—Yo no sé, Cromwell —dice el viejo sir John; le coge del brazo, cordial—, todos esos halcones con los nombres de mujeres muertas…, ¿no os descorazona?
—Yo nunca me siento descorazonado, sir John. El mundo es demasiado bueno para mí.
—Deberíais casaros de nuevo, y tener otra familia. Tal vez encontréis una novia mientras estáis con nosotros. En el bosque de Savernake hay jóvenes lozanas.
—Aún tengo a Gregory —dice él, mirando atrás por encima del hombro para ver a su hijo; siempre está un poco preocupado con Gregory.
—Ah —dice Seymour—, los muchachos están muy bien, pero un hombre necesita hijas también, las hijas son un consuelo. Mirad a Jane. Una chica tan buena.
Mira a Jane Seymour tal como su padre le indica. La conoce bien de la corte, cuando era dama de honor de Catalina, la reina anterior, y de Ana, la que es reina ahora; es una joven sencilla con una palidez plateada, un hábito de silencio y la artimaña de mirar a los hombres como si representasen una sorpresa desagradable. Lleva perlas y brocado blanco, bordado con tiesos brotecillos de claveles. Él identifica un gasto extraordinario; dejando a un lado las perlas, no podrías vestirla de ese modo por mucho menos de treinta libras. No es extraño que se mueva con una preocupación tan cuidadosa, como una niña a quien le han dicho que no se derrame algo por encima.
El rey dice:
—Jane, ahora que te vemos en tu casa, con tu gente, ¿vas a ser menos tímida? —y toma la mano de ratoncito de ella en su manaza—. En la corte nunca conseguimos sacarle una palabra.
Jane alza los ojos para mirarle, sonrojándose desde el cuello a la línea del cabello.
—¿Habéis visto alguna vez un rubor como éste? —pregunta Enrique—. Nunca, a menos que se trate de una doncellita de doce años.
—No puedo pretender tener doce años —dice Jane.
En la cena, el rey se sienta junto a lady Margery, su anfitriona. Era una beldad en sus tiempos, y por la atención exquisita del rey dirías que aún sigue siéndolo; ha tenido diez hijos, y seis de ellos aún viven, y tres están en esta habitación. Edward Seymour, el heredero, es de cabeza alargada, expresión seria, perfil fiero y limpio: un hombre guapo. Es persona leída si es que no docta, se aplica a cualquier tarea que se le encomiende; ha estado en la guerra, y, mientras espera a combatir de nuevo, se desenvuelve bien en la caza y en las justas. El cardenal, en sus tiempos, decía que estaba por encima del nivel usual entre los Seymour; y él mismo, Thomas Cromwell, le ha sondeado y descubierto en todos los aspectos a un hombre del rey. Tom Seymour, el hermano más joven de Edward, es ruidoso y bullanguero y más interesante para las mujeres; cuando entra en una habitación las vírgenes ríen, y las jóvenes matronas bajan la cabeza y le examinan por debajo de las pestañas.
El viejo sir John es un hombre con un notorio y peculiar sentimiento de familia. Dos, tres años, atrás, toda la corte murmuraba que había montado a la esposa de su hijo, no una vez en el calor de la pasión sino repetidamente, desde que era una recién casada. La reina y sus confidentes habían difundido la historia por la corte. «Hemos calculado ciento veinte veces —había dicho Ana con risa socarrona—. En fin, lo ha dicho Thomas Cromwell, y él es muy bueno con los números. Suponemos que se abstienen el domingo por vergüenza y que aflojan el ritmo en Cuaresma». La esposa traidora dio a luz dos muchachos, y, cuando salió a la luz su conducta, Edward dijo que no los consideraría sus herederos, porque no podía estar seguro si eran hijos suyos o hermanastros. A la adúltera la recluyeron en un convento, y pronto tuvo la deferencia de morirse. Ahora Edward tiene una nueva esposa, que cultiva unos modales adustos y lleva siempre en el bolsillo una aguja de coser por si su suegro se acerca demasiado.
