Alba en Cazorla
Canta un gallo, mil gallos.
Amanece.
Luz tan cacareada
pocas veces se ha visto.
¿Qué traerá este día así anunciado
con clarines más vivos que sus llamas?
(Pero
no hay fuego todavía, sólo
un atisbo de luz
en un abismo alto y transparente
que se opone a otro abismo).
En el lugar del firmamento, nada.
Como un rubor azul renace el cielo.
(Y abajo, allá en lo hondo,
débil niebla de lana empaña el valle:
rebaños y balidos resbalan por las sendas
como movidos por un viento inquieto
que los dispersa por los olivares).
Enigmática luz, tan clara y pura
que tan sólo se ve en lo que desvela
¿De dónde viene ese esplendor creciente?
No es aún la luz la que ilumina al mundo;
el mundo iluminado es quien la enciende.
¡Volver a ver el mundo como nunca
había sido...!
En los últimos días del verano,
el tiempo detenido en la gran pausa
que colmaría setiembre con sus frutos,
demorándose en oro octubre,
y el viento de noviembre que llevaba
la luz atesorada por las hojas
muertas hacia más luz,
arriba,
hacia
la transparencia pálida de un cielo
de hielo o de cristal
cuando diciembre
y la luna de enero
hacían palidecer a las estrellas:
altas constelaciones ordenando
la vida de los hombres,
el misterio tan claro,
la esperanza aún más cierta...
Aquella luz que iluminaba todo
lo que en nuestro deseo se encendía
¿no volverá a brillar?
Parece que, efectivamente
lo peor era el frío
en aquellas tierras altas del norte,
áridas y sombrías,
donde la primavera empieza en junio.
Al menos, eso opinó después Francisco,
que también se quejaba del hambre.
«Comíamos» —decía—
«serrín mojado en agua,
cuero reblandecido,
todo lo masticable lo comíamos,
el hambre es mal asunto...»
Y sonreía.
Hablaba poco de eso.
La historia de su ex-ojo izquierdo
no pudo silenciarla
porque era demasiado evidente
aquella cuenca roja y deformada
como una cicatriz todavía abierta
llorando por su cuenta todo el día.
De sus palabras dedujimos
—fue un relato confuso,
hablaba como avergonzado, ansioso
de sonreír de nuevo—
que un guardián derribó de un puñetazo
al tal Francisco, y luego
intentó golpearle
con la culata del fusil,
pero le dio a una piedra
y de rebote le vació el ojo.
«Esas cosas pasaban diariamente».
Y sonreía
—aunque la cuenca proseguía su llanto—,
disculpándose a él, al guardia, a todos.
Cumplidos siete años de condena,
de vuelta en su ciudad,
recuperó su empleo de auxiliar en la banca,
y hablaba poco o nada del pasado.
Le entusiasmaba el fútbol
y de eso sí charlaba a cualquier hora.
Incluso iba al estadio los domingos
—«como en tiempos normales», comentaba
frotándose las manos—
a animar a su equipo,
que entonces militaba
en la Segunda División de Liga.
Encontró una pensión
barata. Su cuñada,
la viuda de su hermano,
le lavaba la ropa
y lo invitaba a merendar algunas tardes
—según las malas lenguas,
lo invitaba a algo más que a chocolate.
Heredó de su hermano,
además de esos pálidos rescoldos
de un imposible hogar,
dos o tres trajes en buen uso
unas gafas ahumadas,
un mechero,
y el reloj de pulsera (lo que más estimaba).
A veces bebía vino con amigos
de antes de la guerra.
En esas ocasiones
mostraba un optimismo desusado,
canturreaba incluso antiguas habaneras.
(En cambio,
aquella especie de cicatriz roja,
estimulada por el vino,
derramaba más lágrimas que nunca).
Si miraba el reloj,
una inconsciente asociación de ideas
lo ponía melancólico;
se cambiaba la lágrima de ojo,
suspiraba y decía:
«Mi pobre hermano»
—había muerto de un tiro en un combate—
«no tuvo tanta suerte como yo».
Nunca supe en el fondo si hablaba de verdad
o quería simplemente consolarse a sí mismo.
Era un hombre que, por su profesión,
cuando cometía errores eran siempre de bulto.
Me estoy refiriendo a un maletero
—o
porteur
, eso depende
de la situación del sujeto respecto a la cordillera pirenaica—
quien, atendiendo por uno u otro nombre,
acababa deslomado cada día
de tanto descargar y cargar trenes.
Yo también cometo errores de bulto:
voy a abrazar tu cuerpo y me abraso en el aire,
voy a pedir tequila y pronuncio te quiero,
voy a aspirar la brisa y estás en mi garganta.
Así, acabo descorazonado cada noche
de tanto acarrear mi amor por todas partes:
un amor que no sé dónde dejar
cuando llega la tarde y tú no estás conmigo.
Cómo se puede ser hombre sin tener hambre.
Cómo se puede ser sencillo sin ser simple.
Imposible ser perro sin morder. Imposible morder sin ser un perro.
Eso es lo que llaman el orden de la vida,
aunque yo pienso que la vida no es compatible con el orden.
Los seres ordenados viven, mas tan despacio
que se mueren del susto cuando llega la muerte.
(Claro que en días así muere cualquiera).
Porque es lo que yo no decía al principio:
cómo se puede
ser hombre y tener hambre en estos tiempos,
cuando se importan frutas tropicales,
y en los escaparates hay rótulos que rezan:
caracoles picantes, diostesalvemaría.