Pero ¿quién era quién? Uno arrastraba por el polvo al otro…
El rey dice:
—Habéis educado muy bien a vuestro hijo, y también a vuestro sobrino Richard. Ningún noble podría hacer más. Son un crédito para vuestra casa.
Gregory lo ha hecho bien. Gregory lo ha hecho muy bien. Gregory ha sido el mejor de todos. «No quiero que él sea Aquiles —dice—, sólo quiero que no acabe aplastado».
Hay una correspondencia entre una hoja de control y el cuerpo humano, el papel tiene divisiones diferenciadas, para la cabeza y para el torso. Un toque en la coraza del pecho se anota, pero las costillas fracturadas no. Un toque en el yelmo se registra, pero un cráneo roto no. Puedes coger las hojas de control después y volver a leer un registro del día, pero las señales sobre el papel no te cuentan nada del dolor de un tobillo roto o los esfuerzos de un hombre que se ahoga para no vomitar dentro del casco. Como te dirán siempre los combatientes, tenías que verlo de verdad, tenías que estar allí.
Gregory se sintió decepcionado cuando su padre se excusó y se fue sin presenciar el espectáculo. Alegó un compromiso previo con sus papeles. El Vaticano le está ofreciendo a Enrique tres meses a cambio de obediencia, o se imprimirá la bula de excomunión y se distribuirá por toda Europa, y todos los cristianos estarán contra él. La flota del emperador ha partido hacia Argel, con cuarenta mil hombres armados. El abad de Fountains ha estado robando sistemáticamente de su propio tesoro, y mantiene seis putas, aunque es de suponer que necesite un descanso entre una y otra. Y las sesiones del Parlamento comienzan en quince días.
Él había conocido a un viejo caballero en otros tiempos, en Venecia, uno de aquellos hombres que habían hecho carrera participando en torneos por toda Europa. Aquel hombre le había contado su vida, cruzando fronteras con sus escuderos y ayudantes, y su reata de monturas, siempre en movimiento de un premio al siguiente, hasta que la edad y la acumulación de heridas lo dejaron fuera del juego. Solo ya, intentaba ganarse la vida enseñando a jóvenes de buenas familias, soportando las burlas y las pérdidas de tiempo; en mi época, le había dicho, les enseñaban a los jóvenes buenos modales, pero ahora puedo tener que preparar caballos y pulir corazas para algún pequeño borrachín al que en otros tiempos no le habría dejado limpiarme las botas; miradme ahora, reducido a beber con, ¿qué sois vos, un inglés?
El caballero era portugués, pero hablaba latín macarrónico y una especie de alemán, intercalado con tecnicismos, que son muy parecidos en todos los idiomas. En los viejos tiempos, cada torneo era un terreno de pruebas. No había ningún despliegue de lujo ocioso. Las mujeres, en vez de sonreírte bobaliconamente desde pabellones dorados, se reservaban para después. En aquellos tiempos, el conteo era muy complejo y los jueces no perdonaban ningún quebrantamiento de las normas, así que podías romper todas tus lanzas pero perder por puntos, podías aplastar a tu adversario y acabar, no con una bolsa de oro, sino con una multa o una mancha en tu historial. Una infracción de las normas os seguía por toda Europa, de manera que infracciones cometidas, por ejemplo, en Lisboa, os atraparían en Ferrara; la reputación de un hombre iba delante de él, y al final, decía, tras una mala estación, un caso de mala suerte, lo único que tenías era tu reputación; así que no hay que forzar la suerte, decía, cuando brilla la estrella de la fortuna, porque al minuto siguiente, ya no brilla. Y hablando de eso, no paguéis buen dinero por horóscopos. Si os van a ir mal las cosas, ¿es eso lo que necesitáis saber cuando montéis?
