—¿Qué clase de mujer?
—Muy vieja. Pero no tan vieja como para echarla a patadas por la escalera. No en una noche fría como ésta.
—Oh, qué vergüenza —dice él—. Lávate la cara, Christophe. —Se vuelve hacia Rafe—. Una mujer desconocida. ¿Estoy negro yo?
—Lo estaréis.
En su gran vestíbulo, esperando por él a la luz de los candelabros, una dama que alza el velo y le habla en castellano: lady Willoughby, antes María de Salinas. Él está asombrado:
—¿Cómo es posible?, ¿ha venido sola desde su casa de Londres, de noche, con la nieve?
Ella le corta:
—Vine arrastrada por la desesperación. No puedo llegar hasta el rey. No hay tiempo que perder. Debo disponer de un pase. Debéis darme un documento. O cuando llegue a Kimbolton no me dejarán entrar.
Pero él cambia al inglés; en los tratos con los amigos de Catalina, quiere testigos.
—Señora mía, no podéis viajar con este tiempo.
—Tomad. —Busca una carta—. Leed esto, es del médico de la reina. Mi señora estaba sufriendo y tiene miedo y está sola.
Él coge el papel. Hace unos veinticinco años, cuando el séquito de Catalina había llegado a Inglaterra, Thomas Moro había descrito a los que l0 formaban como pigmeos jorobados, refugiados del Infierno. Él no puede decir nada sobre eso, pues aún estaba fuera de Inglaterra y lejos de la corte, pero parece una de las exageraciones poéticas de Moro. Esta dama llegó un poco más tarde; era la favorita de Catalina; sólo su matrimonio con un inglés las había separado. Era bella entonces, y ahora, viuda ya, sigue siéndolo aún; lo sabe y lo utilizará, incluso a pesar de que esté encogida por la aflicción y el azul del frío. Se deshace de su capa y se la entrega a Rafe Sadler, como si él estuviese allí sólo con esa finalidad. Cruza la habitación y le coge las manos.
—Virgen santa, Thomas Cromwell, dejadme ir. No podéis negarme esto.
Él mira a Rafe. El muchacho es tan inmune a la pasión española como podría serlo a un perro mojado que rascase en la puerta.
—Debéis comprender, lady Willoughby —dice fríamente Rafe—, que se trata de un asunto de familia, ni siquiera es una cuestión del consejo. Podéis implorar al señor secretario lo que gustéis, pero corresponde al rey decir quién visita a la viuda.
—Mirad, señora mía —dice él—. El tiempo es muy malo. Aunque hubiese un deshielo esta noche, será peor aún en el campo, al norte. No podría garantizar vuestra seguridad, ni aunque os proporcionase una escolta. Podríais caeros del caballo.
—¡Iré andando hasta allí! —dice ella—. ¿Cómo me lo vais a impedir, señor secretario? ¿Pensáis encadenarme? ¿Haréis que vuestro rústico de cara negra me ate y me encierre en un armario hasta que la reina esté muerta?
—No tiene sentido que digáis eso,
madame
—dice Rafe; parece sentir cierta necesidad de intervenir y protegerlo a él, a Cromwell, de las artimañas de las mujeres—. El señor secretario tiene razón. No podéis cabalgar con este tiempo. Ya no sois joven.
Ella formula entre dientes una oración, o una maldición.
—Gracias por su cortés recordatorio, señor Sadler, sin su consejo podría haber pensado que aún tenía dieciséis años. ¡Ah, ved, soy ya una inglesa! Sé cómo decir lo contrario de lo que quiero decir. —Cruza su rostro una sombra de cálculo—. El cardenal me habría dejado ir.
—Entonces es una lástima que no esté aquí para decírnoslo. —Pero coge la capa que aún tiene Rafe, se la pone a ella por los hombros—. Id, pues. Veo que estáis resuelta a ello. Chapuys va a ir allí con un pase, así que quizá…
—He jurado ponerme en marcha al amanecer. Dios me dará la espalda si no lo hago. Llegaré antes que Chapuys, a él no le impulsa la misma fuerza que me impulsa a mí.
