Sus sonrientes sobrinas, casadas ya, han aflojado las cintas de sus corpiños para acomodar vientres hinchados. Las besa a las dos, sus cuerpos blandos contra el suyo, su aliento dulce, calentado por confites de jengibre de los que toman las mujeres que se hallan en su estado. Echa de menos, por un instante…, ¿qué echa de menos? La flexibilidad de unas carnes gentiles; las conversaciones inconsecuentes y distraídas de primera hora de la mañana. Tiene que ser cuidadoso en todos sus tratos con mujeres, discreto. No debería dar oportunidad a los que desean difamarle. Hasta el rey es discreto; no quiere que Europa lo llame Enrique el Fornicador. Tal vez sería mejor que mirase hacia lo inalcanzable, por ahora: la señora Seymour.
En Elvetham, Jane era como una flor, la cabeza baja, modesta como una ramita de eléboro de un verde claro. En casa de su hermano, el rey la había alabado delante de su familia: «Una doncella tierna, modesta, recatada, como hay muy pocas en estos tiempos».
Thomas Seymour, dispuesto como siempre a irrumpir en la conversación y a hablar por encima de su hermano mayor: «En cuanto a piedad y modestia, me atrevo a decir que Jane tiene pocas que la igualen».
Vio que el hermano Edward ocultaba una sonrisa. Ante sus ojos la familia de Jane ha empezado a percibir (con cierta incredulidad) de qué lado está soplando el viento. Thomas Seymour dijo:
—Yo no habría tenido el descaro, ni aunque fuese el rey no podría, de invitar a una dama como Jane a venir a mi cama. No sabría cómo empezar. ¿Acaso podríais vos? ¿Cómo podríais? Sería igual que besar una piedra. Hacerla rodar de un lado del colchón al otro, y tus partes entumeciéndose de frío.
—Un hermano no puede imaginarse a su hermana abrazada por un hombre —dice Edward Seymour—. Al menos, ningún hermano que se llame cristiano. Aunque dicen en la corte que George Bolena… —se interrumpe, frunciendo el ceño—. Y por supuesto el rey sabe cómo hacer una proposición. Cómo ofrecerse. Sabe cómo hacerlo, como un gentilhombre galante. Como no sabes tú, hermano.
Es difícil hacer callar a Tom Seymour. Él sólo sonríe.
Pero Enrique no había dicho mucho, antes de que salieran de Elvetham; se despidió cordialmente y no volvió a decir una palabra sobre la chica. Jane le había susurrado a él:
—Señor Cromwell, ¿por qué estoy yo aquí?
—Preguntad a vuestros hermanos.
—Mis hermanos dicen: preguntad a Cromwell.
—¿Así que es un absoluto misterio para vos?
—Sí. A menos que vaya a casarme al fin. ¿Voy a casarme con vos?
—Yo debo olvidar esa opción. Soy demasiado viejo para vos, Jane. Podría ser vuestro padre.
—¿Podríais? —dice Jane dubitativamente—. Bueno, cosas más extrañas han sucedido en Wolf Hall. Ni siquiera sabía que conocieseis a mi madre.
Una sonrisa fugaz y se desvanece, y él se queda mirándola marchar. Podríamos en realidad estar casados, piensa; eso mantendría mi mente ágil, preguntándome cómo podría ella malinterpretarme. ¿Lo hará a propósito?
Aunque no puedo tenerla hasta que Enrique termine con ella. Y yo juré una vez que no tomaría mujeres usadas por él…
Había pensado que quizá, había pensado, debería escribir una nota recordatoria para los jóvenes Seymour, para que tengan claro qué obsequios debería aceptar Jane y cuáles no. La regla es sencilla: joyas sí, dinero no. Y hasta que no se cierre el trato, no dejar que ella se quite ni una pieza de ropa en presencia de Enrique. Ni los guantes siquiera, aconsejará.
