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Authors: Jim Wynorski

Tags: #Ciencia ficción

Vinieron del espacio exterior (15 page)

BOOK: Vinieron del espacio exterior
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Nora se apretó más contra él.

—Hace poco estaba convencido de que la ciudad iba a saltar por los aires… debido a una bomba no localizada, o algo así. Pero ahora estoy seguro de que se trata de algo distinto. Estoy dispuesto a apostar que estaremos vivos por la mañana.

Nora pensó en ello, en silencio.

—Si es así…, si algún tipo de invasores están avanzando desde el norte…, ¿no es una estupidez permanecer aquí? Por cansados que estemos deberíamos intentar alejarnos de ellos.

—Estaba pensando en lo mismo. Hablaré con Wilson.

Al dirigirse hacia la puerta recordó que iba en calzoncillos y retrocedió para tomar sus pantalones. Una vez se los hubo puesto se preguntó qué importancia tenía aquello. Abrió la puerta.

Algo le advirtió…, algún instinto. O posiblemente su miedo y su cautela natural coincidieron con la presencia del peligro. Oyó los pasos en la moqueta, al fondo del pasillo…, débiles pero inconfundibles pasos. Llamó:

—Wilson… Wilson… ¿Es usted?

Frank sintió mas que oyó un cuerpo lanzarse contra la parte exterior de la puerta. Una estridente y alocada risa rasgó sus oídos al tiempo que un cuerpo golpeaba contra la puerta.

Frank extrajo fuerzas de su propio pánico mientras arrojaba todo su peso contra la hoja de la puerta, pero cuando le faltaban uno o dos centímetros para cerrarse, la puerta se estremeció ante la fuerza aplicada por el lado opuesto. Por la estrecha abertura pudo sentir en su cara la ronca respiración del esfuerzo. Locos balbuceos y maldiciones resonaron en la oscuridad.

Frank tuvo la frenética convicción de que estaba perdiendo la batalla, y extrajo fuerzas no supo de dónde. Apretó, y sonó un grito, y supo que al menos había pillado un dedo a su oponente entre la puerta y la jamba. Lanzo todo su peso contra la puerta con un frenético esfuerzo, y oyó el crujir del dedo. La voz ascendió hasta convertirse en un aullido de agonía, como el de un animal herido.

Aunque sus vidas estaban en juego, Frank era incapaz de romperle deliberadamente los dedos a un hombre. Aunque lucho contra su impulso, y se llamó a sí mismo estúpido, dejó que la puerta volviera a entreabrirse ligeramente. La mano fue retirada precipitadamente.

En aquel momento otra puerta se abrió al lado, y la voz de Jim Wilson retumbó:

—¿Qué demonios ocurre ahí afuera?

Simultáneamente, unos rápidos pasos retrocedieron hasta el fondo del pasillo, y desde el descansillo al lado de las escaleras les llego un ululante grito de dolor.

—¡Maldita sea!—aulló Wilson—. Tenemos compañía. ¡No estamos solos!

—Intentó meterse en mi habitación.

—No debería haber abierto la puerta. ¿Está bien Nora?

—Sí. Esta bien.

—Dígale que no se mueva de su habitación. Y usted haga lo mismo.

Estaríamos locos si fuéramos detrás de ese pichón en la oscuridad. Tendremos que esperar hasta mañana.

Frank cerro la puerta, la aseguró con la doble cerradura, y regresó junto a la cama de Nora. Pudo oír unos apagados sollozas. Se inclinó y retiró las mantas, y los sollozos se hicieron más fuertes. Se metió en la cama, y ella estuvo en sus brazos.

Nora lloraba. Él la abrazó sin decir nada. Al cabo de un rato recuperó el control de sí misma.

—No me dejes, Frank —suplicó—. Por favor, no me dejes.

Él apretó su hombro.

—No lo haré —susurró.