—Aunque llegaseis allí… es una tierra agreste y los caminos apenas merecen el nombre de tales. Podríais llegar hasta el castillo y tener allí una caída. Tal vez bajo las mismas murallas.
—¿Cómo? —dice ella—. Oh, comprendo.
—Bedingfield tiene órdenes. Pero no podría dejar abandonada a una dama en medio de la nieve.
Ella le besa.
—Thomas Cromwell. Dios y el emperador os recompensarán.
Él asiente.
—Confío en Dios.
Ella sale. Pueden oír su voz, que se eleva en una pregunta:
—¿Qué son esos extraños montículos de nieve?
—Espero que no se lo diga —le dice él a Rafe—. Es una papista.
—Nunca me besó una así —se queja Christophe.
—Quizá si te lavases la cara… —dice él; mira atentamente a Rafe—. Tú no la habrías dejado ir.
—No —dice secamente Rafe—. No se me habría ocurrido la estratagema. Y aunque se me hubiera ocurrido…, no, no lo habría hecho, habría tenido miedo de ofender al rey.
—Por eso tú prosperarás y llegarás a viejo. —Se encoge de hombros—. Cabalgar hasta allí… Chapuys hará lo mismo. Y Stephen Vaughan los vigilará a los dos. ¿Vas a venir mañana por la mañana? Trae a Helen y a las niñas. Al pequeño no, hace demasiado frío. Vamos a tener una fanfarria, según Gregory, y luego acabaremos con la corte papal.
—Le encantaron las alas —dice Rafe—. A nuestra niña. Quiere saber si va a poder usarlas cada año.
—No veo por qué no. Hasta que Gregory tenga una hija lo suficientemente mayor para hacerlo.
Se abrazan.
—Procurad dormir, señor.
Él sabe que las palabras de Brandon girarán en su cabeza en cuanto toque la almohada. «Los asuntos de las naciones vos no podéis tratarlos, no sois adecuado para hablar con príncipes». Inútil jurar venganza contra el duque de la cacerola agujereada. Él mismo se destruirá, y esta vez quizá definitivamente, gritando por Greenwich que Enrique es un cornudo. Ni siquiera un antiguo favorito puede permitirse eso…
Pero Brandon tiene razón. Un duque puede representar a su señor en la corte de un rey extranjero. O un cardenal; aunque sea de baja condición, como Wolsey, su cargo en la Iglesia le dignifica. Un obispo como Gardiner; puede ser de origen dudoso, pero es por su cargo Stephen Winchester, titular de la sede más rica de Inglaterra. Cremuel, sin embargo, sigue siendo un don nadie. El rey le da títulos que nadie en el extranjero entiende, y tareas que nadie en el país pueda hacer. Sus cargos se multiplican, sus deberes pesan sobre él: el vulgar señor Cromwell sale por la mañana, el vulgar señor Cromwell vuelve de noche. Enrique le ha ofrecido el cargo de lord canciller; no, no hay que ofender a lord Audley, había dicho él. Audley hace un buen trabajo; Audley hace, en realidad, lo que se le dice. Pero ¿debería haber accedido de todos modos? Suspira ante la idea de arrastrar la cadena. No puedes, seguro, ser al mismo tiempo Lord Canciller y señor secretario, ¿verdad? Y él ese puesto no lo cederá. No importa que le otorgue una dignidad inferior. No importa que los franceses no comprendan. Que juzguen por los resultados. Brandon puede organizar un alboroto cerca de la persona del rey sin que se le repruebe por ello; puede darle una palmada en la espalda al rey y llamarle Enrique; puede reír con él evocando viejas chanzas y sus aventuras en las justas. Pero los tiempos de la caballería han terminado. No tardará en llegar el día en que crezca el musgo en la liza. Ha llegado la hora del que presta dinero, la del corsario bravucón; el banquero se sienta con el banquero, y los reyes son sus servidores.
