—Vamos a prender esto —dice Bess. Trabaja, absorta—. Es más elegante, si puedes sostenerlo.
—A mí las cintas nunca me han gustado —dice lady Margery.
—Gracias, Tom —dice Bess, y coge su paquete. Retira el envoltorio—. El gorro más prieto —decreta.
Su madre sigue las instrucciones, vuelve a prenderlo. Al cabo de un instante se embute en la cabeza de Jane una caja de tela. Jane alza los ojos, como pidiendo ayuda, y emite un pequeño balido cuando la estructura de alambre le muerde el cuero cabelludo.
—Bueno, estoy sorprendida —dice lady Margery—. Tenéis una cabeza más grande de lo que yo creía, Jane. —Bess se aplica a doblar el alambre. Jane permanece muda—. Así, ya está —dice lady Margery—. Ha cedido un poco ya. Aprieta hacia bajo. Alza los bordes. Al nivel de la barbilla, Bess. Así era como le gustaba a la vieja reina.
Retrocede para valorar a su hija, apresada ahora en una anticuada caperuza de gablete, de un tipo que no se ha visto desde la ascensión de Ana. Lady Margery se chupa los labios y estudia a su hija.
—Inclinado —decide.
—Eso es Jane, creo yo —dice Tom Seymour—. Poneos derecha, hermana.
Jane se lleva las manos a la cabeza, cautelosamente, como si el complejo tocado pudiese estar caliente.
—Olvídate de él —dice su madre con brusquedad—. Ya lo has llevado antes. Te acostumbrarás.
Bess se saca de algún lugar una extensión de delicado velo negro.
—Estate quieta. —Empieza a prenderlo en la parte de atrás de la caja, la expresión absorta.
—Ay, eso era mi cuello —dice Jane, y Tom Seymour lanza una risa despiadada; algún chiste privado suyo, demasiado impropio para compartir, pero uno puede imaginar.
—Siento entretenerle, señor secretario —dice Bess—, pero tiene que conseguir llevarlo bien. No podemos permitir que le recuerde al rey a…, ya sabéis.
Pues tened cuidado, piensa él, inquieto: hace sólo cuatro meses que murió Catalina, tal vez el rey no quiera que se la recuerde tampoco.
—Tenemos varios tocados más de éstos a nuestra disposición —le explica Bess a su hermana—, así que si en realidad no puedes llevarlo en equilibrio, podemos deshacerlo todo e intentarlo otra vez.
Jane cierra los ojos.
—Estoy segura de que valdrá.
—¿Cómo los conseguisteis tan rápido? —pregunta él.
—Estaban guardados —dice lady Margery—. En baúles. Por mujeres que sabían, como yo, que volverían a hacer falta. No veremos ya las modas francesas, no por muchos años, gracias a Dios.
El viejo sir John dice:
—El rey le ha enviado joyas.
—Cosas que La Ana no utilizaba —dice Tom Seymour—. Pero pronto serán todas para ella.
Bess dice:
—Supongo que tía Ana no las querrá, en su convento.
Jane alza la vista: y ahora lo hace, mira a los ojos a sus hermanos y aparta la vista de nuevo. Es siempre una sorpresa oír su voz, tan suave, tan poco utilizada, el tono tan contrapuesto a lo que tiene que decir.
—Yo no veo cómo eso puede resultar, el convento. Primero Ana afirmaría que lleva dentro al hijo del rey. Entonces él se vería obligado a esperar, sin resultado, porque nunca hay resultado. Después de eso ella pensaría en nuevas dilaciones. Y mientras tanto ninguno de nosotros estaría seguro.
Tom dice:
—Ella conoce los secretos de Enrique, estoy seguro. Y se los vendería a sus amigos los franceses.
—No es que sean sus amigos —dice Edward—. Ya no.
—Pero lo intentaría —dice Jane.
Él los ve, cerrando filas: una magnífica vieja familia inglesa. Le pregunta a Jane:
—¿Haríais vos alguna cosa, si pudieseis, por destruir a Ana Bolena? —Su tono no entraña ningún reproche; sólo está interesado.