Permanecieron tendidos largo tiempo, inmóviles, en silencio, cada uno extrayendo fuerzas de la proximidad del otro. El silencio fue roto finalmente por Nora.

—¿Frank?

—¿Sí?

—¿Me deseas? —Él no respondió—. Ya te expliqué que quise suicidarme…

—Lo recuerdo.

—Lo hice porque estaba hastiada. Porque tenía un terrible lío en la cabeza. No deseaba seguir viviendo.

Él permaneció en silencio, abrazándola.

Cuando ella habló de nuevo, su voz se hizo más aguda.

—¿No puedes entender lo que te estoy diciendo? ¡No soy buena! ¡Soy una basura! ¡Otros hombres me han conseguido! ¿Por qué quieres privarte de lo que otros han gozado?

Él siguió en silencio, imperturbable. Al cabo de unos momentos Nora dijo:

—¡Por el amor de Dios, di algo!

—¿Cómo te sientes ahora? ¿Intentarás suicidarte de nuevo a la próxima ocasión que se te presente?

—No…, no. No creo que vuelva a intentarlo nunca más.

—Entonces, las cosas están mejor que antes.

—No lo sé. Sólo deseo que no vuelva a ocurrir.

Ella no le urgió esta vez, y él habló lentamente.

—Es curioso. Realmente lo es. No soy un moralista. Nunca he tenido moralidad. He gozado de mi correspondiente cuota de mujeres. Estaba trabajándome una la noche en que me hicieron la faena…, la noche antes de que me despertara en esta tumba de ciudad. Pero ahora…, esta noche…, las cosas son diferentes. Tengo la sensación de que debo protegerte. ¿No es extraño?

—No —dijo ella suavemente—. Creo que no.

Permanecieron allí tendidos en silencio, sus pensamientos perdiéndose en la oscuridad de la sepulcral noche. Tras mucho rato, la acompasada respiración de Nora le indicó que se había dormido. Se levantó con cuidado, la cubrió con las mantas, y se dirigió a la otra cama.

Pero antes de dormirse, los extraños lamentos procedentes de la calle Evanston llegaron de nuevo…, ascendieron y disminuyeron en aquella extraña cadencia… y finalmente se fundieron en la noche.

Frank se despertó con las primeras luces del amanecer. Nora seguía durmiendo. Se vistió y apoyó unos instantes una mano en el picaporte de la puerta. Luego corrió las cerraduras, hizo girar el picaporte y abrió cautelosamente la puerta.

El pasillo estaba desierto. En aquel momento le golpeó con violencia la sensación de que no era un hombre valiente. Advirtió que durante toda su vida había evitado el peligro físico y se había negado a reconocer la auténtica razón de actuar así. Se había clasificado a sí mismo como un hombre que eludía los problemas utilizando el buen sentido.

Se dio cuenta ahora de que esa actitud era únicamente una coartada para su ego. Enfrentó el vacío corredor y no sintió ningún deseo de ir más allá. Pero se impuso a sí mismo a cruzar el umbral, cerrar la puerta suavemente tras él y caminar hacia las escaleras.

Hizo una pausa frente a la puerta tras la cual Jim Wilson y Minna debían de estar durmiendo todavía. La miró fijamente. Luego caminó de puntillas hacia el lugar donde terminaba el pasillo, tras cruzarse con otro. Dobló la esquina con precauciones, se pegó contra una pared. Nadie a la vista. Se dirigió hacia la escalera y empezó a bajarla.

Sus músculos y sus nervios se tensaban a cada peldaño.

Llegó hasta la puerta de cristal que conducía a la tienda del hotel con únicamente el silencio gritando en sus oídos. La puerta no estaba cerrada con llave. Una bisagra chirrió ligeramente cuando la abrió.

Fue en la tienda donde Frank encontró indicios del intruso del cuarto piso. Un mostrador tenía manchas de sangre. Algunos vendajes habían sido sacados de sus cajas y abandonados por todas partes. Indudablemente allí se había curado el hombre su aplastada mano.

