—¿Qué habría sucedido, Crumb, si el rey no hubiese vuelto a la vida? Nunca olvidaré a Howard gritando: «¡Yo, yo, yo!».
—No es un espectáculo que borraremos de nuestras mentes. En cuanto a… —vacila—. Bueno, si hubiese sucedido lo peor, el cuerpo del rey muere pero el cuerpo político continúa. Habría la posibilidad de convocar un consejo de regencia, compuesto por funcionarios de la ley y por aquellos consejeros principales que están ahora…
—… entre ellos, vos mismo…
—Yo mismo, por supuesto. —Yo mismo con varias capacidades, piensa: ¿quién de más confianza, quién más próximo y no sólo secretario sino un funcionario de la ley, al cargo del registro de la Corona?—. Si el Parlamento estuviese dispuesto, podríamos crear un órgano que habría gobernado como regente hasta que la reina diese a luz, y quizá con su permiso durante una minoría…
—Pero vos sabéis que Ana nunca daría ese permiso —dice Fitz.
—No, lo tendría todo para gobernar sola. Pero tendría que enfrentarse a tío Norfolk. No sé, entre los dos, a quién respaldaría. Creo que a la dama.
—Dios ampare al reino —dice Fitzwilliam— y a todos los hombres de él. De los dos, yo preferiría a Thomas Howard. Al menos, en caso necesario, uno podría desafiarle a salir fuera a pelear. Si dejamos que la dama sea regente, los Bolena caminarán sobre nuestras espaldas. Seríamos su alfombra viviente. Ella haría que nos cosieran «AB» en la piel. —Se frota la barbilla—. Aunque de todos modos lo hará. Si le da un hijo a Enrique.
Él se da cuenta de que Fitz le está observando.
—Hablando de hijos —dice—, ¿os he dado las gracias de la forma adecuada? Si hay alguna cosa que pueda hacer por vos, decid. Gregory ha prosperado bajo vuestra guía.
—Es para mí un placer. Volved a enviarle conmigo pronto.
Lo haré, piensa, y con el arriendo de una pequeña abadía o dos, cuando se aprueben mis nuevas leyes. En su escritorio hay montones de asuntos acumulados para la nueva sesión del Parlamento. Antes de que pasen muchos años le gustaría que Gregory tuviese un escaño a su lado en los Comunes. Ha de tener conocimiento de todos los aspectos del gobierno del reino. Un periodo en el Parlamento es un ejercicio de frustración, o una lección de paciencia: dependiendo de cómo prefieras mirarlo. Se discute de la guerra, la paz, de luchas, disputas, debates, de murmuraciones, quejas, riquezas, la pobreza, la verdad, la falsedad, la justicia, la equidad, la opresión, la traición, el asesinato y la edificación, y la continuidad del bien común; luego hacen lo que hicieron sus predecesores (en la medida, claro, en que pudieron) y lo dejan donde empezaron.
Después del accidente del rey, todo es igual, pero nada es igual. Él aún sigue teniendo enfrente a los Bolena, a los partidarios de María, del duque de Norfolk, del duque de Suffolk y del ausente obispo de Winchester; por no mencionar al rey de Francia, al emperador y al obispo de Roma, conocido también como el papa. Pero el enfrentamiento (cada enfrentamiento) es más agudo ahora.
El día del funeral de Catalina, se siente abatido. ¡Con qué fuerza abrazamos a nuestros enemigos! Son nuestros familiares, nuestros otros yos. Cuando ella estaba sentada en un cojín de seda en la Alhambra, con siete años, haciendo su primer bordado, él estaba raspando raíces en la cocina de Lambeth Palace, bajo la mirada de su tío John, el cocinero.
Había asumido tantas veces en el consejo la posición de Catalina, como si fuese uno de sus abogados oficiales. «Señores míos, vos plantearéis ese razonamiento», decía, «La princesa viuda alegará…» y «Catalina os refutará, así». No porque se inclinase por su causa sino porque eso ahorraba tiempo; como adversario suyo, se hacía cargo de sus intereses, consideraba sus estratagemas, llegaba a cada punto antes que ella. Había sido durante mucho tiempo un enigma para Charles Brandon: «¿De parte de quién está este hombre?», preguntaba.