Jane lo considera: pero sólo un momento.
—Nadie necesita colaborar en su destrucción. Y nadie es culpable de ella. Se ha destruido ella misma. No se puede hacer lo que hizo Ana Bolena y llegar a vieja.
Él debe estudiar a Jane ahora, la expresión de su cara inclinada hacia abajo. Cuando Enrique cortejaba a Ana, ella miraba directamente al mundo, la barbilla hacia arriba, los ojos sin profundidad, como estanques de oscuridad contrastando con el resplandor de la piel. Pero una mirada escrutadora es suficiente para Jane, y entonces ella baja los ojos. Su expresión es retraída, cavilosa. Es una expresión que él ha visto antes. Ha estado mirando cuadros estos cuarenta años. Cuando era un muchacho, antes de escapar de Inglaterra, un cuadro era un coño pintado con tiza en una pared, o un santo de ojos planos que examinabas los domingos en misa entre bostezo y bostezo. Pero en Florencia los maestros habían pintado vírgenes de rostro plateado, recatadas, humildes, cuyo destino se movía dentro de ellas, un lento cálculo en la sangre; sus ojos estaban vueltos hacia dentro, hacia imágenes de dolor y de gloria. ¿Ha visto Jane esos cuadros? ¿Es posible que los maestros dibujaran del natural, que estudiasen el rostro de algunas prometidas, algunas mujeres a las que los suyos llevaban caminando hasta la puerta de la iglesia? Caperuza francesa, caperuza de gablete, no basta eso. Si Jane pudiese velar del todo su rostro, lo haría, y ocultaría sus cálculos al mundo.
—Bueno —dice él; se siente incómodo, al atraer la atención hacia sí—. La razón de que haya venido es que el rey me ha enviado con un regalo.
Está envuelto en seda. Jane alza la vista mientras lo gira en sus manos.
—Una vez me hicisteis un regalo, señor Cromwell. Y en aquellos tiempos nadie más lo hacía. Podéis estar seguro de que recordaré eso, cuando esté a mi alcance haceros bien.
Justo en el momento preciso para fruncir el ceño ante esto, ha hecho su entrada sir Nicholas Carew. Él no entra en una habitación como los hombres de inferior condición, sino que lo hace atropelladamente, como una máquina de asedio o algún formidable instrumento lanzador: y ahora, deteniéndose ante Cromwell, parece como si desease bombardearle.
—He oído lo de esas baladas —dice—. ¿No podéis eliminarlas?
—No son nada personal —dice él—. Sólo libelos recalentados de cuando Catalina era reina y Ana la pretendiente.
—Los dos casos no son similares en absoluto. Esta dama virtuosa, y esa… —A Carew le fallan las palabras; y verdaderamente la condición judicial de Ana es imprecisa, los cargos aún no han sido presentados, es difícil describirla. Si es una traidora está pendiente del veredicto del tribunal, técnicamente muerta; aunque en la Torre, informa Kingston, come bastante animosamente y se ríe, como Tom Seymour, con sus chistes privados.
—El rey está reescribiendo viejas canciones —explica—. Reelaborando sus referencias. Una dama de cabello oscuro es rechazada y una rubia dama admitida. Jane sabe cómo se manejan esas cosas. Ella estuvo con la vieja reina. Si Jane no se hace ilusiones, siendo como es una doncellita, entonces vos deberíais libraros de las vuestras, sir Nicholas. Sois demasiado viejo para ellas.
Jane se mantiene inmóvil con su regalo en las manos, aún sin desenvolver.
—Podéis abrirlo, Jane —dice amablemente su hermana—. Sea lo que sea, es para vos.
—Estaba escuchando al señor secretario —dice Jane—. Se puede aprender muchísimo de él.
—Lecciones poco aptas para vos —dice Edward Seymour.
—No sé. Diez años con el señor secretario y podría aprender a hacerme valer por mí misma.