Finalmente, abre el postigo para dar las buenas noches al papa. Oye un goteo de un desagüe arriba, oye el gruñir de nieve, que resbala por las tejas encima de él, y cae una limpia sábana de blancura que durante un segundo le bloquea la vista. Sus ojos la siguen; la nieve caída, con una pequeña bocanada como humo blanco, se une al fango pisoteado del suelo. Tenía razón en el río con lo del viento. Cierra el postigo. Ha empezado el deshielo. El gran expoliador de almas, con su cónclave, se queda goteando en la oscuridad.
En Año Nuevo visita a Rafe en su nueva casa de Hackney, tres plantas de ladrillo y cristal al lado de la iglesia de san Agustín. En su primera visita al final del verano, se había dado cuenta de que todo estaba en su sitio para que Rafe tuviese una vida feliz: tiestos de albahaca en los alféizares de la cocina, parcelas sembradas en el huerto y las abejas en sus panales, las palomas en el palomar y las enramadas en su sitio para que pudiesen trepar las rosas por ellas; las paredes con paneles de roble ceniciento brillaban a la espera de pintura.
Ahora la casa está asentada, organizada, brillan en la pared escenas de los Evangelios: Cristo como pescador de hombres, un mayordomo sorprendido saboreando el vino bueno en Caná. En una habitación de arriba a la que se llega por unas empinadas escaleras desde el salón, Helen lee el Evangelio de Tyndale mientras sus doncellas cosen: «… por la gracia sois salvados». Puede que san Pablo no soportase que una mujer enseñara, pero no se trata exactamente de enseñar. Helen se ha desprendido de la pobreza de su vida anterior. El marido que la pegaba está muerto, o tan lejos que se le da por muerto. Puede convertirse en la esposa de Sadler, un hombre que está ascendiendo en el servicio de Enrique; puede convertirse en una serena anfitriona, una mujer docta. Pero no puede perder su historia. Un día el rey dirá: «Sadler, ¿por qué no traéis a vuestra esposa a la corte, tan fea es?».
Él responderá: «No, señor; es muy bella. —Pero añadirá—: Helen es de humilde cuna y desconoce los modales de la corte».
La noche de Reyes se come la última figurita de mazapán. Se retira la estrella, bajo la supervisión de Anthony. Sus malvadas puntas se encajan en las fundas, y se transporta cuidadosamente a la habitación donde se guarda. Las alas de pavo real suspiran en su mortaja de lino y se cuelgan en su percha, detrás de la puerta.
Llegan informes de Vaughan de que la vieja reina está mejor. Chapuys la ve tan bien que vuelve ya camino de Londres. La encontró acabada, tan débil que no podía incorporarse. Pero ahora come de nuevo, y la conforta la compañía de su amiga María de Salinas; sus carceleros se vieron obligados a admitirla, después de que sufriese un accidente bajo las mismas murallas.
Pero más tarde él, Cromwell, oirá cómo la noche del 6 de enero (justo a tiempo, piensa, de que se dejara ya atrás la Navidad) Catalina recae. Siente que se acerca el final y durante la noche le dice a su capellán que quiere comulgar. Pregunta ansiosamente qué hora es. Aún no son las cuatro, le dice él, pero en caso de urgencia, se puede adelantar la hora canónica. Catalina espera, moviendo los labios, una santa medalla sostenida en la palma.
Morirá ese día, dice. Ha estudiado la muerte, la ha anticipado muchas veces y no se muestra apocada ante su cercanía. Dicta sus deseos sobre la forma del entierro, que no espera que se cumplan. Pide que se pague a los miembros de su servicio, que se salden sus deudas.