Tras beber un poco, el viejo caballero hablaba como si todo el mundo hubiese seguido su oficio. Teníais que situar a vuestros escuderos, decía, a cada extremo de la barrera, para hacer desviarse bien a vuestro caballo si intentaba atajar por medio, porque si no podíais engancharos el pie, cosa que era fácil que sucediese si no había un guardapiés, y que era condenadamente dolorosa: ¿os ha pasado alguna vez eso? Algunos necios agrupan a sus sirvientes en el medio, donde tendrá lugar el alcance; pero ¿de qué vale eso? En realidad, concordaba él, de qué vale: y se preguntaba por aquella palabra delicada,
alcance
, para designar la conmoción brutal del contacto. Esos escudos de resorte, decía el viejo, ¿los habéis visto?, dan un bote a un lado cuando los golpeas. Trucos de niños. Los jueces de antes no necesitaban un instrumento como ése para saber cuándo había recibido alguien un toque… No, ellos utilizaban los ojos, en aquellos tiempos tenían ojos. Mirad, decía: hay tres formas de fallar. Puede fallarte el caballo. Pueden fallarte los ayudantes. Puede fallarte el temple.
Tenéis que conseguir afirmar bien el yelmo para poder disponer de una buena línea de visión. Y debéis mantener el cuerpo mirando hacia delante, y, cuando estéis a punto de golpear, entonces y sólo entonces, volver la cabeza de manera que tengáis una visión completa del adversario, y dirijáis bien la punta de la lanza hacia el objetivo. Hay quien se desvía un instante antes del choque. Es natural, pero olvidad lo natural. Practicad hasta doblegar el instinto. Si os dan la oportunidad, siempre os desviaréis. El cuerpo quiere preservarse y el instinto procurará evitar que tu caballo de guerra armado y tu yo armado choquen con otro hombre y otro caballo que llega a galope tendido desde el otro lado. Algunos no se desvían, pero en vez de eso cierran los ojos en el momento del impacto. Esos hombres son de dos clases: los que saben que lo hacen y no pueden evitarlo, y los que no saben que lo hacen. Haz que tus muchachos te vigilen cuando practicas. No seas de ninguna de esas dos clases de hombres.
¿Cómo mejoraré entonces?, dijo él al viejo caballero, ¿cómo conseguiré triunfar? Éstas fueron sus instrucciones: debéis sentaros tranquilamente en la silla, como si salieseis a tomar el aire. Mantened las riendas flojas, pero el caballo controlado. En el
combat à plaisance
, con sus banderas al viento, sus guirnaldas, sus espadas sin filo ni punta y sus lanzas de puntas coronadas, cabalgad como si hubieseis salido a matar. En el
combat à l’outrance
, matad como si fuese una diversión. Ahora, mirad, dijo el caballero, y dio una palmada en la mesa, esto es lo que yo he visto, más veces de las que debo contar: vuestro hombre se prepara para el encuentro, y en el último momento, la urgencia del deseo le desbarata: tensa los músculos, empuja el brazo de la lanza contra el cuerpo, la punta se eleva y se desvía de su objetivo; si tenéis que evitar un fallo, evitad ése. Llevad la lanza un poco suelta, de manera que, cuando tenséis el cuerpo y repleguéis el brazo, la punta vaya directamente hacia el objetivo. Pero sobre todo recordad esto: domad el instinto. Vuestro amor a la gloria ha de derrotar a vuestra voluntad de sobrevivir; o si no ¿para qué luchar? ¿Por qué no ser un herrero, un destilador, un mercader de lana? ¿Por qué estáis en la liza, sino para ganar, y si no, entonces para morir?
Al día siguiente volvió a ver al caballero. Él, Tommaso, volvía de beber con su amigo Karl Heinz, y cuando vieron al viejo estaba tirado con la cabeza en
terra firma
, los pies en el agua; en Venecia al oscurecer puede ser igual de fácil que sea al revés. Lo retiraron de la orilla y le dieron la vuelta. Conozco a este hombre, dijo él. Su amigo dijo: ¿de quién es? No es de nadie, pero maldice en alemán, así que llevémosle a la Casa Alemana, pues yo no estoy parando en la Casa Toscana sino con un hombre que lleva una fundición. Karl Heinz dijo: es más fácil cagar rubíes que conocer los secretos de un inglés.