¿Pero adónde había ido? A dormir probablemente, en una de las habitaciones de arriba. Frank deseó fervientemente tener alguna arma. Sin la menor duda no debía de haber quedado ninguna pistola en toda la ciudad.

Pero una pistola no era la única arma creada por el ingenio del hombre, pensó y Frank rebusco en la tienda hasta encontrar un expositor lleno de navajas de bolsillo en sus hermosas cajas cerca de la sección de perfumería.

Tomó cuatro de las más grandes, y descubrió también un punzón con mango de madera que evidentemente se utilizaba para partir el hielo.

Así armado, salió al exterior por la puerta giratoria. Caminó por calles muertas bajo el sol del amanecer, donde el nuevo día no había conseguido despertar la vida ni disminuir el terror de la noche pasada.

Encontró cerrada la puerta del Edificio de Servicios Públicos del
Chicago Tribune
. Utilizó el punzón para el hielo para romper el cristal de una puerta. El ruido de los trozos de cristal contra el cemento fue una explosión en el aullante silencio. Entró. Allí la sensación de desolación era total: se podían contemplar los casilleros llenos de cartas de la sección de anuncios por palabras. Respuestas a un millar de peticiones aguardando pacientemente a que alguien viniera a buscarlas.

Tras bajar al sótano y a los archivos del
Chicago Tribune
, Frank subió al segundo piso y descubrió lo que había venido a buscar. Una hilera de teletipos con la bandeja de las copias junto a cada una de las máquinas.

Rápidamente, recogió todas las copias e hizo un fajo con ellas, y volvió escaleras abajo. Regresó al hotel a paso de carga, animado por una repentina urgencia de regresar al cuarto piso tan pronto como fuera posible.

Se detuvo en la puerta del hotel y se llenó los bolsillos con jabón, una navaja de afeitar, crema de afeitar y loción facial. Impulsado por un pensamiento repentino, tomó una llamativa caja de cosméticos de alto precio.

Entró nuevamente en la habitación y cerró suavemente la puerta. Nora se volvió en su sueño, dejando al descubierto un hombro y un pecho. El pecho atrajo su mirada durante largo rato. Luego un sentimiento de culpabilidad le hizo apartar la vista y se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta.

Afortunadamente, el depósito auxiliar en el techo aún contenía agua, y Frank pudo lavarse y afeitarse. Vestido otra vez, se sintió como un hombre nuevo. Pero lamentó no haber penetrado en una tienda de artículos para caballero y haber cogido una camisa limpia.

Nora aún no se había despertado cuando salió del baño. Se dirigió hacia la cama y se detuvo de pie junto a ella, contemplando a la mujer durante un rato. Luego tocó su hombro.

—Despierta. Ya es de día.

Nora se desperezó y abrió los ojos, pero Frank tuvo la impresión de que tardó varios segundos en despertarse realmente. Su mirada se clavó en su rostro, luego en la ventana, luego en su rostro de nuevo.

—¿Qué hora es?

—No lo sé. Creo que serán las ocho aproximadamente.

Nora estiró los brazos indolentemente. Cuando se sentó, su sujetador volvió a colocarse en su sitio, y Frank tuvo la impresión de que ella ni siquiera se había dado cuenta de su parcial desnudez.

Nora se lo quedó mirando, la sorpresa reflejándose en sus ojos.

—Veo que te has lavado y afeitado.

—He salido a buscar algunas cosas.

—¿Solo?

—¿Por qué no? No podemos quedarnos aquí dentro todo el día. Tenemos que alcanzar la carretera y salir de aquí. No conviene seguir tentando a la suerte.

Frank se dirigió hacia la mesa y regreso con la caja de cosméticos. La puso en el regazo de Nora.

—Esto es para ti.

Su expresión fue una mezcla de sorpresa y placer.

