«Podéis encontrar una novia en el bosque», había dicho el viejo Seymour. Cuando cierra los ojos ella se desliza detrás de ellos, velada de telarañas y salpicada de rocío. Tiene los pies descalzos, enredados en raíces, su cabello vuela entre las ramas; su dedo, que le llama, es una hoja rizada. Le señala, mientras el sueño se apodera de él. Su voz interior se burla ahora: «Creíste que ibas a tener una fiesta en Wolf Hall. Creíste que no habría nada que hacer más que los asuntos habituales, guerra y paz, hambre, connivencia traidora; una cosecha fallida, un pueblo obstinado; la peste arrasando Londres y el rey perdiendo la camisa a las cartas. Estabas preparado para eso».
En el borde de su visión interna, detrás de los ojos cerrados, percibe algo en el acto de llegar a ser. Llegará con la luz de la mañana; algo que cambia y respira, su forma disfrazada en una arboleda o un bosquecillo.
Antes de dormirse piensa en el sombrero del rey en un árbol a media noche, posado como un ave del paraíso.
Al día siguiente, como para no cansar a las damas, acortan la diversión de la jornada y regresan temprano a Wolf Hall.
Para él es una oportunidad de quitarse las prendas de montar y sumergirse en los despachos. Tiene esperanzas de que el rey se siente una hora y escuche lo que tiene que contarle él. Pero Enrique dice: «Lady Jane, ¿pasearéis por el jardín conmigo?».
Ella se levanta inmediatamente; pero con el ceño fruncido, como si intentase entender el sentido. Mueve los labios, repite casi sus palabras: ¿Pasear…, Jane?… ¿Por el jardín?
Oh, sí, por supuesto, muy honrada. Su mano, un pétalo, revolotea sobre la manga de él; luego desciende, y la carne roza el bordado.
Hay tres jardines en Wolf Hall, y se llaman el gran jardín vallado, el jardín de la vieja dama y el jardín de la dama joven. Cuando él pregunta quiénes eran, nadie se acuerda; la vieja dama y la joven dama hace mucho que son polvo, nada las diferencia ya. Él recuerda su sueño: la novia hecha de raíces, la novia compuesta de mantillo.
Lee. Escribe. Algo atrae su atención. Se levanta y mira por la ventana los senderos de abajo. Los paños son pequeños y hay en el cristal una burbuja, así que ha de estirar el cuello para tener una vista adecuada. Piensa: «Podría mandar a mis vidrieros aquí, para ayudar a los Seymour a tener una idea más clara del mundo». Tiene un equipo de holandeses que trabajan para él en sus propiedades. Trabajaron antes para el cardenal.
Enrique y Jane pasean por abajo. Enrique es una figura enorme y Jane es como una muñequita con articulaciones, su cabeza no llega a los hombros del rey. Enrique, un hombre ancho, un hombre alto, domina cualquier habitación en la que esté. Lo haría aunque Dios no le hubiese otorgado el don de la realeza.
Ahora Jane está detrás de un seto. Enrique cabecea hacia ella; le está hablando; está convenciéndola de algo, y él, Cromwell, observa, rascándose la barbilla: ¿se le está haciendo al rey la cabeza más grande? ¿Es eso posible en la mediana edad?
Hans lo habrá notado, piensa, le preguntaré cuando vuelva a Londres. Lo más probable es que me equivoque; probablemente sea sólo el cristal.
Aparecen nubes. Una lluvia intensa golpea el paño de cristal; parpadea; la gota se ensancha, resbala por los cristales. Jane se asoma a su campo de visión. Henry tiene asida firmemente en su brazo la mano de ella y la atrapa con su otra mano. Puede ver la boca del rey, moviéndose aún.
