Rafe enarca las cejas.
—¿Es eso lo que os enseña Fitz?
Los muchachos se ríen.
—Es verdad —dice él—. Eso es lo que debe hacer un embajador. Así que tengo la esperanza de que Chapuys no os esté corrompiendo, Gregory… Si yo tuviera esposa, andaría pasándole sonetos a escondidas, estoy seguro, y trayendo huesos para mis perros. En fin… Chapuys, es una compañía agradable, la verdad. No es como Stephen Gardiner. Pero la verdad es, Gregory, que necesitamos un embajador firme con los franceses, un hombre lleno de ira y de resentimiento. Y Stephen ya ha estado antes entre ellos, y ha ganado crédito. Los franceses son hipócritas, fingen una falsa amistad y demandan dinero como pago. Mira —dice, dispuesto a educar él mismo a su hijo—, en este momento preciso los franceses tienen un plan para arrebatar el ducado de Milán al emperador, y quieren que nosotros los subsidiemos. Y nosotros debemos acomodarnos a ellos, o parecer hacerlo, por miedo a que cambien de dirección y se unan al emperador y nos aplasten. Así que cuando llegue el día en que digan: «Entregadnos el oro que habéis prometido», necesitamos ese tipo de embajador, alguien como Stephen, que aborde el asunto sin ningún rubor y diga: «Ah, el oro. Podéis tomarlo de lo que ya le debéis al rey Enrique». El rey Francisco escupirá fuego, pero nosotros en cierto modo cumpliremos así con la palabra dada. ¿Comprendes? Reservamos a nuestros más fieros campeones para la corte francesa. Recuerda que mi señor Norfolk fue durante un tiempo embajador allí.
Gregory baja la cabeza.
—Cualquier extranjero temería a Norfolk.
—Y también cualquier inglés. Con buenas razones. Aunque el duque es como uno de esos cañones gigantes que tienen los turcos. El disparo es terrible, pero necesita tres horas para enfriarse y poder disparar de nuevo. Mientras que el obispo Gardiner puede disparar a intervalos de diez minutos, desde la mañana hasta la noche.
—Pero, señor —exclama Gregory—, si les prometemos dinero y no se lo entregamos, ¿qué harán ellos?
—Por entonces, espero, seremos de nuevo firmes amigos del emperador —suspira—. Es un viejo juego y parece que debemos seguir jugándolo, hasta que se me ocurra algo mejor, o se le ocurra al rey. ¿Habéis oído hablar de la reciente victoria del emperador en Túnez?
—Todo el mundo habla de ello —dice Gregory—. Todos los caballeros cristianos desearían haber estado allí.
Él se encoge de hombros.
—El tiempo dirá lo gloriosa que es esa victoria. Barbarroja encontrará pronto otra base para sus piraterías. Pero con esa victoria a la espalda y el turco tranquilo de momento, el emperador puede volverse hacia nosotros e invadir nuestras costas.
—Pero ¿y cómo le paramos? —Gregory parece desesperado—. ¿No deberíamos tener otra vez a la reina Catalina?
Llamadme se ríe.
—Gregory empieza a percibir las dificultades de nuestro oficio, señor.
—Me gustaba más cuando hablábamos de la reina actual —dice Gregory bajando la voz—. Y fui yo el que comentó que estaba más gorda.
Llamadme dice amablemente:
—No debería haberme reído. Tienes toda la razón, Gregory. Todos nuestros trabajos, nuestras estratagemas, toda nuestra sabiduría, tanto la adquirida como la fingida; las estratagemas del Estado, los pronunciamientos de los letrados, las maldiciones de los eclesiásticos y las graves resoluciones de los jueces, sagrados y seculares, todas y cada una pueden ser derrotadas por el cuerpo de una mujer, ¿no es así? Dios debería haber hecho sus vientres transparentes y nos habría ahorrado así la esperanza y el temor. Pero tal vez lo que crece allí dentro tenga que crecer en la oscuridad.
—Dicen que Catalina está enferma —comenta Richard Riche—. Me pregunto qué pasaría en el mundo si muriera en este año.
Pero mirad: ¡llevamos demasiado tiempo sentados aquí! Levantémonos y salgamos a los jardines de Austin Friars, orgullo del señor secretario; él quiere las plantas que vio florecer en el extranjero, quiere fruta mejor, así que importuna a los embajadores para que le envíen brotes y esquejes por la valija diplomática. Los jóvenes y despiertos empleados están atentos, listos para descubrir la trampa, y todo lo que sale es un cepellón, palpitando aún con vida después de un viaje a través de los estrechos de Dover.
Él quiere que las cosas tiernas vivan, que los jóvenes medren. Así que ha construido una pista de tenis, un regalo para Richard y Gregory y todos los jóvenes de su casa. Hasta él podría jugar…, si pudiese jugar con un ciego, dice, o un adversario al que le faltase una pierna. Gran parte de ese juego es táctica; le fallan ya los pies, ha de confiar en la astucia más que en la ligereza. Pero está orgulloso de su constitución y contento de permitirse el gasto. Ha consultado recientemente con los servidores del rey encargados del tenis en Hampton Court y ajustó las medidas a las preferencias de Enrique. El rey ha estado comiendo en Austin Friars, así que no es imposible que un día pueda venir para jugar una tarde en la pista.