Pero eso está perdonado, está perdonado. La carne es frágil. Esta visita real sella el perdón del buen anciano. John Seymour tiene mil trescientos acres, que incluyen un parque de ciervos; la mayor parte del resto está entregado a las ovejas y da dos chelines por acre al año, proporcionándole claramente un veinticinco por ciento de lo que esos mismos acres producirían si se entregasen al arado. Esas ovejas son animales pequeños, de cara negra, cruzados con el ganado de montaña galés, un carnero cartilaginoso pero de lana bastante buena. A su llegada, el rey (está en vena bucólica) dice: «Cromwell, ¿qué pesará ese animal?»; él responde, sin cogerlo: «Treinta libras, señor». Francis Weston, un joven cortesano, dice con una risilla: «El señor Cromwell fue esquilador en otros tiempos. No puede equivocarse».
El rey dice: «Seríamos un país pobre sin nuestro comercio de lana. Que el señor Cromwell conozca el negocio no va en descrédito suyo».
Pero Francis Weston se ríe tapándose la boca con la mano.
Mañana, Jane Seymour va a cazar con el rey. «Yo creí que era sólo cosa de gentilhombres —oye cuchichear a Weston—. La reina se enfadaría si se enterase». Y él murmura: «Procurad pues que no se entere, sed buen muchacho».
—En Wolf Hall somos todos grandes cazadores —se ufana sir John—. También mis hijas; pensarán que Jane es tímida pero pónganla en la silla y yo les aseguro, señores, que es la diosa Diana. Nunca agobié a mis hijas con el estudio. Aquí sir James les enseñó todo lo que necesitaban saber.
El sacerdote, que está al final de la mesa, asiente, muy complacido: un viejo imbécil de coronilla blanca con un ojo cegato. Él, Cromwell, se vuelve y le mira:
—¿Y fuisteis vos, sir James, el que las enseñasteis a bailar? Todos os alaban. He visto a la hermana de Jane, Elizabeth, en la corte, bailando con el rey.
—Ah, tienen un maestro para eso —dice el viejo Seymour con una risilla—. Maestro de baile, maestro de música, con eso tienen suficiente. Ellas no necesitan lenguas extranjeras. No van a ir a ningún sitio.
—Yo pienso de otro modo, señor —dice él—. Yo enseñé a mis hijas igual que a mi hijo.
A veces le gusta hablar de ellas, Anne y Grace, muertas hace ya siete años. Tom Seymour se ríe.
—¿Queréis decir que las adiestrasteis para las justas como a Gregory y al joven señor Sadler?
Él sonríe.
—Salvo en eso.
—No es raro —dice Edward Seymour— que las hijas de una casa de ciudad aprendan sus letras y algo más. Vos podríais haberlas necesitado en la contaduría. Son cosas que se oyen. Eso las hubiese ayudado a encontrar buenos maridos, una familia de comerciantes se alegraría de sus conocimientos.
—Imaginaos a las hijas del señor Cromwell —dice Weston—. Yo no me atrevo. Dudo que una contaduría pudiese contenerlas. Buena mano tendrían para empuñar una alabarda. Al hombre que las mirase le temblarían las piernas. Y no creo que porque se sintiesen asaltados por el amor.
Interviene Gregory. Es tan soñador que podría parecer que no ha estado siguiendo la conversación, pero su tono está encrespado de indignación.
—Ofendéis a mis hermanas y a su memoria, señor, y no las conocisteis. Mi hermana Grace…
Él ve que Jane Seymour extiende su manita y toca la muñeca de Gregory: se arriesgará, para salvarle, a atraer la atención de los presentes.
—Yo últimamente —dice— he adquirido cierto dominio de la lengua francesa.
—¿De veras, Jane? —Tom Seymour sonríe.
Jane baja la cabeza.