Vuelve a su asiento. Lee que los constructores que trabajan en las fortificaciones de Calais han posado las herramientas y están exigiendo seis peniques al día. Que su nuevo abrigo de terciopelo verde llegará a Wiltshire con el próximo correo. Que un cardenal de los Médici ha sido envenenado por su propio hermano. Bosteza. Lee que los acaparadores de la isla de Thanet están subiendo deliberadamente el precio del grano. Personalmente, ahorcaría a los acaparadores, pero el jefe de ellos podría ser algún pequeño lord que esté fomentando el hambre para obtener un buen provecho, así que tienes que andar con ojo y mirar dónde pisas. Hace dos años, en Southwark, siete londinenses murieron pisoteados luchando por una ración en un reparto de pan. Es una vergüenza para Inglaterra que los súbditos del rey tengan que pasar hambre. Toma la pluma y escribe una nota.
Muy pronto (ésta no es una casa grande, puedes oírlo todo), una puerta abajo y la voz del rey y un murmullo suave y solícito alrededor de él…, ¿los pies mojados, Majestad? Los pasos ruidosos de Enrique aproximándose, pero parece que Jane se ha esfumado sin un sonido. Seguro que su madre y sus hermanas la han llevado aparte, para que les cuente todo lo que le dijo el rey.
Cuando Enrique llega detrás de él, echa hacia atrás la silla para levantarse. Enrique hace un gesto con la mano: continuad. «Majestad, los moscovitas se han apoderado de trescientas millas de territorio polaco. Dicen que han muerto cincuenta mil hombres».
—Oh… —dice Enrique.
—Espero que respeten las bibliotecas. A la gente docta. Hay mucha gente docta magnífica en Polonia.
—¿Sí? Yo también lo espero.
Vuelve a sus despachos. Peste en los pueblos y en las ciudades…, el rey está siempre muy temeroso de las infecciones… Cartas de soberanos extranjeros, que quieren saber si es cierto que Enrique está pensando en cortarles la cabeza a todos sus obispos. Desde luego que no, comenta, ahora tenemos obispos excelentes, todos ellos conformes con los deseos del rey, todos lo reconocen como jefe de la Iglesia de Inglaterra; además, ¡qué pregunta tan descortés! ¿Cómo se atreven a insinuar que el rey de Inglaterra debería explicarse ante una potencia extranjera? ¿Cómo se atreven a impugnar su juicio soberano? El obispo Fisher, ciertamente, está muerto, y Thomas Moro, pero el trato que les dispensó Enrique, antes de que le forzaran a tomar medidas extremas, fue hasta demasiado suave; si no hubiesen mostrado una obstinación traidora, estarían ahora vivos, vivos como vos y como yo.
Ha escrito muchísimas cartas como éstas, desde julio. No consigue parecer demasiado convincente, ni siquiera a sí mismo se lo parece; se da cuenta de que repite las mismas cosas, en vez de ampliar la argumentación hacia un nuevo territorio. Necesita nuevas frases… Enrique pasea detrás de él.
—Majestad, el embajador imperial Chapuys pregunta si puede ir a visitar a vuestra hija, lady María.
—No —dice Enrique.
Escribe a Chapuys: «
Esperad, sólo esperad, hasta que yo regrese a Londres, entonces todo se arreglará
»…
Ni una palabra del rey: sólo su respiración, sus pasos, el crujido de un armario cuando se apoya en él.
—Majestad, parece que el alcalde de Londres apenas sale de casa, está aquejado de migraña.
—¿Sí? —dice Enrique.
—Están sangrándole. ¿Es lo que Vuestra Majestad aconsejaría?
Una pausa. Enrique se centra en él, con cierto esfuerzo.
—¿Sangrándole? Perdonad, ¿para qué?
Esto es extraño. Por mucho que aborrezca las noticias de la peste, a Enrique siempre le gusta enterarse de los pequeños males de otras personas. Confiesa un moqueo o un cólico, y es capaz de preparar una poción de hierbas con sus propias manos y plantarse delante de ti para ver cómo la bebes.
Él posa la pluma. Se vuelve a mirar a su rey a la cara. Es evidente que el pensamiento de Enrique está otra vez en el jardín. El rey tiene una expresión que él ha visto antes, aunque en un animal, más que en un hombre. Parece anonadado, como el ternero al que el carnicero ha asestado un golpe en la cabeza.