En Italia, cuando servía en la casa de los Frescobaldi, en el calor del final de la tarde los muchachos salían y jugaban partidos en la calle. Era una especie de tenis, un
jeu de paume
, sin raquetas, sólo con la mano; se zarandeaban y se empujaban y gritaban, lanzando la pelota a las paredes y haciéndola correr por la toldilla de una sastrería, hasta que salía el sastre y los reñía: «Si no respetáis mi toldo, muchachos, os cortaré los cojones con las tijeras y los colgaré de la puerta con un lazo». Ellos decían: «Perdón, maestro, perdón», y se iban calle abajo y jugaban más callados en un patio trasero. Pero media hora después volvían, y él aún puede oírlo en sus sueños: el golpe de la tosca costura de la pelota golpeando en el metal, deslizándose en el aire; puede sentir el golpe del cuero contra su palma. En aquellos tiempos, aunque soportaba la tensión de una vieja herida, procuraba eliminar la rigidez corriendo; esa herida la había recibido el año anterior, cuando estaba con el ejército francés, en Garellano. Los
garzoni
decían: «Oye, Tomasso, cómo fue que te hirieron ahí, en la parte de atrás de la pierna, ¿acaso escapabas?». Él decía: «Madre de Dios, sí: sólo me pagaban lo suficiente para escapar corriendo. Si queréis que les haga frente, tenéis que pagarme más».
Después de aquella matanza, los franceses se dispersaron, y por aquel entonces él era francés; era el rey de Francia quien le pagaba. Primero había gateado, luego había seguido cojeando, él y sus camaradas arrastraban sus cuerpos maltrechos todo lo deprisa que podían, huyendo de los victoriosos españoles, intentando llegar a un terreno que no estuviese empapado de sangre; eran fieros arqueros galeses, renegados suizos y unos cuantos muchachos ingleses como él, más o menos desconcertados y sin blanca todos ellos, agrupando sus ingenios en las postrimerías de la desbandada, planeando un curso que seguir, cambiando de nación y de nombre según las necesidades, arrastrados por la corriente hacia las ciudades del norte, buscando la batalla siguiente o algún oficio más seguro.
En la entrada de atrás de una casa grande, un mayordomo le había preguntado:
—¿Francés?
—Inglés.
El hombre había puesto los ojos en blanco.
—¿Y qué sabes hacer tú?
—Sé luchar.
—Es evidente que no muy bien.
—Sé cocinar.
—No nos hace ninguna falta tu bárbara cocina.
—Sé llevar cuentas.
—Esto es una banca. Estamos bien abastecidos.
—Decidme qué queréis que haga. Puedo hacerlo —alardeó como un italiano.
—Queremos un trabajador. ¿Cómo te llamas?
—Hércules.
El hombre no puede evitar la risa.
—Entra, Ercole.
Ercole entra cojeando, cruza el umbral. El hombre trajina por allí, en sus tareas. Él se sienta en un escalón, casi llorando de dolor. Mira a su alrededor. Todo lo que tiene es ese suelo. Ese suelo es su mundo. Está hambriento, está sediento, está a más de setecientas millas de su casa. Pero ese suelo puede mejorarse. «¡Jesús, María y José! —grita—. ¡Agua! ¡Un cubo!
Allez, allez
!»
Venga. Venga, rápido. Llega un balde. Mejora ese suelo. Mejora la casa. No sin resistencia. Empiezan por echarle de la cocina, donde como extranjero es mal recibido, y donde con los cuchillos, los espetones y el agua hirviendo hay tanta posibilidad de violencia. Pero él es mejor luchando de lo que pensarías: le falta estatura, le falta habilidad o destreza, pero es casi imposible derribarlo. Y le ayuda la fama de pendencieros y saqueadores y violadores y ladrones de sus compatriotas, temidos en toda Europa. Al no poder insultar a sus colegas en su idioma, utiliza el dialecto de Putney. Les enseña terribles juramentos ingleses («Por los agujeros sangrantes de los clavos de Cristo») que ellos pueden utilizar para aliviar sus sentimientos a espaldas de sus amos. Cuando llega la muchacha por las mañanas, las hierbas en su cesto húmedas de rocío, ellos retroceden, la examinan y preguntan: «Bueno, cariño, ¿y cómo estás tú hoy?». Cuando alguien interrumpe una tarea complicada, ellos dicen: «Si no te largas de aquí de una puta vez herviré tu cabeza en esta olla».
No tardó en comprender que la suerte le había conducido hasta la puerta de una de las antiguas familias de la ciudad, que no sólo trataba con dinero y seda, lana y vino, sino que tenía también grandes poetas en su estirpe. Francisco Frescobaldi, el amo, acudió a la cocina a hablar con él. No compartía el prejuicio general contra los ingleses, pensaba más bien que eran afortunados; aunque, dijo, algunos de sus antepasados habían sido llevados casi a la ruina por las deudas impagadas de reyes de Inglaterra muertos hacía mucho. Sabía un poco de inglés él mismo y le dijo: siempre podemos utilizar a vuestros compatriotas, hay muchas cartas que escribir; espero que sepas escribir. Cuando él, Tomasso o Ercole, hubiese progresado en el toscano tanto que fuese capaz de expresarse y de hacer chistes, había prometido Frescobaldi, te llamaré un día para la contaduría. Te haré una prueba.