—Me está enseñando Mary Shelton.
—Mary Shelton es una joven bondadosa —dice el rey; y él ve por el rabillo del ojo que Weston le da con el codo a su vecino; dicen que Shelton ha sido buena con el rey en la cama.
—Así que ya veis, señores —dice Jane a sus hermanos—, que nosotras, las damas, no dedicamos todo el tiempo a la calumnia ociosa y al escándalo. Aunque bien sabe Dios que tenemos murmuraciones suficientes para ocupar a una ciudad entera de mujeres.
—¿Tantas tenéis? —dice él.
—Hablamos de quién está enamorado de la reina. Quién le escribe versos. —Baja los ojos—. Quiero decir, quién está enamorado de cada una de nosotras. Este gentilhombre o aquél. Conocemos a todos los pretendientes y hacemos inventario detallado, se sonrojarían si supiesen. Hablamos de las tierras que tienen y de cuánto les dan al año, y decidimos entonces si les dejaremos o no hacernos un soneto. Si no creemos que vayan a mantenernos como corresponde, nos burlamos de sus rimas. Es cruel, lo confieso.
Él dice, un poco incómodo, que lo de escribir versos a las damas, incluso a las casadas, no tiene importancia, que en la corte es algo acostumbrado. Weston dice:
—Gracias por esas palabras tan amables, señor Cromwell, pensábamos que podríais intentar impedírnoslo.
Tom Seymour se ríe ostentosamente.
—¿Y quiénes son vuestros pretendientes, Jane?
—Si queréis saber eso, debéis poneros un vestido y coger vuestra labor de aguja y uniros a nosotras.
—Como Aquiles entre las mujeres —dice el rey—. Tendréis que afeitaros esa linda barba, Seymour, e ir a descubrir sus lascivos secretitos. —Se está riendo, pero no es feliz—. A menos que encontremos alguien más femenino para la tarea. Gregory, tú eres un muchacho guapo, aunque temo que tus manos grandes te delatarán.
—El nieto del herrero —dice Weston.
—Ese muchacho, Mark —dice el rey—. El músico, ¿lo conocéis? Tiene una linda apostura femenina.
—Oh —dice Jane—, Mark ya está con nosotras. Anda siempre holgazaneando sin hacer nada. Casi no lo consideramos un hombre. Si deseáis conocer nuestros secretos, debéis preguntar a Mark.
La conversación se desliza al galope en otra dirección; él piensa: nunca caí en la cuenta de que Jane tuviese nada que decir por sí misma; piensa: Weston estará pinchándome, sabe que en presencia de Enrique no le frenaré; imagina de qué forma debe frenarle cuando lo haga. Rafe Sadler le mira por el rabillo del ojo.
—Bueno —le dice el rey—, ¿será mañana mejor que hoy? —Para la mesa explica—: El señor Cromwell no puede dormir a menos que esté arreglando algo.
—Reformaré la conducta del sombrero de su majestad. Y de las nubes, antes del mediodía…
—Necesitábamos ese chaparrón. La lluvia nos refrescó.
—Que lo peor que envíe Dios a Su Majestad sea una mojadura —dice Edward Seymour.
Enrique se frota la marca de la quemadura del sol.
—El cardenal afirmaba que podía predecir el tiempo. «Una mañana bastante buena —decía—, pero a las diez aún estará más claro». Y lo estaba.
Enrique hace esto a veces. Deja caer el nombre de Wosley en la conversación, como si no hubiese sido él, sino otro monarca, quien hubiese acosado al cardenal hasta empujarlo a la muerte.
—Hay hombres que tienen buen ojo para el tiempo —dice Tom Seymour—. Eso es todo, señor. No se trata de algo especial de los cardenales.
Enrique asiente, sonriendo.
—Eso es cierto, Tom. Nunca debería haberme dejado impresionar tanto por él, ¿verdad?
—Era demasiado orgulloso para ser un súbdito —dice el viejo sir John.