Va a ser la última noche en Wolf Hall. Baja muy temprano, los brazos llenos de papeles. Alguien se ha levantado antes que él. Inmóvil en el gran vestíbulo, una pálida presencia a la luz lechosa, está Jane Seymour vestida con sus tiesas galas. No vuelve la cabeza para mirarle, pero le ve por el rabillo del ojo.
Si ha tenido algún sentimiento hacia ella, no es capaz de hallar ahora rastros de él. Los meses corren, alejándose de uno como un remolino de hojas otoñales que rueda y se desliza hacia el invierno; el verano se ha ido, la hija de Thomas Moro ha recogido su cabeza del puente de Londres y la conserva, en un plato o un cuenco, Dios sabe, y le reza sus oraciones. Él no es el mismo hombre que era el año anterior, y no reconoce los sentimientos de ese hombre que fue; está empezando de nuevo, siempre ideas nuevas, sentimientos nuevos. Jane, empieza a decir, seríais capaz de dejar vuestro mejor vestido, os gustaría que nos viésemos en el camino…
Jane mira al frente, como un centinela. Las nubes se han ido durante la noche. Tal vez tengamos un día mejor. El sol matutino acaricia los campos, con un tono rosado. Se esfuman los vapores de la noche. Nadan las formas de árboles en su individualidad. La casa despierta. Caballos no estabulados corretean y relinchan. Suena un portazo atrás. Crujen sobre ellos pisadas. Jane apenas parece respirar. Ningún ascenso y descenso perceptibles en ese pecho liso. Él siente que debería volver sobre sus pasos, retirarse, desvanecerse en la noche otra vez y dejarla allí en el momento que ella ocupa: mirando a Inglaterra.
Cuervos
Londres y Kimbolton, otoño de 1535
¡Stephen Gardiner! Que entra cuando sale él, y se dirige hacia la cámara del rey, un folio bajo un brazo, el otro azotando el aire. Gardiner, obispo de Winchester: explotando como una tormenta de rayos y truenos, cuando por una vez tenemos un día magnífico.
Cuando Stephen entra en una habitación, los muebles se encogen huyendo de él. Los sillones se echan hacia atrás. Las sillas de tijera se aplastan como perras orinando. Las imágenes bíblicas lanudas de los tapices del rey alzan las manos para taparse los oídos.
En la corte podrías esperarle. Preverle. Pero ¿aquí? ¿Mientras estamos aún cazando por el campo y (en teoría) descansando a nuestro gusto?
—Es un placer, mi señor obispo —le dice—. Se me alegra el corazón al veros con tan buen aspecto. La corte seguirá hasta Winchester en breve, y yo no contaba con disfrutar de vuestra compañía antes de eso.
—He sabido, pues, anticiparme a vuestra maniobra, Cromwell.
—¿Estamos en guerra?
«Sabéis que lo estamos», dice la expresión del obispo.
—Fuisteis vos el que me desterrasteis.
—¿Yo? Jamás lo he considerado así, Stephen. Os echo de menos todos los días. Nada de desterrado, además. Enviado al campo.
Gardiner se lame los labios.
—Veréis a lo que he dedicado mi tiempo en el campo…
Cuando perdió el cargo de secretario de Estado (porque se lo quitó él, Cromwell), el obispo había tenido la impresión de que podría ser aconsejable un periodo en su propia diócesis de Winchester, pues se había interpuesto demasiadas veces entre el rey y su segunda esposa. Tal como lo había expuesto él: «Mi señor de Winchester, para que no pueda haber ninguna duda sobre vuestra lealtad sería muy oportuna una declaración sobre la soberanía del rey. Una declaración firme de que es él la cabeza de la Iglesia inglesa y de que, de acuerdo con la ley, siempre lo ha sido. Una declaración, formulada con firmeza, de que el papa es un príncipe extranjero que carece aquí de jurisdicción. Un sermón escrito, quizá, o una carta abierta. Para descartar cualquier ambigüedad sobre vuestras opiniones. Que pueda servir de guía a otros eclesiásticos, y disuadir al embajador Chapuys de la idea de que os habéis dejado comprar por el emperador. Debería ser una declaración dirigida a toda la Cristiandad. Bien mirado, ¿por qué no volvéis a vuestra diócesis y escribís un libro?».
