—Pero ese cocinero nunca confesó —dice él: él, Cromwell—. Así que no podemos estar seguros de que lo hicieran los Bolena.
Norfolk resopla.
—Tenían motivos. María haría bien en tener cuidado.
—Estoy de acuerdo —dice él—. Aunque no creo que el veneno sea lo más peligroso para ella.
—¿Qué entonces? —dice Surrey.
—Los malos consejos, mi señor.
—¿Creéis que ella debería escucharos a vos, Cromwell?
El joven Surrey posa luego el cuchillo y empieza a quejarse. A los nobles, se lamenta, no se les respeta como se les respetaba en los tiempos en que Inglaterra era grande. El rey actual mantiene a su alrededor a una camarilla de hombres de baja condición, y de eso no saldrá nada bueno. Cranmer se echa hacia delante en su silla, como para intervenir, pero Surrey le dirige una mirada feroz que dice: «Es a vos precisamente a quien me refiero, arzobispo».
Él hace una seña a un criado para que llene de nuevo el vaso del joven.
—No adecuáis vuestra charla a vuestra audiencia, señor.
—¿Por qué habría de hacerlo? —dice Surrey.
—Thomas Wyatt dice que estáis aprendiendo a escribir versos. A mí me gusta mucho la poesía, pues pasé la juventud entre los italianos. Me gustaría que leyeseis alguno.
—Seguro que sí, que os gustaría —dice Surrey—. Pero los reservo para mis amigos.
Cuando llega a casa sale su hijo a recibirle.
—¿Habéis oído lo que está haciendo la reina? Se ha levantado del puerperio y dicen de ella cosas increíbles. Dicen que se la vio tostando avellanas en el fuego en su cámara, echándolas en una cacerola de latón, preparadas para hacer dulces envenenados para María.
—El de la cacerola de latón sería otro —dice él, sonriendo—. Un acólito. Weston. Ese chico, Mark.
Gregory se atiene obstinadamente a su versión.
—Fue ella. Estaba tostándolas. Y entró el rey y frunció el ceño al verla en esa ocupación, porque no sabía lo que significaba, y recela de ella, sabéis. Qué estáis haciendo, le preguntó, y Ana la reina dijo: oh, mi señor, estoy haciendo sólo dulces para recompensar a esas pobres mujeres que están siempre a la puerta y que me dan la bienvenida. El rey dijo: ¿es eso lo que haces, querida? Entonces, bendita seas. Con lo que le engañó por completo, claro.
—¿Y dónde sucedió eso, Gregory? Porque ella está en Greenwich y el rey en Whitehall.
—No importa —dice Gregory alegremente—. En Francia las brujas pueden volar, con cacerolas de latón y avellanas y todo. Y fue allí donde ella lo aprendió. En realidad toda la parentela de los Bolena se convirtieron en brujos y brujas, para conseguir un niño para ella por brujería, pues el rey teme que no pueda darle ninguno.
Su sonrisa se vuelve dolorosa.
—No difundas eso entre la gente de la casa.
—Demasiado tarde —dice Gregory, feliz—, me lo han contado ellos a mí.
Él recuerda a Jane Rochford diciéndole, debe de hacer ya dos años de eso: «La reina se ha ufanado de que le dará a la hija de Catalina un desayuno del que no se recuperará».
«Alegre al desayuno, muerto a la cena». Era lo que solían decir sobre las fiebres del sudor, que mataron a su esposa y a sus hijas. Y los fallecimientos no naturales, cuando se producen, suelen ser más rápidos; te abaten de un golpe.
—Me voy a mis habitaciones —dice él—. Tengo que redactar un documento. No dejes que me interrumpan. Richard puede entrar si quiere.
—Y yo, ¿puedo entrar yo? Por ejemplo, si en la casa hubiese un fuego, ¿os gustaría enteraros?
—No por ti. ¿Por qué habría de creerte? —Da una palmada su hijo. Se dirige, presuroso, a su cuarto privado y cierra la puerta.