Ese día llegó. Le probaron y superó la prueba. Desde Florencia fue a Venecia, a Roma: y cuando sueña con esas ciudades, como sucede a veces, una arrogancia residual le arrastra a aquella época, un rastro del joven italiano que fue. Piensa ya sin ninguna indulgencia en su yo más joven, pero también sin ningún reproche. Siempre ha hecho lo que era necesario para sobrevivir, y si su juicio sobre lo que era necesario resultaba a veces dudoso…, en eso consiste ser joven. Actualmente acoge a hombres instruidos pobres en su casa. Hay siempre un trabajo para ellos, un entorno propicio en que pueden escribir tratados sobre el buen gobierno o hacer traducciones de los salmos. Pero acepta también jóvenes que sean rudos y salvajes, lo mismo que era él rudo y salvaje, porque sabe que, si es paciente con ellos, le serán fieles. Estima, incluso ahora, como a un padre a Frescobaldi. La costumbre anquilosa las intimidades del matrimonio, los niños se hacen feroces y rebeldes, pero un buen amo da más de lo que toma y su benevolencia te guía a través de la vida. Piensa en Wolsey. El cardenal habla a su oído interior. Dice: te vi, Crumb, cuando estabas en Elvetham rascándote las bolas al amanecer y asombrándote de la violencia de los caprichos del rey. Si él quiere una nueva esposa, consíguele una. Yo no lo hice, y estoy muerto.
La tarta de Thurston debe de haber fracasado porque no aparece esa noche en la cena, pero hay una gelatina muy buena que tiene la forma de un castillo.
—Thurston tiene licencia para poner almenas —dice Richard Cromwell, e inmediatamente se enzarza en una disputa con un italiano que se sienta al otro lado de la mesa: ¿cuál es la mejor forma para un fuerte, circular o estrellado?
El castillo está hecho con tiras de rojo y blanco, el rojo es un carmesí intenso y el blanco perfectamente claro, de manera que las paredes parecen flotar. Hay arqueros comestibles atisbando en las almenas, que lanzan flechas de caramelo. Eso hace sonreír hasta al procurador del rey.
—Ojalá mis hijas pudieran verlo.
—Enviaré los moldes a vuestra casa. Aunque un fuerte quizá no sea adecuado. ¿Un jardín de flores? —¿Qué les gusta a las niñas pequeñas? A él se le ha olvidado.
Después de cenar, si ningún mensajero aporrea en la puerta, es frecuente que robe una hora para pasarla entre sus libros. Los tiene en todas sus propiedades: en Austin Friars, en la casa de Chancery Lane, en Stepney, en Hackney. En estos tiempos hay libros sobre toda clase de asuntos. Libros que te aconsejan cómo ser un buen príncipe, o uno malo. Libros de poesía y volúmenes que te explican cómo llevar las cuentas, libros de frases para utilizar en el extranjero, libros que te explican cómo hay que hacer para conservar el pescado. Su amigo Andrew Boorde, el médico, está escribiendo un libro sobre barbas; él está en contra de ellas. Piensa en lo que dijo Gardiner: deberíais escribir un libro, vos, eso sería algo digno de verse.
Si lo hiciese, sería El Libro Llamado Enrique: cómo leerlo, cómo servirle, cómo preservarle mejor. Escribe mentalmente el preámbulo. «¿Quién podrá enumerar las cualidades, tanto públicas como privadas, de aquel que es el más bienaventurado de todos los hombres? Entre los sacerdotes, devoto; entre los soldados, valeroso; entre los doctos, instruido; entre los cortesanos, el más gentil y refinado; y todas estas cualidades las posee en tan notable grado el rey Enrique que jamás se ha visto nada parecido desde que el mundo es mundo».
Erasmo dice que se debería ensalzar a un gobernante incluso por cualidades que no posee. Porque la adulación le da que pensar. Y así podría ponerse a trabajar para obtener las cualidades de las que en ese momento carece.
Alza la vista cuando se abre la puerta. Es el muchachito galés, que entra:
—¿Queréis ya las velas, señor?
—Sí, y tanto que las quiero.
La luz tiembla, luego se asienta en la madera oscura como los discos mondados de una perla.
—¿Ves ese taburete? —dice—. Siéntate en él.
El muchacho se acomoda en el taburete. Las exigencias de la casa le habían tenido corriendo de un lado para otro desde por la mañana temprano. ¿Por qué sucede siempre que han de ser las piernas pequeñas las que tengan que salvar a las grandes? «Corre al piso de arriba y tráeme…» Te halagaba, cuando eras joven. Pensabas que eras importante, esencial en realidad. Él solía correr por Putney, haciéndole recados a Walter. Moro le engañó. Ahora le complace decir a un muchacho: tómatelo con calma, descansa.