Pero en Roma la causa de Catalina no se considera decidida, ni siquiera ahora. Una vez que los abogados del Vaticano han puesto un caso en marcha, no se detiene sólo porque una de las partes haya muerto. Es posible que, cuando todos nosotros estemos muertos, desde alguna mazmorra del Vaticano, un secretario esqueleto castañetee los dientes para consultar a sus colegas esqueletos sobre alguna cuestión del derecho canónico. Charlarán castañeteando los dientes entre ellos; sus ojos ausentes girarán en las órbitas, para ver que sus pergaminos se han convertido en motas de polvo en la luz. ¿Quién tomó la virginidad de Catalina, su primer marido o su segundo? No lo sabremos en toda la eternidad.
—¿Quién puede entender las vidas de las mujeres? —le dice a Rafe.
—O sus muertes —dice Rafe.
Él alza la vista.
—¡Tú no! Tú no crees que fuese envenenada, ¿verdad?
—Se rumorea —dice Rafe con gravedad— que el veneno se le introdujo en cierta cerveza galesa fuerte. Una bebida a la que ella le había tomado afición, al parecer, estos últimos meses.
Él mira a Rafe a los ojos y rompe a reír con una alegría reprimida. La princesa viuda, trasegando cerveza galesa fuerte.
—De una jarra de cuero —dice Rafe—. Imaginadla golpeando con ella la mesa. Y gritando: «Llenadla otra vez».
Él oye rumor de pies que corren acercándose. ¿Quién ahora? Un golpe en la puerta, y aparece su muchachito galés, sin aliento.
—Señor, tenéis que ir inmediatamente a ver al rey. Ha venido a buscaros gente de Fitzwilliam. Creo que alguien ha muerto.
—¿Qué?, ¿alguien más? —dice él. Coge su gavilla de papeles, los arroja en un cofre, lo cierra, le da la llave a Rafe. A partir de ahora no dejará ningún secreto descuidado, ninguna tinta fresca expuesta al aire. «¿A quién tendré que resucitar esta vez?»
¿Sabéis lo que pasa cuando vuelca un carro en la calle? Todos aquellos que te encuentras lo han presenciado. Vieron la pierna de un hombre cortada limpiamente. Vieron a una mujer exhalar el último aliento. Vieron las mercancías saqueadas, ladrones robando de la parte de atrás mientras el conductor del carro estaba aplastado en la de delante. Oyeron gritar a un hombre su última confesión, mientras otro cuchicheaba su última voluntad y testamento. Y si todos aquellos que dicen que estaban allí hubiesen estado de veras, la escoria de Londres se habría concentrado en ese único punto, las cárceles se habrían vaciado de ladrones, de putas las camas y estarían de pie encima de los hombros de los carniceros para ver mejor todos los abogados.
Ese día, 29 de enero, más tarde, iba camino de Greenwich, sobrecogido, receloso, por la noticia que le habían llevado los hombres de Fitzwilliam. La gente le contará: «Yo estaba allí, yo estaba allí cuando Ana dejó de hablar, yo estaba allí cuando posó el libro, la costura, el laúd, yo estaba allí cuando ella abandonó su alegría por el pensamiento de Catalina sepultada en la tumba. Yo vi cómo le cambiaba la cara. Yo vi cómo se agolpaban sus damas alrededor de ella. Yo las vi llevarla hasta su cámara y cerrar la puerta, y vi el rastro de sangre que quedó en el suelo por donde ella anduvo».
No necesitamos creer eso, lo del rastro de sangre. Lo vieron quizá en su pensamiento. El preguntará: ¿a qué hora empezaron los dolores de la reina? Pero nadie pareció capaz de decírselo, a pesar de su conocimiento detallado del incidente. Se habían concentrado en el rastro de sangre y prescindido de los hechos. Tardará todo el día en filtrarse la mala noticia fuera del dormitorio de la reina. A veces las mujeres sangran pero el niño se aferra y crece. Esta vez no. Catalina estaba demasiado fresca en su tumba para estarse quieta. Ha extendido la mano y ha liberado al niño de Ana, para que así salga a destiempo al mundo, no mayor que una rata.