La reunión con Norfolk no ha dado, al parecer, ningún resultado. Pero coge papel. En la cabecera escribe:
THOMAS BOLENA
Éste es el padre de la dama. Se lo imagina mentalmente. Un hombre de bien, ágil aún, orgulloso de su apariencia, se esfuerza mucho por dar una impresión favorable de sí mismo, igual que su hijo George: un hombre para poner a prueba el ingenio de los orfebres de Londres, y para hacer girar alrededor de sus dedos joyas que dice que le han dado gobernantes extranjeros. Esos muchos años que ha servido a Enrique como diplomático, un oficio para el que está dotado por su fría suavidad. No es hombre entregado a la acción, un Bolena, sino más bien alguien que se queda a un lado, sonriendo, mesándose la barba; cree parecer enigmático, pero en vez de eso parece que estuviese recreándose consigo mismo.
De todos modos, sabía cómo actuar cuando se presentaba la ocasión, cómo hacer trepar y trepar a su familia, hasta las ramas más altas del árbol. Hace frío allá arriba cuando sopla el viento, el viento cortante de 1536.
Como sabemos, su título de conde de Wiltshire le parece insuficiente para indicar su estatus especial, así que se ha inventado un título francés, monseñor. Y le causa placer que se dirijan a él utilizándolo. Deja que se sepa que piensa que debería adoptarse universalmente. A partir de la aceptación de su uso por los cortesanos, puedes deducir en gran medida de qué lado están.
Escribe:
Monseñor: Todos los Bolena. Sus mujeres. Sus capellanes. Sus sirvientes.
Todos los aduladores de los Bolena de la cámara privada, es decir,
Henry Norris.
Francis Weston.
William Brereton, etc.
Pero el viejo y sencillo «Wiltshire» declaró con vivos acentos:
El duque de Norfolk.
Sir Nicholas Carew (de la cámara privada), que es primo de Edward Seymour, y casado con la hermana de:
Sir Francis Bryan, primo de los Bolena, pero también primo de los Seymour, y amigo de:
El señor tesorero William Fitzwilliam.
Mira la lista. Añade los nombres de dos grandes:
El marqués de Exeter, Henry Courtenay. Henry Pole, lord Montague.
Éstas son las viejas familias de Inglaterra; derivan sus pretensiones de estirpes antiguas; les escuecen, más que a ninguno de nosotros, las pretensiones de los Bolena.
Enrolla el papel. Norfolk, Carew, Fitz. Francis Bryan. Los Courtenay, los Montague y su parentela. Y Suffolk, que odia a Ana. Es un conjunto de nombres. No puedes extraer demasiado de ello. Estas gentes no son necesariamente amigas entre sí. Son sólo, en grados diversos, amigas de la antigua situación y enemigas de los Bolena.
Cierra los ojos. Se sienta, la respiración tranquila. Aparece en su mente un cuadro. Un noble vestíbulo. En el que él organiza una mesa.
Los sirvientes traen los caballetes.
Se coloca en su posición el tablero.
Servidores de librea extienden el mantel, lo ajustan y lo alisan; es bendecido, como el mantel del rey, los criados murmuran una fórmula en latín mientras se distancian para tener una perspectiva e igualan los bordes.
Esto en cuanto a la mesa. Ahora algo donde los invitados se sienten.
Los criados arrastran por el suelo un pesado sillón, con el escudo de armas de los Howard tallado en el respaldo. Es para el duque de Norfolk, que posa en él su culo huesudo.
—¿Qué habéis preparado —pregunta quejumbrosamente— para tentar mi apetito, Crumb?
Ahora traed otro asiento, ordena a los criados. Colocadlo a la derecha de mi señor Norfolk.
Éste es para Henry Courtenay, el marqués de Exeter, que dice: «¡Cromwell, mi esposa insistió en venir!».
—Se me alegra el corazón al veros, lady Gertrude —dice él, con una inclinación—. Ocupad vuestro asiento.
Hasta esta cena, siempre había procurado evitar a esa mujer precipitada y entrometida. Pero ahora adopta su expresión cortés:
—Cualquier amiga de lady María es bienvenida en esta cena.
—La princesa María —replica Gertrude Courtenay.
—Como vos queráis, mi señora —dice él con un suspiro.
—¡Ahora aquí llega Henry Pole! —exclama Norfolk—. ¿Me robará mi cena?
