Se siente ya el otoño. Sabes que no habrá muchos más días como éstos; quedémonos pues así, los caballerizos de Wolf Hall hormigueando a nuestro alrededor, Wiltshire y los condados del oeste extendiéndose en una bruma de azul; quedémonos así, con la mano del rey en el hombro, la expresión vehemente de Enrique mientras recorre hablando el paisaje del día, los verdes sotos, las rápidas corrientes y los alisos de la orilla, la niebla temprana que se alzó a las nueve; el breve chaparrón, el viento suave que amainó y se asentó; la quietud, el calor de la tarde.
—¿Cómo es que vos no os habéis quemado, señor? —pregunta Rafe Sadler. Pelirrojo como el rey, se ha vuelto de un rosa pecoso y moteado y hasta parece tener llagados los ojos. Él, Thomas Cromwell, se encoge de hombros; le echa un brazo por encima de los hombros a Rafe mientras se encaminan al interior de la casa. Recorrió toda Italia (tanto el campo de batalla como la sombreada palestra de la contaduría) sin perder la palidez londinense. Su infancia rufianesca, los tiempos del río, los de los campos: le dejaron tan blanco como le hizo Dios.
—Cromwell tienen una piel de lirio —proclama el rey—. El único detalle en que se parece a ésa o a cualquier otra flor.
Se encaminan a cenar bromeando con él.
El rey había dejado Whitehall la semana de la muerte de Thomas Moro, una semana de julio desdichada de lluvia constante en que las huellas de los cascos de los caballos del séquito regio se hundían profundamente en el barro mientras seguían su camino hasta Windsor. Han hecho luego un recorrido de los condados del oeste; los ayudantes de Cromwell, tras cumplimentar los asuntos del rey en Londres, se reúnen con el séquito a mediados de agosto. El rey y sus acompañantes duermen seguros en casas nuevas de ladrillo rosado, en casas viejas cuyas fortificaciones se han desmoronado o han sido derribadas, y en castillos fantásticos como de juguete, castillos de imposible fortificación, con muros que una bala de cañón atravesaría como si fuesen de papel. Inglaterra ha disfrutado de cincuenta años de paz. Ése es el pacto de los Tudor; lo que ellos ofrecen es paz. Todos se esfuerzan por mostrar al rey su mejor aspecto, y hemos visto estas últimas semanas enyesados rápidos fruto del pánico, trabajos de mampostería precipitados, en que los anfitriones se apresuran a desplegar la rosa de los Tudor al lado de sus propias divisas. Buscan y borran cualquier rastro de Catalina, la reina que fue, destrozan a martillazos las granadas de Aragón, sus segmentos fragmentados y sus aplastadas semillas diseminadas. En vez de eso (si no da tiempo a tallar) se pinta toscamente encima de los blasones el halcón de Ana Bolena.
Hans se ha unido a ellos en la excursión, y ha hecho un dibujo de Ana, la reina, pero a ella no le complació; ¿cómo se la puede complacer en estos días? Ha dibujado a Rafe Sadler, con su limpia barbita y su boca firme, su sombrero a la moda, con un disco emplumado en precario equilibrio sobre la cabeza trasquilada.
—Me hicisteis la nariz muy chata, señor Holbein —dice Rafe.
Y Hans dice:
—¿Y pensáis, señor Sadler, que voy a tener yo el poder de arreglar esa nariz vuestra?
—Se la rompió de niño —dice él— en las justas. Yo mismo le recogí de debajo de las patas del caballo, hecho una lástima, llorando y llamando a su madre. —Aprieta el hombro del muchacho—. Vamos, Rafe, anímate. Yo creo que estás muy guapo. Acuérdate de lo que Hans me hizo a mí.