Por la noche, fuera de las habitaciones de la reina, la enana está sentada en las baldosas, balanceándose y gimiendo. «Finge que está de parto», dice alguien, innecesariamente. «¿No podéis sacarla de aquí?», pregunta él a las mujeres.
Jane Rochford dice:
—Era un niño, señor secretario. Lo había llevado menos de cuatro meses, según nuestros cálculos.
Principios de octubre, entonces. Aún estábamos en marcha.
—Vos tomaríais nota del itinerario —murmura lady Rochford—. ¿Dónde estaba ella entonces?
—¿Importa eso?
—Yo diría que vos querríais saber. Bueno, los planes cambiaban, ya se sabe, a veces al instante. A veces ella estaba con el rey, a veces no, a veces estaba con ella Norris, y a veces otros gentilhombres. Pero tenéis razón, señor secretario. Eso no tiene ninguna importancia. Los médicos pueden estar seguros de muy poco. No hay modo de saber cuándo fue concebido. Quién estaba aquí y quién estaba allá.
—Tal vez deberíamos dejarlo así —dice él.
—Tal vez. Ahora que ya ha perdido otra oportunidad, la pobre…, ¿qué pasará en el mundo?
La enana se pone de pie. Lo observa, le sostiene la mirada, se levanta las faldas. Él no es lo suficientemente rápido para apartar la vista. Se ha afeitado o la ha afeitado alguien, y sus partes están calvas, como las de una vieja o una niña pequeña.
Más tarde, ante el rey, cogiendo la mano de Mary Shelton, Jane Rochford no está segura de nada.
—Tenía la apariencia de un varón —dice—, de unas quince semanas de gestación.
—¿Qué queréis decir con «la apariencia de»? —exige el rey—. ¿Es que no podéis asegurarlo? Oh, idos, mujer, vos nunca habéis dado a luz, ¿qué sabéis? Debería haber habido matronas a su lado, ¿qué falta hacíais vos allí? ¿No podríais vosotros, los Bolena, ceder el puesto a alguien más útil?, ¿tenéis que estar todos presentes en multitud siempre que se produce un desastre?
La voz de lady Rochford tiembla, pero se mantiene firme en su punto.
—Su Majestad debe hablar con los médicos.
—Ya lo he hecho.
—Yo sólo repito sus palabras.
Mary Shelton rompe a llorar. Enrique la mira y dice humildemente:
—Señora Shelton, perdonadme. No quería haceros llorar, querida mía.
Enrique tiene dolores. Lleva la pierna vendada por los cirujanos, la pierna en que se hirió en la liza unos diez años atrás; es propensa a ulcerarse, y parece que la caída reciente le ha abierto un canal en la carne. Toda su fanfarronería se ha esfumado; es como en los tiempos en que soñaba con su hermano, aquella época en que los muertos le perseguían. Es el segundo hijo que ella ha perdido, dice él esa noche, en privado: aunque quién sabe, podrían haber sido más, las mujeres mantienen esas cosas ocultas hasta que sus vientres lo revelan, no sabemos cuántos de mis herederos se han desangrado así. ¿Qué quiere Dios ahora de mí? ¿Qué debo hacer para complacerlo? Veo que no me dará hijos varones.
Él, Cromwell, se mantiene atrás mientras Thomas Cranmer, pálido y suave, se hace cargo del duelo del rey. Malinterpretamos mucho a nuestro Creador, dice el arzobispo, si le culpamos a él de cada accidente de la naturaleza caída.
Yo pensaba que velaba por cada gorrión que cae, dice el rey, truculento como un niño. ¿Por qué no vela entonces por Inglaterra?