Mientras hablaban ponían de pie al viejo y Karl Heinz dijo: mirad, le han birlado la bolsa. Es un milagro que no le hayan matado. Le llevaron en una barca al Fondaco, donde paraban los mercaderes alemanes, y que se estaba reconstruyendo por entonces después de un incendio. Se le puede acostar allí en el almacén entre las cajas, dijo él. Buscad algo para taparle y dadle comida y bebida cuando despierte. Vivirá. Es un viejo pero es duro. Tomad dinero.
Un inglés raro, dijo Karl Heinz. Él dijo: también a mí me han ayudado desconocidos que eran ángeles disfrazados.
Hay un guardia en la puerta de la esclusa, que no han puesto los mercaderes sino el Estado, pues los venecianos quieren saber todo lo que pasa dentro de las casas de las naciones. Así que más monedas, para el guardia. Sacan al hombre del bote; está medio despierto ya, mueve los brazos y dice algo, tal vez en portugués. Cuando entran con él bajo el pórtico, Karl Heinz dice: «Thomas, ¿habéis visto nuestros cuadros?». «Aquí —dice—, guardia, ¿nos haréis el favor de alzar vuestra antorcha, o tendremos que pagaros también por eso?»
Flamea la luz contra la pared. Brota del ladrillo un flujo de seda, seda roja o sangre estancada. Él ve una curva blanca, una luna delgada, la hoja de una hoz; cuando la luz inunda la pared, ve un rostro de mujer, la curva de su pómulo bordeada de oro. Es una diosa. «Alzad la antorcha», dice. En su cabello hinchado y enredado hay una corona dorada. Detrás de ella están los planetas y las estrellas. «¿A quién contratasteis para esto?», pregunta él.
Karl Heinz dice: «Está pintándolo para nosotros Giorgione, su amigo Tiziano está pintando la fachada del Rialto, es el Senado el que les paga. Pero bien sabe Dios que nos lo sacarán a nosotros en comisiones. ¿Te gusta ella?».
La luz acaricia su carne blanca. Tiembla al apartarse de ella, remendándola de oscuridad. El vigilante baja la antorcha y dice, «qué, ¿creéis que voy a estar aquí toda la noche por complaceros con este frío insoportable?». Lo que es una exageración para conseguir más dinero, aunque es verdad que la niebla se arrastra por encima de los puentes y los pasajes y ha subido del mar un viento frío.
Al separarse de Karl Heinz, la propia luna, una piedra en las aguas del canal, ve una puta cara; es tarde para que esté en la calle, sus criados la sostienen por los codos, se balancea sobre el empedrado con sus altos chapines. Su risa resuena en el aire, y el extremo festoneado de un pañuelo amarillo culebrea en la niebla separado de su cuello blanco. Él la observa; ella no advierte su presencia. Luego desaparece. Se abre para ella alguna puerta en algún sitio y se cierra. Igual que la mujer de la pared, se funde y se pierde en la oscuridad. La plaza estaba vacía de nuevo; y él es sólo una forma negra contra la pared de ladrillo, un fragmento cortado de la noche. Si alguna vez necesitase esfumarme, dice, aquí es donde lo haría.
Pero eso fue hace mucho y en otro país. Ahora está aquí Rafe Sadler con un mensaje: debe volver rápidamente a Greenwich, en esta cruda mañana, cuando parece que podría llover en cualquier momento. ¿Dónde estará hoy Karl Heinz? Probablemente muerto. Desde la noche que vio cómo crecía la diosa en la pared, ha tenido la intención de encargar una él, pero otros propósitos (ganar dinero y redactar leyes) le han ocupado el tiempo.
—¿Rafe?
Rafe está parado en la puerta y no habla. Alza la vista hacia la cara del joven. Su mano suelta la pluma y la tinta salpica el papel. Se levanta inmediatamente, envolviéndose en su ropón forrado de piel como si amortiguase así un poco el impacto de lo que va a venir. «¿Gregory?», dice, y Rafe niega con la cabeza.
Gregory está intacto. No ha participado siquiera en la lid.
El torneo se ha interrumpido.
—Es el rey —dice Rafe—. Es Enrique, está muerto.