—Vuestro feliz destino —dice Edward— es ser reina, no una empleada.
—¿Así que vos —dice Jane— dais gracias a Dios por que yo naciese mujer?
—Damos gracias a Dios de rodillas diariamente —dice Tom Seymour, con plúmbea galantería. Es nuevo para él tener esta mansa hermana que requiere cumplidos, y él no es rápido para reaccionar. Lanza una mirada al hermano Edward y se encoge de hombros: lo siento, es lo mejor de lo que soy capaz.
Jane desenvuelve su regalo. Hace correr la cadena entre los dedos; es tan fina como uno de sus propios cabellos. Sostiene en la palma de su mano el librito y le da la vuelta. En el esmaltado negro y oro de la tapa, hay tachonadas iniciales en rubíes, y entrelazadas: «E» y «A».
—No os importe eso, las piedras se pueden reordenar —dice él rápidamente. Jane le devuelve el objeto. Ha bajado la cara; aún no sabe lo ahorrador que puede ser el rey, ese príncipe tan majestuoso. Enrique debería haberme prevenido, piensa. Bajo la inicial de Ana aún puedes distinguir la «C». Él se lo pasa a Nicholas Carew.
—¿Tomáis nota?
El caballero lo abre, tras manipular torpemente el pequeño cierre.
—Ah —dice—. Una oración en latín. ¿O un versículo de la Biblia?
—¿Me permitís? —Lo coge de nuevo—. Es del Libro de Proverbios. «¿Quién puede encontrar una esposa buena, virtuosa? Su precio es mayor que los rubíes».
Evidentemente no lo es, piensa él: tres presentes, tres esposas y sólo una factura del joyero.
—¿Conocéis a esta mujer que se menciona aquí? —le dice a Jane, sonriendo—. Su ropa es de seda y de púrpura, dice el autor. Podría deciros mucho más sobre ella, de versículos que esta página no contiene.
Edward Seymour dice:
—Deberíais haber sido obispo, Cromwell.
—Edward —dice él—, yo debería haber sido papa.
Solicita licencia para irse, pero Carew tuerce un dedo perentorio. Oh, Dios Santo, se dice, ahora tengo problemas, por no ser lo suficientemente humilde. Carew le lleva aparte. Pero no es para hacerle reproches.
—La princesa María —murmura Carew— tiene grandes esperanzas de que se la llame al lado de su padre. ¿Qué mejor remedio y consuelo en un momento así, para el rey, que tener a la hija de su verdadero matrimonio en su casa?
—María está mejor donde está. Los temas discutidos aquí, en el consejo y en la calle, no son adecuados para los oídos de una joven.
Carew frunce el ceño.
—Puede haber cierta lógica en eso. Pero parece ser que ella está esperando mensajes del rey. Algún detalle.
Algún detalle, piensa él; eso puede arreglarse.
—Hay damas y gentilhombres de la corte —dice Carew— que desearían cabalgar hasta allí para presentar sus respetos, y si no se trae a la princesa aquí, ¿no deberían aliviarse sus condiciones de confinamiento? No es muy adecuado ya que tenga Bolenas a su alrededor. Tal vez su vieja tutora, la condesa de Salisbury…
¿Margaret Pole? ¿Esa hacha de guerra papista ojerosa? Pero ahora no es momento de decirle duras verdades a sir Nicholas; eso puede esperar.
—El rey dispondrá —dice tranquilamente—. Es una cuestión íntima de familia. Él sabrá qué es lo mejor para su hija.
De noche, cuando se encienden las velas, Enrique derrama fáciles lágrimas por María. Pero a la luz del día la ve tal como es: desobediente, obstinada, aún sin domar. Cuando todo esto esté arreglado, dice el rey, volveré mi atención hacia mis deberes como padre. Me entristece que lady María y yo nos hayamos distanciado. Después de Ana, será posible la reconciliación. Pero, añade, habrá ciertas condiciones. A las que, tened en cuenta mis palabras, mi hija María se someterá.