Thomas Cromwell tiene ahora unos cincuenta años. El cuerpo de un trabajador, fornido, útil, con tendencia a engordar. El cabello, negro, le empieza a encanecer, y debido a su piel pálida e impermeable, que parece hecha para soportar la lluvia además del sol, la gente dice, burlándose, que su padre era irlandés, aunque en realidad era un cervecero y herrero de Putney, y también tundidor, un hombre que sabía hacer de todo, amigo de pendencias y peleas, un hombre al que llevaban a rastras a menudo ante los jueces por pegarle a alguien, por engañar a alguien. Cómo el hijo de un hombre así ha alcanzado su eminencia actual es algo que toda Europa se pregunta. Unos dicen que subió con los Bolena, la familia de la reina. Otros que fue sólo a través del difunto cardenal Wolsey, su patrón; Cromwell gozó de su confianza e hizo dinero para él y conoció sus secretos. Otros dicen que frecuenta la compañía de hechiceros. Estuvo fuera del reino desde la niñez, fue soldado mercenario, mercader de lana, banquero. Nadie sabe dónde ha estado y a quién ha conocido, y él no tiene ninguna prisa por contarlo. Se entrega siempre sin reserva al servicio del rey, conoce su valor y sus méritos, y se asegura de que se vean recompensados: cargos, emolumentos y títulos de propiedad, mansiones rurales y granjas. Sabe conseguir lo que quiere, tiene un método; hechizará a un hombre o le sobornará, le persuadirá con lisonjas o le amenazará, le explicará cuáles son sus verdaderos intereses, y presentará a ese mismo hombre aspectos suyos que él ignoraba que existiesen. El señor secretario trata todos los días con grandes que, si pudiesen, le aplastarían con un revés vindicativo, lo mismo que a una mosca. Sabedor de esto, se distingue por su cortesía, su sosiego y su dedicación infatigable a los asuntos de Inglaterra. No tiene la costumbre de explicarse. Ni la de comentar sus éxitos. Pero siempre que la buena suerte le ha visitado, estaba allí, esperando en el umbral, dispuesto a abrir la puerta a su tímido golpe en la madera.
En casa, en su hogar de Austin Friars, en la ciudad, su retrato cavila colgado en la pared; está envuelto en lana y piel, la mano cerrada alrededor de un documento, como si lo estuviese estrangulando. Hans había empujado una mesa detrás para tenerle atrapado y había dicho: «Thomas, no debes reírte»; y habían operado sobre esa base, Hans tarareando mientras trabajaba y él mirando ferozmente a la media distancia. Cuando vio el retrato terminado dijo: «Dios mío, parezco un asesino»; y su hijo Gregory dijo: «¿No lo sabías?». Se han hecho copias para sus amistades, y para sus admiradores entre los evangélicos de Alemania. No se separará ya del original (no ahora que ha conseguido acostumbrarse a él, dice) y sucede así que entra en su vestíbulo y se encuentra con versiones de sí mismo en varias etapas de elaboración: un perfil esbozado, coloreado parcialmente. ¿Por dónde empezar con Cromwell? Los hay que empiezan por sus ojillos penetrantes, hay quien lo hace por el sombrero. Los hay que eluden el problema y pintan su sello y sus tijeras, otros eligen el anillo de turquesa que le dio el cardenal. Empiecen donde empiecen, el impacto final es el mismo: si tuviese un agravio contra ti, no te gustaría encontrarte con él una noche sin luna. Su padre Walter solía decir: «Mi chico, Thomas, mírale mal una vez y te sacará los ojos. Si le pones una zancadilla, te cortará una pierna. Pero, si no te interpones en su camino, es muy caballeroso. Y le pagará un trago a cualquiera».