Cranmer tendrá alguna razón que dar. Él apenas escucha. Piensa en las mujeres que rodean a Ana: prudentes como serpientes, sencillas como palomas. Se está contando ya una cierta versión de los acontecimientos del día; se cuenta en la cámara de la reina. Ana Bolena no tiene la culpa de esta desgracia. Es su tío Thomas Howard, el duque de Norfolk, quien la tiene. Cuando el rey sufrió la caída, fue Norfolk el que irrumpió donde estaba la reina, gritando que Enrique había muerto, y causándole una conmoción tal que se le paró al nonato el corazón.
Y más aún: es culpa de Enrique. Por cómo ha estado comportándose, soñando con la hija del viejo Seymour, dejando cartas en el sitio de ella en la capilla y enviándole dulces de su mesa. Cuando la reina vio que amaba a otra, se sintió herida en lo más vivo. La aflicción se apoderó de ella, y se le alborotaron las vísceras y rechazaron al tierno niño.
Sólo por dejar claras las cosas, dice fríamente Enrique, cuando se encuentra a los pies del lecho de la dama y oye esa interpretación de los acontecimientos. Sólo por dejar claras las cosas sobre este asunto,
madame
. Si se ha de culpar a alguna mujer, es a esta a la que yo estoy mirando. Hablaré con vos cuando estéis mejor. Y ahora deseo que os vaya bien, porque yo debo irme a Whitehall a prepararme para el Parlamento, lo mejor es que guardéis cama hasta que os recuperéis del todo. Algo que yo dudo que alguna vez vaya a conseguir.
Entonces Ana le gritó (o eso dice lady Rochford): «Esperad, esperad, mi señor, pronto os daré otro hijo, mucho más rápido ahora que Catalina está muerta…».
—No veo cómo eso va a poder acelerar el asunto.
Enrique se va cojeando. Luego, en sus propias habitaciones, los gentilhombres de la cámara privada se desplazan cuidadosamente a su alrededor, como si estuviese hecho de cristal, disponiendo los preparativos para la partida. Enrique está arrepentido ahora de su precipitado pronunciamiento, porque, si la reina se queda atrás, todas las mujeres deben quedarse atrás, y no podrá ya recrear sus ojos con la carita de panecillo de Jane. Le siguen más razones, transmitidas por Ana quizá en una nota: ese feto perdido, concebido cuando Catalina estaba viva, es inferior a la concepción que seguirá, en fecha desconocida, pero pronto. Porque incluso en el caso de que el niño hubiese vivido y crecido, habría algunos que seguirían dudando de su derecho; mientras que ahora Enrique es viudo, nadie en la Cristiandad puede poner en duda que su matrimonio con Ana sea lícito, y cualquier hijo que engendren es heredero legítimo de Inglaterra.
—Bueno, decidme, ¿qué pensáis de ese razonamiento? —pregunta Enrique. Está derrumbado en un sillón en sus habitaciones privadas, la pierna hinchada de vendajes.
—No, no, nada de conferencias, quiero una respuesta de cada uno, de cada Thomas. —Hace una mueca, aunque lo que pretende es sonreír—. ¿Sabéis la confusión que provocáis entre los franceses? Os han convertido en un consejero de nombre compuesto, y en los despachos os llaman «doctor Chramuel».
Ellos intercambian miradas, él y Cranmer: el carnicero y el ángel. Pero el rey no espera a que den su consejo, conjunto o por separado; sigue hablando, como un hombre que se clava una daga él mismo para demostrar cuánto duele.
—Si un rey no puede tener un hijo, si no puede hacer eso, qué importa lo demás que pueda hacer. Las victorias, el botín que se obtenga en ellas, las leyes justas que haga, la fama de sus cortes, todo eso no es nada.
Es verdad. Mantener la estabilidad del reino: ése es el pacto que un rey hace con su pueblo. Si no puede tener un hijo propio, debe encontrar un heredero, nombrarlo antes de que el país se precipite en la duda y la confusión, las facciones y la conspiración. ¿Y a quién puede nombrar Enrique, sin que se rían de él? El rey dice: