventanas de otros ojos,
se ve así de grotesca algunas tardes.
Me gustaría mucho conocer
el efecto abrasivo del tiempo en otras visceras,
comprobar si el pasado
impregna los tejidos del mismo zumo acre,
si todos los recuerdos en todas las memorias
desprenden este olor
a fruta mustia y a jazmín podrido.
Desearía mirarme
con las pupilas duras de aquel que más me odia,
para que así el desprecio
destruya los despojos
de todo lo que nunca enterrará el olvido.
Cuando tengas dinero regálame un anillo,
cuando no tengas nada dame una esquina de tu boca,
cuando no sepas qué hacer vente conmigo
—pero luego no digas que no sabes lo que haces.
Haces haces de leña en las mañanas
y se te vuelven flores en los brazos.
Yo te sostengo asida por los pétalos,
como te muevas te arrancaré el aroma.
Pero ya te lo dije:
cuando quieras marcharte ésta es la puerta:
se llama Ángel y conduce al llanto.
Meriendo algunas tardes:
no todas tienen pulpa comestible.
Si estoy junto a la mar
muerdo primero los acantilados,
luego las nubes cárdenas y el cielo
—escupo las gaviotas—,
y para postre dejo las bañistas
jugando a la pelota y despeinadas.
Si estoy en la ciudad
meriendo tarde a secas:
mastico lentamente los minutos
—tras haberles quitado las espinas—
y cuando se me acaban
me voy rumiando sombras,
rememorando el tiempo devorado
con un acre sabor a nada en la garganta.
Le comenté:
—
Me entusiasman tus ojos.
Y ella dijo:
—
¿Te gustan solos o con rímel?
—
Grandes,
respondí sin dudar.
Y también sin dudar
me los dejó en un plato y se fue a tientas.
Yo buceo debajo de las cosas.
La gente dice: buzo,
y yo emerjo desde el fondo de las mesas,
chorreando tallarines como un tritón de alcoba.
Una vez crucé un año debajo de los días.
Cuando llegué de nuevo al mes de enero
tuvieron que hacerme la respiración boca a boca.
Me dio tanto asco que volví a sumergirme.
Nada hay comparable, sin embargo,
al gozo inoxidable de trocearse en dedos,
narices, ojos, penes, labios, cabellos, risas,
y refugiarse en vasos individuales llenos de ginebra con menta
hasta que alguien nos diga agitando banderas:
comencemos de nuevo;
la guerra ha terminado con el triunfo de mayo.
Hoy todo me conduce a su contrario:
el olor de la rosa me entierra en sus raíces,
el despertar me arroja a un sueño diferente,
existo, luego muero.
Todo sucede ahora en un orden estricto:
los alacranes comen en mis manos,
las palomas me muerden las entrañas,
los vientos más helados me encienden las mejillas.
Hoy es así mi vida.
Me alimento del hambre.
Odio a quien amo.
Cuando me duermo, un sol recién nacido
me mancha de amarillo los párpados por dentro.
Bajo su luz, cogidos de la mano,
tú y yo retrocedemos desandando los días
hasta que al fin logramos perdernos en la nada.
Me eduqué en una comunidad religiosa
que contaba con monjas muy inteligentes.
Los jueves se exhibían en los claustros.
—
Dame la manita
,
les decían los visitantes
ofreciéndoles bombones y monedas.
Pero ellas no daban nada: al contrario,
pedían continuamente.
En domingo tocaban las campanas.
Era hermoso mirarlas, tan lustrosas,
lamiéndose los velos cuando en marzo
el sol de mediodía presagiaba tormenta.
Había una, sobre todo, que era muy cazadora.
Perseguía a las niñas más allá de las tapias
y las traía sujetas por el pelo
hasta los breves pies de la madre abadesa.
Al caer de la tarde paseaban
por una carretera sombreada de chopos.
Se cruzaban con carros y rebaños,
caminaban ligeras, y el murmullo
de sus voces
el viento lo llevaba y lo traía
volando por los campos
entre esquilas y abejas,
como un tierno balido gregoriano.
Si oían a lo lejos la bocina de un coche,
se dispersaban hacia las cunetas,
ruidosas, excitadas y confusas.
Cuando el aire
quedaba limpio de polvo y estrépito,
se las podía ver, al fin tranquilas,
picoteando moras en las zarzas.
A la hora del ángelus,
fatigadas y dóciles,
ellas mismas volvían a las celdas,
como si las llevase del rosario
—tironeando dulce y firmemente—
la omnipresente mano de su Dueño.
El primer violín canta
en lo alto del llanto
igual que un ruiseñor sobre un ciprés.
Como una mariposa,
la viola apenas viola
el reposo del aire.
Cruza el otro violín a ras del
cello
,
semejante a un lagarto
que entre dos manchas verdes
deja sólo el recuerdo de la luz de su cola.
Piano negro,
féretro entreabierto:
¿quién muere ahí?