Ahora aquí está Gardiner, toqueteando un manuscrito como si se tratase de la mejilla de un bebé rellenito.
—Al rey le gustará leer esto. Lo he titulado
De la verdadera obediencia
.
—Haríais mejor dejándomelo a mí antes de que vaya al impresor.
—Os lo expondrá el propio rey. Muestra por qué los juramentos de fidelidad al papado no tienen ningún efecto, mientras que nuestro juramento al rey, como cabeza de la Iglesia, es válido. Destaca con la mayor firmeza que la autoridad de un rey es divina y desciende hasta él directamente de Dios.
—Y no del papa.
—En modo alguno; desciende de Dios sin intermediario, y no fluye hacia arriba desde sus súbditos, como vos le dijisteis en una ocasión.
—¿Eso hice? ¿Fluye hacia arriba? Parecería haber ahí una dificultad.
—Le llevasteis un libro sobre eso al rey, el libro de Marsiglio de Padua, sus cuarenta y dos artículos. El rey dice que lo machacasteis con ellos hasta levantarle dolor de cabeza.
—Debería haber abreviado el asunto —dice él, sonriendo—. En la práctica, Stephen, hacia arriba, hacia abajo…, poco importa eso. «Donde está la palabra de un rey hay poder, y ¿quién puede decirle qué hacéis?»
—Enrique no es un tirano —dice Gardiner, muy serio—. Rechazo cualquier idea de que su régimen no tenga bases legítimas. Si yo fuese rey, desearía que mi autoridad estuviese totalmente legitimada, que gozase de un respeto universal y que, si se pusiese en duda, se defendiese con toda firmeza. ¿No desearíais vos lo mismo?
—Si yo fuese rey…
Iba a decir: «Si yo fuese rey os defenestraría».
Gardiner dice:
—¿Por qué miráis tanto por la ventana?
Él sonríe con aire ausente.
—Me pregunto qué diría Thomas Moro de vuestro libro.
—Oh, le desagradaría mucho, pero su opinión me importa un rábano —dice el obispo cordialmente—, puesto que su cerebro se lo comieron los milanos y su cráneo se ha convertido en una reliquia que su hija adora de rodillas. ¿Por qué la dejasteis llevarse su cabeza del Puente de Londres?
—Ya me conocéis, Stephen. El fluido de la benevolencia corre a través de mis venas y a veces se derrama. Pero, mirad, si estáis tan orgulloso de vuestro libro, tal vez deberíais pasar más tiempo escribiendo en el campo, ¿no os parece?
Gardiner frunce el ceño.
—Deberíais escribir un libro vos mismo. Eso sería algo digno de verse. Con vuestro latín macarrónico y vuestro poquito de griego.
—Yo lo escribiría en inglés —dice él—. Un idioma bueno para toda clase de cuestiones. Entrad, Stephen, no hagáis esperar al rey. Le encontraréis de buen humor. Está con él hoy Harry Norris, Francis Weston.
—Oh, ese petimetre charlatán —dice Stephen. Hace ademán de darle una bofetada—. Gracias por vuestra información.
¿Siente la bofetada el yo fantasma de Weston? De las habitaciones de Enrique llega una ráfaga de risas.
El buen tiempo no duró mucho después de su estancia en Wolf Hall. Apenas dejaron el bosque de Savernake los envolvió una niebla húmeda. En Inglaterra llueve desde hace, más o menos, una década y la cosecha será pobre de nuevo. Se prevé que el precio del trigo llegue hasta veinte chelines el cuarto. Así que ¿qué hará este invierno el trabajador, el hombre que gana cinco o seis peniques al día? Los especuladores han actuado ya, no sólo en la isla de Thanet, sino en todas partes. Sus hombres les siguen los pasos.