A las diez de la mañana la unge un sacerdote, depositando el óleo santo en sus párpados y sus labios, en sus manos y pies. Esos párpados quedarán sellados ya y no volverán a abrirse, no mirará ni verá más. Esos labios han terminado sus oraciones. Esas manos no firmarán más documentos. Esos pies han terminado su jornada. A mediodía el aliento es ya estertóreo, Catalina avanza laboriosamente hacia su fin. A las dos, en medio de la luz que arrojan en su cámara los campos de nieve, deja este mundo. Cuando da su último aliento, las formas sombrías de sus guardianes se acercan. Se sienten reacios a perturbar al anciano capellán y a las ancianas que trajinan al lado de la cama. Antes de que la hayan lavado, Bedingfield ha puesto en camino a su jinete más veloz.
8 de enero: llega la noticia a la corte. Se filtra desde las habitaciones del rey, luego sube desenfrenadamente las escaleras hasta las habitaciones donde se están vistiendo las doncellas de la reina y atraviesa los cuchitriles donde se acurrucan para dormir los mozos de cocina y recorre callejas y pasajes, atravesando las destilerías y las frías habitaciones donde se conserva el pescado y sube de nuevo a través de los huertos hasta las galerías y salta hacia arriba hasta las cámaras alfombradas donde Ana Bolena se hinca de rodillas y dice: «¡Por fin, Dios mío, en el momento justo!». Los músicos afinan sus instrumentos para las celebraciones.
La reina Ana viste de amarillo, como hizo cuando apareció por primera vez en la corte, bailando en un baile de máscaras: el año, 1521. Todos lo recuerdan, o dicen que lo recuerdan: la hija segunda de Bolena con sus audaces ojos negros, su desenvoltura, su gracia. La moda del amarillo había empezado entre los ricos de Basilea; durante unos cuantos meses, si un pañero podía hacerse con él, podía hacer su agosto. Y luego de pronto estaba en todas partes, en mangas y medias e incluso en cintas del pelo para las que no podían permitirse más que un pedacito. En la época de la presentación en sociedad de Ana había descendido de estatus en el extranjero: en los dominios del emperador, podías ver a una mujer en un burdel alzando sus gordas tetas y tensando bien las cintas de un jubón amarillo.
¿Sabe esto Ana? Hoy su vestido vale cinco veces más que el que llevaba cuando no tenía más banquero que su padre. Está cubierto de perlas cosidas, de manera que se mueve en un manchón de luz de un amarillo pálido. Él le dice a lady Rochford: ¿lo llamamos un color nuevo o uno viejo que vuelve? ¿Vais a usarlo vos, mi señora?
Ella dice: no creo que se adapte a cualquier cutis. Y Ana debería atenerse al negro.
En esta ocasión feliz, Enrique quiere exhibir a la princesa. Uno pensaría que una niña pequeña como ella (tiene ahora casi dos años y medio) estaría mirando a su alrededor buscando a la niñera, pero Elizabeth ríe cuando los gentilhombres la pasan de mano en mano, les tira de la barba y les ladea el sombrero. Su padre la hace saltar en sus brazos.
—Está deseando ver a su hermanito, ¿verdad, gordita?
Hay un revuelo entre los cortesanos; toda Europa conoce la condición de Ana, pero es la primera vez que se menciona en público.
—Y yo comparto su impaciencia —dice el rey—. Ha sido una larga espera.
La cara de Elizabeth está perdiendo su redondez de bebé. Viva la Princesa de Cara de Hurón. Los viejos cortesanos dicen que pueden ver en ella la cara del padre del rey y la de su hermano, el príncipe Arthur. Pero tiene los ojos de su madre, vivos y plenos en sus órbitas. A él los ojos de Ana le parecen bellos, aunque mejoran cuando brillan con interés, como los de una rata cuando capta el coletazo del rabo de algún animal pequeño.
El rey vuelve a coger a su querida hija y la arrulla.
—¡Al cielo! —dice, y la lanza en alto, luego la recoge y le planta un beso en la cabeza.