—Ah —dice él.
Seca la tinta con polvo de la caja de hueso. Sangre por todas partes, sin duda, dice.
Tiene siempre a mano un regalo que le hicieron una vez, una daga turca hecha de hierro, con un dibujo de girasoles grabado en la vaina. Hasta ahora la había considerado siempre un adorno, una curiosidad. La coge y la mete entre sus ropas.
Recordará, más tarde, lo difícil que fue cruzar la puerta, adaptar las pisadas a un suelo que bascula. Se siente débil, es el reflujo de la debilidad que le había hecho dejar caer la pluma al pensar que Gregory estaba herido. No es Gregory, se dice; pero su cuerpo está aturdido, le cuesta hacerse cargo de la noticia, como si hubiese recibido él mismo un golpe mortal. Sí, ahora seguir adelante, intentar hacerse con el mando, o aprovechar este momento, tal vez el último momento, para abandonar el escenario: una buena huida, antes de que los puertos se bloqueen. ¿E ir adónde? ¿Alemania, quizá? ¿Hay algún principado, algún Estado, en el que estuviese seguro, fuera del alcance del emperador, del papa o del nuevo soberano de Inglaterra, fuese quien fuese?
Él nunca ha retrocedido; o una vez, quizá, ante Walter cuando tenía siete años: pero Walter no se había parado. Desde entonces: adelante, adelante,
en avant
! Así que su vacilación no se prolonga mucho, aunque después no tendrá ningún recuerdo de cómo llegó a una tienda alta y dorada, con las divisas y las armas de Inglaterra bordadas, a estar de pie delante del cadáver del rey Enrique VIII. No habían empezado las justas, dice Rafe, él estaba corriendo la sortija, se le enganchó en el ojo del círculo la punta de la lanza. Luego el caballo trastabilló, y cayeron los dos, el caballo rodando con un bramido y Enrique debajo de él. Ahora el gentil Norris está de rodillas junto al ataúd, rezando, le corren lágrimas en cascada por las mejillas. Hay un manchón de luz sobre la armadura de placas, yelmos que ocultan caras, mandíbulas de acero, bocas de rana, las ranuras de las viseras. Alguien dice: el animal cayó como si se le hubiese roto una pata, nadie estaba cerca del rey, nadie tiene la culpa. Él parece oír el ruido sobrecogedor, el bramido aterrado del caballo al cabecear, los gritos de los espectadores, el estrépito rechinante de acero y de cascos sobre acero cuando un enorme animal se enreda con otro, caballo de guerra y rey cayendo juntos, metal penetrando en carne, casco en hueso.
—Traed un espejo —dice— para ponérselo en los labios. Una pluma, a ver si se mueve.
El rey ha sido despojado de la armadura, pero aún tiene ceñida la chaqueta de justar, negra y forrada, como si estuviese de luto por sí mismo. No hay sangre visible, así que pregunta: ¿dónde se ha herido? Alguien dice: se dio un golpe en la cabeza; pero eso es todo lo que puede arrancar con sentido entre los lamentos y balbuceos incoherentes que llenan la tienda. Plumas, espejos, le dicen que eso ya se ha hecho; lenguas que claman como badajos de campanas, ojos duros como piedras en las cabezas, un rostro inexpresivo y estupefacto que se vuelve hacia otro, se formulan juramentos y oraciones, y todos se mueven lentamente, lentamente; nadie quiere llevar el cadáver dentro, es demasiado para hacerse cargo uno mismo, ya se verá, se informará de ello. Es un error pensar que cuando el rey muere sus consejeros gritan: «Viva el rey». El hecho de la muerte se oculta con frecuencia varios días. Como debe ocultarse éste… Enrique está pálido, y él ve la conmovedora ternura de la carne humana despojada de acero. Yace boca arriba, toda su majestuosa estatura extendida sobre una pieza de tela azul marino. Tiene los miembros estirados. Parece ileso. Le toca la cara. Aún está caliente. El destino no le ha destrozado ni mutilado. Está intacto, un regalo para los dioses. Se lo llevan de vuelta igual que lo enviaron.