Sobre los instrumentos,
los arcos
dibujan lentamente
la señal de la cruz
casi en silencio.
Pianista enlutado
que demoras los dedos
en una frase grave, lenta, honda:
todos
te acompañamos en el sentimiento.
Después de haber comido entrambos doce nécoras,
alguien dijo a Pilaros:
—
¿Y qué hacemos ahora?
Él vaciló un instante y respondía
(educado, distante, indiferente):
—
Chico, tú haz lo que quieras
.
Yo me lavo las manos.
Dispongo aquí unos grupos de palabras.
No aspiro únicamente
a decorar con inservibles gestos
el yerto mausoleo de los días
idos, abandonados para siempre como
las salas de un confuso palacio que fue nuestro,
al que ya nunca volveremos.
Que esas palabras,
en su inutilidad
—lo mismo que las rosas enterradas
con un cuerpo querido
que ya no puede verlas ni gozar de su aroma—
sean al menos,
cuando el paso del tiempo las marchite
y su sentido oscuro se deshaga o se ignore,
eterno —si eso fuese posible— testimonio,
no del perdido bien que rememoran;
tampoco de la mano
—borrada ya en la sombra—
que hoy las deja en la sombra,
sino de la piedad que la ha movido.
Entonces,
en los atardeceres de verano,
el viento
traía desde el campo hasta mi calle
un inestable olor a establo
y a hierba susurrante como un río
que entraba con su canto y con su aroma
en las riberas pálidas del sueño.
Ecos remotos,
sones desprendidos
de aquel rumor,
hilos de una esperanza
poco a poco deshecha,
se apagan dulcemente en la distancia:
ya ayer va susurrante como un río
llevando lo soñado aguas abajo,
hacia la blanca orilla del olvido.
A mano amada,
cuando la noche impone su costumbre de insomnio,
y convierte
cada minuto en el aniversario
de todos los sucesos de una vida;
allí,
en la esquina más negra del desamparo, donde
el nunca y el ayer trazan su cruz de sombras,
los recuerdos me asaltan.
Unos empuñan tu mirada verde,
otros
apoyan en mi espalda
el alma blanca de un lejano sueño,
y con voz inaudible,
con implacables labios silenciosos,
¡el olvido o la vida!
,
me reclaman.
Reconozco los rostros.
No hurto el cuerpo.
Cierro los ojos para ver más hondo,
y siento
que me apuñalan fría,
justamente,
con ese hierro viejo:
la memoria.
Reverbera la música en los muros
y traspasa mi cuerpo como si no existiese.
¿Soy sólo una memoria que regresa
desde el cabo remoto de la vida,
fiel a una invocación que no perdona?
Música que rechazan las paredes:
sólo soy eso.
Cuando ella cesa también yo me extingo.
Cuando nada sucede,
y el verano se ha ido,
y las hojas comienzan a caer de los árboles,
y el frío oxida el borde de los ríos
y hace más lento el curso de las aguas;
cuando el cielo parece un mar violento,
y los pájaros cambian de paisaje,
y las palabras se oyen cada vez más lejanas,
como susurros que dispersa el viento;
entonces,
ya se sabe,
es lo que pasa:
esas hojas, los pájaros, las nubes,
las palabras dispersas y los ríos,
nos llenan de inquietud súbitamente
y de desesperanza.
No busquéis el motivo en vuestros corazones.
Tan sólo es lo que dije:
lo que pasa.
Aquí no pasa nada,
alvo el tiempo:
irrepetible
música que resuena,
ya extinguida,
en un corazón hueco, abandonado,
que alguien toma un momento,
escucha
y tira.
La esperanza —antes tan diligente—
no viene a visitarnos hace tiempo.
Últimamente estaba distraída.
Llegaba siempre tarde, y nos llamaba
con nombres de parientes ya enterrados.
Nos miraba con ojos que le transparentaban,
igual que esos espejos que pierden el azogue.
Nos tocaba con manos realmente imperceptibles,
y amanecíamos llenos de arañazos.
También daba monedas que luego no servían.
Pero ahora, ni eso.
Hace ya tanto tiempo que no viene,
que hasta llegué a pensar:
¿si se habrá muerto?
Después caí en la cuenta
de que los muertos éramos nosotros.
Estoy bartok de todo,
bela
bartok de ese violín que me persigue,
de sus fintas precisas,
de las sinuosas violas,
de la insidia que el oboe propaga,
de la admonitoria gravedad del fagot,
de la furia del viento,
del hondo crepitar de la madera.
Resuena bela en todo bartok:tengo
miedo.
La música
ha ocupado mi casa.
Por lo que oigo,
puede ser peligrosa.
Échenla fuera.
Escribir un poema: marcar la piel del agua.
Suavemente, los signos
se deforman, se agrandan,
expresan lo que quieren
la brisa, el sol, las nubes,
se distienden, se tensan, hasta
que el hombre que los mira
—adormecido el viento,
la luz alta—
o ve su propio rostro
o —transparencia pura, hondo
fracaso— no ve nada.