—Una cosa más —dice Carew—. Debéis incluir a Wyatt.
En vez de eso, hace comparecer a Francis Bryan. Francis entra sonriendo: se cree el hombre intocable. Lleva el parche del ojo decorado con una pequeña esmeralda que hace guiños, lo que produce un efecto siniestro: un ojo verde, y el otro…
Él lo examina, dice:
—Sir Francis, ¿de qué color son vuestros ojos? Quiero decir, ¿vuestro ojo?
—Rojo, generalmente —dice Bryan—. Pero procuro no beber durante la Cuaresma. Ni en Adviento. Ni los viernes —el tono es lúgubre—. ¿Por qué estoy aquí yo? Sabéis que estoy de vuestra parte, ¿no?
—Sólo os pedí que vinierais a cenar.
—También invitasteis a cenar a Mark Smeaton. Y mirad dónde está ahora.
—No es que dude de vos —dice él con un hondo suspiro de actor (cómo disfruta con sir Francis)—. No soy yo, sino el mundo en general, quien pregunta de qué lado está vuestra lealtad. Vos sois, claro, pariente de la reina.
—También soy pariente de Jane. —Bryan aún se siente cómodo, y lo muestra retrepándose en su asiento, los pies metidos debajo de la mesa—. No me había imaginado que se me llegase a interrogar.
—Estoy hablando con todos los que están próximos a la familia de la reina. Y vos lo estáis sin duda, habéis estado con ellos desde los primeros días; ¿no fuisteis a Roma, cuando el divorcio del rey, a presionar en favor de los Bolena con los mejores de ellos? Pero ¿por qué habríais de tener miedo? Sois un viejo cortesano, lo sabéis todo. El conocimiento, usado prudentemente, prudentemente compartido, debe protegeros.
Él espera. Bryan se ha enderezado en la silla.
—Y vos queréis complacer al rey —dice él—. Lo único que yo quiero es estar seguro de que, si es preciso, prestaréis testimonio sobre cualquier cuestión que yo os plantee.
Podría jurar que Francis suda vino gascón, que sus poros vierten ese artículo mohoso y de baja calidad que él ha estado comprando barato y vendiendo caro para las propias bodegas del rey.
—Mirad, Crumb —dice Bryan—. Lo que yo sé es que Norris siempre andaba imaginándose que lo hacía con ella.
—Y su hermano, ¿qué se imaginaba?
Bryan se encoge de hombros.
—A ella la enviaron a Francia y no se conocieron en realidad hasta que eran mayores. Yo sé que esas cosas pasan, ¿verdad que sí?
—No, yo no puedo decir que lo sepa. Donde yo me crié no se practicaba el incesto, bien sabe Dios que había bastantes delitos y pecados, pero había espacios a los que nuestra fantasía no llegaba.
—Apuesto a que lo visteis en Italia. Sólo que a veces la gente lo ve y no se atreve a nombrarlo.
—Yo me atrevo a nombrar cualquier cosa —dice él calmosamente—. Como veréis. Mi imaginación puede que se quede atrás en cuanto a las revelaciones de cada día, pero estoy trabajando de firme para darles alcance.
—Ahora ella no es reina —dice Bryan—, porque no lo es, ¿verdad?…, puedo llamarla lo que es, una zorra lujuriosa, y ¿dónde tiene mejor oportunidad que con su familia?
—Según ese razonamiento —dice él—, ¿creéis que ella lo hacía con su tío Norfolk? Podría incluso hacerlo con vos, sir Francis. Si le gustan los parientes. Vos sois un buen galán.
—Oh, Dios Santo —dice Bryan—. Cromwell, vos no podéis…
—Yo sólo lo menciono. Pero, puesto que estamos de acuerdo en este asunto, o parecemos estar, ¿me haréis un servicio? Podríais ir hasta Great Hallingbury y preparar a mi amigo lord Morley para lo que se avecina. No es el tipo de noticias que se pueden comunicar en una carta, sobre todo cuando el amigo es anciano.