Hans ha dibujado al rey, benigno, en sedas estivales, sentado después de cenar con sus anfitriones, las ventanas abiertas a los últimos cantos de los pájaros, las primeras velas llegando con las frutas escarchadas. En cada etapa de su recorrido, Enrique para en la casa principal, con la reina Ana. Su séquito duerme abajo, con la nobleza local. Es una cortesía usual que los anfitriones del rey, una vez al menos durante la visita, agasajen a estos invitados que lo acompañan, lo que introduce tensión en el orden doméstico. Él ha contado los carros de aprovisionamiento que llegan; ha visto las cocinas sumidas en un torbellino y ha estado abajo en esa hora gris verdosa de antes de amanecer, cuando se friegan los hornos de ladrillo, dejándolos listos para la primera tanda de hogazas, y se clavan en los espetones las piezas abiertas en canal, se asientan las ollas en las trébedes, se despluma y despieza la volatería. Su tío era cocinero de un arzobispo, y él andaba de niño por las cocinas de Lambeth Palace; conoce todos los entresijos del asunto y no se puede dejar nada al azar tratándose del bienestar del rey.
Estos días son perfectos. La luz clara y serena resalta cada baya que brilla en los setos. Cada hoja de árbol cuelga, con el sol detrás, como una pera dorada. Cabalgando hacia el oeste en plena canícula, nos hemos sumergido en selváticos cotos y hemos coronado las campas, accediendo a ese terreno alto donde, incluso con dos condados de por medio, puedes percibir la presencia cambiante del mar. En esta parte de Inglaterra dejaron sus terraplenes, sus túmulos y sus piedras enhiestas nuestros antepasados los gigantes. Aún tenemos, todos los ingleses y todas las inglesas, unas gotas de sangre de gigante en las venas. En aquellos tiempos antiguos, en una tierra no expoliada por las ovejas ni por el arado, ellos cazaban el jabalí y el alce. El bosque se extendía ante uno durante días y días. A veces se desentierran armas antiguas: hachas que, manejadas a dos manos, podían cortar de arriba abajo caballo y jinete. Piensa en los grandes miembros de aquellos muertos, que se agitan aún bajo la tierra. Eran guerreros por naturaleza, y la guerra está dispuesta siempre a volver otra vez. No es sólo en el pasado cuando cabalgas por estos campos. Piensas en lo que está latente en la tierra, en lo que está engendrando; son los tiempos que vienen, las guerras no libradas aún, las heridas y muertes que, como semillas, la tierra de Inglaterra mantiene calientes. Uno pensaría, mirando a Enrique cuando se ríe, mirando a Enrique cuando reza, mirándole conducir a sus hombres a través del sendero del bosque, que se asienta en su trono tan seguro como se asienta en su caballo. Las miradas pueden engañar. De noche, yace despierto; mirando fijamente las vigas talladas del techo; enumera sus días. Dice: «Cromwell, Cromwell, ¿qué haré? Cromwell, líbrame del emperador. Cromwell, líbrame del papa». Luego llama a su arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, y exige saber: «¿Está mi alma condenada?».
El embajador del emperador, Eustache Chapuys, espera diariamente en Londres la noticia de que el pueblo de Inglaterra se ha levantado contra su rey, impío y cruel. Es una noticia que desea encarecidamente oír, y que dedicaría trabajo y buen dinero a conseguir que se hiciese verdad. Su señor, el emperador Carlos, es el soberano de los Países Bajos así como de España y sus tierras del otro lado del mar; Carlos es rico y, de vez en cuando, se enfurece porque Enrique Tudor se ha atrevido a dejar a un lado a su tía, Catalina, para casarse con una mujer a la que el pueblo, en las calles, llama «la puta de ojos saltones». Chapuys está exhortando a su señor en despachos urgentes a invadir Inglaterra, a unirse con los rebeldes, pretendientes y descontentos del reino, y a conquistar esta isla impía cuyo rey, por una decisión del Parlamento, ha aprobado su propio divorcio y se ha declarado a sí mismo Dios. El papa no se toma nada bien que se burlen de él en Inglaterra y le llamen simplemente «obispo de Roma», que le corten sus ingresos y los canalicen hacia los cofres de Enrique. Una bula de excomunión, redactada pero no promulgada aún, se cierne sobre Enrique, lo que lo convertiría en un descastado entre los reyes cristianos de Europa, a los que se invita, de hecho, se anima, a cruzar el Canal o la frontera escocesa y apoderarse de cualquier cosa suya. Tal vez acabe viniendo el emperador. Tal vez venga el rey de Francia. Tal vez vengan juntos. Sería grato poder decir que estamos preparados para hacerles frente, pero la realidad es de otro modo. En caso de una incursión armada tendremos que desenterrar los huesos de los gigantes para atizarles en la cabeza con ellos, porque andamos escasos de suministros de guerra, escasos de pólvora, escasos de acero. Eso no es culpa de Thomas Cromwell; como dice Chapuys, sonriendo, el reino de Enrique estaría en mucha mejor situación si se hubiese puesto a Cromwell al cargo hace cinco años.