Hay gente mala que describe su casa como la Torre de Babel. Se dice que tiene criados de todas las naciones que existen, salvo Escocia; así que los escoceses siguen solicitando un puesto, esperanzados. Gentilhombres e incluso nobles de aquí y del extranjero le presionan para que acepte a sus hijos en la casa, y él acepta a todos los que cree que puede adiestrar. En un día cualquiera en Austin Friars, un grupo de doctos alemanes desplegarán las muchas variedades de su lengua, examinando, ceñudos, cartas de evangelistas de sus propios países. Jóvenes de Cambridge intercambian retazos de griego en la comida; son los estudiantes a los que ha ayudado, ahora vienen a ayudarle a él. A veces viene a cenar un grupo de comerciantes italianos y él charla con ellos en aquellos idiomas que aprendió cuando trabajaba para los banqueros en Florencia y Venecia. Los criados de su vecino Chapuys haraganeaban por allí, bebiendo a costa de la despensa de Cromwell, y chismorrean en español, en flamenco. Él mismo habla en francés con Chapuys, como si fuese la primera lengua del embajador, y utiliza un francés de un género más demótico con su criado Christophe, un fornido y pequeño rufián que le siguió desde Calais, y que no se separa nunca mucho de su lado; él no le deja separarse mucho de él, porque alrededor de Christophe estallan las peleas.
Éste es un verano de murmuraciones de las que hay que enterarse, y de cuentas que hay que examinar, recibos y gastos de sus casas y tierras. Pero va antes que nada a la cocina a ver a su cocinero jefe. Es ese periodo de descanso del principio de la tarde en que ya se ha retirado la comida, los espetones están limpios, el peltre fregado y guardado, hay un aroma a canela y clavo, y Thurston está solo allí de pie junto a una tabla enharinada, mirando una bola de masa como si fuese la cabeza del Bautista. Cuando una sombra le bloquea la luz.
—¡Fuera esos dedos manchados de tinta! —brama. Luego: —Oh. Sois vos, señor. Llegáis en el momento justo. Tuvimos grandes empanadas de venado preparadas para vuestra llegada, tuvimos que dárselas a vuestros amigos antes de que se estropeasen. Os las habríamos enviado, pero andabais de un sitio para otro tan deprisa.
Él muestra sus manos para la inspección.
—Perdonadme —dice Thurston—. Pero es que el joven Thomas Avery no hace más que bajar aquí en cuanto deja los libros de cuentas, y se dedica a tocar las cosas y a querer pesarlas. Luego el señor Rafe: mirad, Thurston, van a venir unos daneses, ¿qué podéis hacer vos para los daneses? Luego irrumpe aquí el señor Richard, Lutero ha enviado sus mensajeros, ¿qué clase de tartas les gustan a los alemanes?
Él da un pellizco a la masa.
—¿Esto es para los alemanes?
—Da igual lo que sea. Si queda bien, lo comeréis.
—¿Se recogieron los membrillos? Pronto habrá heladas. Puedo sentirlo ya en los huesos.
—Cualquiera que os oiga… —dice Thurston—. Parecéis vuestra abuela.
—Vos no la conocisteis. ¿O sí?
Thurston se ríe.
—¿La borracha de la parroquia?
Probablemente. ¿Qué clase de mujer podría haber amamantado a su padre, Walter Cromwell, y no recurrir a la bebida? Thurston dice, como si se le hubiese ocurrido de pronto:
—Pensad una cosa, un hombre tiene dos abuelas. ¿De qué familia era vuestra madre, señor?
—Eran norteños.
Thurston sonríe.
—Salidos de una cueva. ¿Conocéis al joven Francis Weston? ¿Ese que sirve al rey? Su gente anda diciendo que vos sois hebreo.
Él gruñe; ha oído eso antes.
—La próxima vez que estéis en la corte —le aconseja Thurston—, sacad la polla y ponedla encima de la mesa, y a ver qué dice.
—Yo eso lo hago de todas maneras —dice él—. Cuando decae la conversación.