—Eso ha sido un buen detalle. Supongo que será mejor que me vista.

Frank se volvió hacia la ventana donde había dejado el fajo de copias de los teletipos.

—Yo voy a leer un poco.

Mientras se sentaba vio, por el rabillo del ojo, unas esbeltas piernas morenas avanzando hacia el cuarto de baño. Al llegar junto a la puerta, Nora se volvió.

—¿Ya se han levantado Jim Wilson y Minna?

—No lo creo.

Los ojos de Nora permanecieron fijos en él.

—Creo que has sido muy valiente yendo abajo solo. Pero fue una estupidez. Tendrías que haber esperado a Jim Wilson.

—Tienes razón con respecto a lo de la estupidez, pero tenía que hacerlo.

—¿Por qué?

—Porque no soy un hombre valiente. Quizás esa fue la razón.

Nora dejó la puerta del baño abierta unos quince centímetros, y Frank oyó el ruido del agua al correr. Se sentó, con los papeles en su mano, preguntándose acerca del agua. Cuando había ido al baño no se le había ocurrido. Era natural que fuera así. Pero ahora no dejaba de preguntarse. ¿Por qué seguía manando? Tras un cierto tiempo consideró la posibilidad del depósito de reserva en el techo.

Entonces se preguntó acerca de Nora. Era extraño cómo podía pensar en ella personal e impersonalmente a la vez. Recordó sus palabras la noche anterior. Aquello la hacía… Buscó la palabra adecuada. ¿Cuál era el viejo clisé? Una mujer de virtud fácil.

¿Qué era lo que hacía que una mujer fuera así?, se preguntó. ¿Era algo inherente a su personalidad? Aquella puerta parcialmente abierta era de algún modo simbólico. Estaba seguro de que muchas esposas cerraban la puerta del cuarto de baño a sus esposos; lo hacían sin pensar, instintivamente. Estaba seguro de que Nora la había dejado parcialmente abierta sin pensar. ¿Podía trazarse un esquema de comportamiento a partir de un detalle tan insignificante?

Rumió acerca de su propia actitud hacia Nora. Había rechazado lo que ella le ofrecía por la noche. Y sin embargo no lo había hecho por una sensación de disgusto. Evidentemente había en Nora más cosas que le atraían de las que le repelían.

La moral, se dio cuenta vagamente, era impuesta —o al menos funcionaba— para proteger a la sociedad. Cuando la sociedad había desaparecido, desvanecida de la noche a la mañana… ¿podía seguirse manteniendo un código moral?

Si alguna vez regresaran a la masa de la gente, ¿cambiarían sus sentimientos hacia Nora? Pensó que no. Se casaría con ella, se dijo firmemente a sí mismo, tan sin pensarlo como se casaría con cualquier otra chica. No pensaría siquiera en lo que era para echarlo en su contra. Creo que a fin de cuentas soy fundamentalmente un amoral, pensó, y empezó a leer las copias de los teletipos.

Hubo una llamada en la puerta, seguida de la atronadora voz de Jim Wilson.

—¡Hey, los de dentro! ¿Preparados para el desayuno?

Frank se levantó y se dirigió hacia la puerta. Mientras lo hacía, la puerta del baño se cerró.

Jim Wilson lucía una barba de dos días, y no parecía importarle en absoluto. Entró en la habitación frotándose las manos con gran placer.

—Bien, ¿dónde vamos a comer, muchachos? Elijamos el más selecto restaurante de la ciudad. Nada excepto lo mejor para Minna.

Le guiño ostentosamente un ojo a Minna, que le seguía inexpresiva y silenciosa, exactamente igual a como le seguiría una sombra, y se sentó en una silla de respaldo recto junto a la pared.

—Será mejor que empecemos a dirigirnos hacia el sur —dijo Frank—, y no nos preocupemos del desayuno.

—¿Aún asustado?—preguntó Jim Wilson.

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