Si quisieses defender Inglaterra, y él querría (pues saldría a combatir también, espada en mano), deberías saber lo que es Inglaterra. En el calor de agosto, se ha detenido con la cabeza descubierta junto a las tumbas talladas de los antepasados, hombres con armaduras
cap à pie
de placas y eslabones, las manos cubiertas con guanteletes unidas y apoyadas en las sobrecotas, los pies cubiertos de malla reposando sobre lebreles, grifos y leones de piedra: hombres de piedra, hombres de acero, sus blandas esposas encajonadas a su lado como caracoles en sus conchas. Creemos que el tiempo no puede tocar a los muertos, pero toca sus tumbas, dejándolos chatos y con muñones por dedos por los accidentes y la atrición del tiempo. Un pequeño pie desmembrado (como de un querubín genuflexo) emerge de una extensión de cortinaje; la punta de un pulgar cortado yace sobre un cojín tallado. «Debemos reparar a nuestros antepasados el año que viene», dicen los lores de los condados del oeste: pero sus escudos y soportes, sus blasones y tenantes se mantienen siempre recién pintados, y cuando hablan embellecen las proezas de sus ancestros, explican quiénes fueron y lo que tenían: «Las armas que mi antepasado llevó en Agincourt, la copa que Juan de Gante donó a mi antepasado con su propia mano». Si en las últimas guerras de York y Lancaster, sus padres y abuelos eligieron el bando equivocado, no hablan de ello. Una generación después, los errores deben ser perdonados, las reputaciones rehechas; de otro modo Inglaterra no podría seguir adelante, se mantendría girando en espiral hacia atrás, en el sucio pasado.
Él, por supuesto, no tiene ningún antepasado: no del género de esos de los que te puedes enorgullecer. Hubo una vez una familia noble llamada Cromwell, y cuando él entró al servicio del rey los heraldos le instaron a que, para guardar las apariencias, adoptase su escudo de armas. «Pero yo no soy noble —dijo educadamente—, y no quiero blasones». Había huido de los puños de su padre cuando no tenía más de quince años; había cruzado el Canal, servido en el ejército del rey francés. Llevaba luchando desde que había aprendido a andar; y si vas a luchar, ¿no es mejor que te paguen por ello? Hay oficios más lucrativos que el de soldado, y los descubrió. Así que decidió no apresurarse a volver a casa.
Y ahora, cuando sus anfitriones con título quieren consejo sobre el emplazamiento de una fuente, o un grupo de las Tres Gracias bailando, el rey les dice: «Cromwell es vuestro hombre, él ha visto cómo hacen las cosas en Italia», y lo que hará para ellos lo hará para Wiltshire. A veces el rey abandona un lugar sólo con los jinetes de su séquito, y la reina queda atrás con sus damas y músicos, mientras Enrique y unos pocos escogidos recorren el país cazando, afanosos. Y así es como llegan a Wolf Hall, donde el viejo sir John Seymour está esperando para darles la bienvenida, en medio de su floreciente familia.