—Procurad… —Thurston vacila—. Es verdad, señor, sois un hebreo porque prestáis dinero a interés.
Creciente, en el caso de Weston.
—En todo caso —dice; le da otro pellizco a la masa; está un poco dura, ¿no?—, ¿qué se dice de nuevo en las calles?
—Andan diciendo que la vieja reina está enferma. —Thurston espera; pero su amo ha cogido un puñado de pasas y ha empezado a comerlas—. Enferma del corazón, diría yo. Dicen que le ha echado una maldición a Ana Bolena para que no tenga un hijo. O, en caso de que lo tenga, para que no sea de Enrique. Dicen que Enrique tiene otras mujeres y que por eso Ana le persigue por su habitación con unas tijeras, gritando que lo va a capar. La reina Catalina solía cerrar los ojos como hacen las esposas, pero Ana no tiene el mismo temple y jura que le hará sufrir por ello. Así que eso sería una bonita venganza, ¿verdad? —Thurston ríe entre dientes—. Ella, para pagarle con la misma moneda, le pone los cuernos a Enrique, y pone a su bastardo en el trono.
Tienen mentes activas y murmuradoras, los londinenses: unas mentes como estercoleros.
—¿Y quién sospechan que será el padre de ese bastardo?
—¿Thomas Wyatt? —propone Thurston—. Porque es cosa sabida que antes de que fuese reina lo favorecía. O si no, su antiguo amante, Harry Percy…
—Percy está en su tierra, ¿no?
Thurston enarca las cejas.
—A ella no la detiene la distancia. Si quiere que él baje de Northumberland, no tiene más que silbar y bajará hasta aquí, rápido como el viento. Además, no es que se contente con Harry Percy. Dicen que lo hace con todos los gentilhombres de la cámara privada del rey, uno detrás de otro. No le gusta esperar, así que se ponen todos en fila, meneando el rabo, hasta que ella grita: «El siguiente».
—Y van desfilando todos —dice él—. Uno detrás de otro.
Se ríe. Se come la última pasa que le queda en la mano.
—Bienvenido a casa —dice Thurston—. A Londres, donde creemos cualquier cosa.
—Después de que fue coronada, recuerdo que reunió a todo su servicio, hombres y mujeres, y los sermoneó sobre cómo tenían que comportarse, nada de jugar, salvo con fichas; nada de lenguaje indecoroso y ni una pizca de carne a la vista. Las cosas han cambiado un poco desde entonces, estoy de acuerdo.
—Señor —dice Thurston—, os habéis manchado la manga de harina.
—Bueno, tengo que ir arriba y asistir al consejo. No dejes que la cena se retrase.
—¿Es que se retrasa alguna vez? —Thurston le sacude la harina con mimo—. ¿Es que se retrasa alguna vez?
Se trata del consejo de su casa, no del de la casa del rey; sus consejeros familiares, los jóvenes, Rafe Sadler y Richard Cromwell, rápidos y diestros con los números, rápidos para retorcer un argumento, rápidos para entender un asunto. Y también Gregory. Su hijo.
En esta sesión, los jóvenes traen sus cosas en bolsas de cuero suave y pálido, imitando a los agentes de la banca Fugger, que viajan por toda Europa e imponen la moda. Las bolsas tienen forma de corazón, de manera que a él siempre le parece como si fuesen a cortejar, pero ellos juran que no. Richard Cromwell, su sobrino, se sienta y echa una ojeada sardónica a las bolsas. Richard es como su tío, y mantiene sus cosas próximas a su persona.
—Ahí viene Llamadme Risley —dice—. Esa pluma que lleva en el sombrero es digna de verse.