El rey mira hacia él a lo largo de la mesa, hacia Thomas Cromwell. Él estimaba al cardenal. Todos lo saben. Su expresión es tan cuidadosamente inexpresiva como una pared recién pintada.
Después de la cena, el viejo sir John cuenta la historia de Edgar el Apacible. Era el soberano de estas regiones hace muchos centenares de años, antes de que los reyes tuvieran números: cuando todas las doncellas eran hermosas y todos los caballeros galantes y apuestos, y la vida simple, violenta y normalmente breve. Edgar tenía pensada una esposa para él y envió a uno de sus condes para evaluarla. El conde, que era falso y astuto al mismo tiempo, mandó comunicar al rey que su belleza había sido muy exagerada por poetas y pintores; vista en la vida real, decía, era coja y bizqueaba. Quería que fuera suya la tierna damisela, así que la sedujo y se casó con ella. Edgar, al descubrir la traición del conde, le tendió una emboscada en una arboleda que está cerca de aquí y le clavó una jabalina, matándolo de un solo golpe.
—¡Qué falso y que truhán era ese conde! —dice el rey—. Recibió su merecido.
—Era un villano más que un conde —dice Tom Seymour.
Su hermano suspira, como distanciándose del comentario.
—¿Y qué dijo la dama? —pregunta él, Cromwell—. Cuando encontró ensartado al conde…
—La damisela se casó con Edgar —dice sir John—. Se casaron en el bosque y vivieron felices después.
—Supongo que ella no tenía elección —suspira lady Margery—. Las mujeres no tienen más remedio que adaptarse.
—Y la gente del país dice —añade sir John— que ese conde traidor aún anda por el bosque, gimiendo e intentando arrancarse la lanza del vientre.
—Hay que ver —dice Jane Seymour—. Y cualquier noche de luna puedes mirar por la ventana y verle, dando tirones a la lanza y quejándose sin parar. Por suerte yo no creo en fantasmas.
—Más tonta sois, hermana —dice Tom Seymour—. Se os acercarán sin que os deis cuenta.
—De todos modos —dice Enrique, y remeda un lanzamiento de jabalina: aunque con la mesura que se debe en la mesa—. Un golpe limpio. Debía de tener buen brazo el rey Edgar.
Él dice, él, Cromwell:
—Me gustaría saber si ese cuento está escrito, y si lo está, por quién, y si lo escribió bajo juramento.
El rey dice:
—Cromwell habría llevado al conde ante un juez y un jurado.
—Bendito sea Dios, Majestad —dice riéndose sir John—, yo no creo que en aquellos tiempos los tuviesen.
—Cromwell habría encontrado uno. —El joven Weston se inclina hacia delante para hacer su comentario—. Acabaría sacando un jurado de un brote de setas. El conde no tendría salvación, lo juzgarían y luego se lo llevarían y le cortarían la cabeza. Dicen que en el juicio de Thomas Moro, aquí el señor secretario auxilió al jurado en sus deliberaciones. Cuando estaban sentados cerró la puerta y les dijo lo que había que hacer. «Permítanme que les saque de dudas —explicó a los miembros del jurado—. Su tarea es encontrar culpable a sir Thomas, y ninguno de ustedes cenará hasta que lo haya hecho». Luego salió y cerró la puerta y se quedó esperando fuera con un hacha en la mano, por si alguien intentaba escapar en busca de un budín hervido; y como para los londinenses lo primero es la tripa, en cuanto la sintieron gruñir exclamaron: «¡Culpable! ¡Es todo lo culpable que un culpable pueda ser culpable!».
Las miradas se centran en él, en Cromwell. Rafe Sadler, a su lado, está tenso de cólera.
—Es una bonita historia —le dice a Weston— pero yo os pregunto: ¿dónde está escrita? Deberíais saber que mi señor se atiene siempre a la ley en sus relaciones con los tribunales.