Thomas Wriothesley entra, separándose de sus cuchicheantes criados; es un joven alto y guapo, la cabeza cubierta de cabello de un tono cobrizo bruñido. Una generación atrás, su familia se llamaba Writh, pero pensaron que una ampliación elegante les daría más prestigio; heraldos por oficio, estaban bien situados para la reinvención, para la transformación de antepasados vulgares en algo más caballeresco. El cambio no se produjo sin burlas; a Thomas se le conoce en Austin Friars como Llamadme Risley. Se ha dejado recientemente una barba recortada, ha tenido un hijo y aumenta en dignidad año tras año. Deja la bolsa en la mesa y se acomoda en su sitio.
—¿Qué tal, Gregory? —pregunta.
A Gregory se le ensancha de gozo la cara; admira a Llamadme y no llega a percibir el tono condescendiente.
—Oh, muy bien. He estado cazando todo el verano y ahora volveré a casa de William Fitzwilliam para unirme a su séquito, pues es un caballero próximo al rey y mi padre piensa que puedo aprender mucho con él. Fitz es bueno conmigo.
—Fitz… —Wriothesley ríe, divertido—. ¡Ay, los Cromwell!
—Bueno —dice Gregory—, él llama a mi padre Crumb
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—Os sugiero que no lo adoptéis, Wriothesley —dice él, amistosamente—. O al menos, hacedlo a espaldas mías. Aunque acabo de venir de las cocinas y eso no es nada comparado con lo que llaman a la reina.
Richard Cromwell dice:
—Son las mujeres las que no paran de revolver la olla del veneno. No les gustan las ladronas de hombres. Piensan que Ana debería ser castigada.
—Cuando nos pusimos en camino, ella era todo codos —dice Gregory, inesperadamente—. Codos, puntas y púas. Ahora parece más suave.
—Así es.
Le sorprende que el muchacho se haya dado cuenta de eso. Los hombres casados, con experiencia, buscan en Ana indicios de que engorda con la misma atención con que lo hacen con sus esposas. Hay miradas alrededor de la mesa.
—Bueno, ya veremos. No han estado juntos en todo el verano, pero en mi opinión, han estado lo suficiente.
—Sería mejor que lo fuese —dice Wriothesley—. El rey se impacientará con ella. ¿Cuántos años tiene que esperar para que una mujer cumpla con su deber? Ana le prometió un hijo si se casaba con ella, y uno se pregunta: ¿haría tanto por ella si tuviera que volver a hacerlo?
Richard Riche se les une el último, murmurando una disculpa. Ninguna bolsa en forma de corazón tampoco este Richard, aunque en tiempos haya sido justamente el tipo de joven galante capaz de tener cinco de distintos colores. ¡Qué cambios trae una década! Riche fue un desastre mientras estudiaba Derecho, uno de esos alumnos que tienen un expediente de alegaciones atenuantes alineadas frente a sus pecados; de los que frecuentan esas tabernas ínfimas en que llaman a los abogados «sabandijas», con lo que se ven obligados, por cuestión de honor, a iniciar una pelea; que vuelven a sus alojamientos del Temple a altas horas apestando a vino barato y con la chaqueta hecha trizas; de esos que corren azuzando a una jauría de terriers por Lincoln’s Inn Fields. Pero Riche se ha hecho sobrio y controlado, es el protegido del Lord Canciller Thomas Audley, y va y viene constantemente entre ese dignatario y Thomas Cromwell. Los muchachos le llaman sir Bolsa; «Bolsa está engordando», dicen. Las tareas del cargo han caído sobre él, los deberes de padre de familia creciente; un niño bonito en tiempos, parece ahora cubierto por una leve pátina de polvo. ¿Quién habría pensado que llegaría a ser procurador de la Corona? Pero tiene un buen cerebro de abogado, y si necesitas uno bueno, él está siempre a mano.
—El libro del obispo Gardiner no sirve a vuestro propósito —comienza Riche—, señor.
—No es del todo malo. En lo de los poderes del rey, estamos de acuerdo.
—Sí, pero… —dice Riche.
—Yo me sentí movido a citarle a Gardiner esta frase: «Donde está la palabra de un rey hay poder, y ¿quién puede decirle qué hacéis?».