—Hay comida para todos —dice él—. Traed otro asiento para lord Montague. Un asiento adecuado para un hombre de sangre real.
—Nosotros lo llamamos un trono —dice Montague—. Por cierto, está mi madre aquí.
Lady Margaret Pole, la condesa de Salisbury. Legítima reina de Inglaterra, según algunos. El rey Enrique ha adoptado una actitud prudente con ella y con toda su familia. Los ha honrado, valorado, mantenido cerca. Eso le ha hecho mucho bien: aún siguen pensando que los Tudor son usurpadores, aunque la condesa le tiene cariño a la princesa María, de la que de niña fue tutora: la honra más por su regia madre, Catalina, que por su padre, al que considera el retoño de unos ladrones de ganado galeses.
Ahora, la condesa, en el pensamiento de él, se sienta con un crujido en su lugar. Mira a su alrededor.
—Tenéis un salón majestuoso aquí, Cromwell —dice, resentida.
—Las recompensas del vicio —dice su hijo Montague.
Él se inclina de nuevo. Se tragará cualquier insulto de momento.
—Bueno —dice Norfolk—, ¿dónde está mi primer plato?
—Paciencia, mi señor —dice él.
Ahora ocupa su propio lugar, un humilde taburete de tres patas al final de la mesa. Alza la vista desde allí hacia sus superiores.
—Enseguida llegarán las fuentes. Pero, primero, ¿rezamos una oración?
Alza la vista hacia las vigas. Allá arriba están talladas y pintadas las caras de los muertos: Moro, Fisher, el cardenal, Catalina la reina. Bajo ellos, la flor de la Inglaterra viva. Esperemos que no se caiga el techo.
Al día siguiente de haber ejercitado de este modo su imaginación, él, Thomas Cromwell, siente la necesidad de aclarar su posición en el mundo real; y de aumentar la lista de invitados. Su ensueño no ha llegado tan lejos como el verdadero banquete, así que no sabe qué platos va a ofrecer. Debe cocinar algo bueno, porque si no los magnates se irán indignados, después de arrancar el mantel de la mesa y dar de puntapiés a sus criados.
Así pues, ahora habla con los Seymour, en privado pero claramente:
—Mientras el rey mantenga a la reina actual, yo la apoyaré también. Pero si él la rechaza, debo reconsiderarlo.
—¿Así que no tenéis ningún interés propio en esto? —dice escéptico Edward Seymour.
—Yo represento los intereses del rey. Eso es lo que defiendo yo.
Edward sabe que él no llegará más allá. «De todos modos…», dice. Ana pronto se recuperará de su percance y Enrique podrá tenerla de nuevo en la cama, pero es evidente que la perspectiva no le ha hecho perder interés por Jane. El juego ha cambiado, y es preciso resituar a Jane. El reto hace brillar los ojos de los Seymour. Ana ha fracasado ya de nuevo, es posible que Enrique pueda querer casarse otra vez. Toda la corte habla de ello. El éxito anterior de Ana Bolena es lo que les permite imaginarlo.
—Vos, los Seymour, no deberíais avivar vuestras esperanzas —dice—. Igual que se enemista con Ana puede reconciliarse de nuevo, en cuyo caso no podrá hacer demasiado por ella. Así ha sido siempre.
Tom Seymour dice:
—¿Por qué iba a preferir uno una gallina vieja y dura a una pollita bien rellena? ¿Para qué sirve?
—Para caldo —dice él; pero de manera que Tom no pueda oírlo.
Los Seymour están de luto, aunque no por la viuda Catalina. Ha muerto Anthony Oughtred, el gobernador de Jersey, y Elizabeth, la hermana de Jane, se ha quedado viuda.
Tom Seymour dice:
—Si el rey toma a Jane como amante, o como lo que sea, deberíamos procurar conseguir un buen enlace para Bess.
Edward dice:
—Ateneos al asunto que estamos tratando, hermano.
La joven y activa viuda llega a la corte, para ayudar a la familia en su campaña. Él había pensado que a aquella joven la llamaban Lizzie, pero al parecer sólo su marido la llamaba así, y para su familia era Bess. Eso le alegra, aunque no sabe por qué. Es absurdo que piense que otras mujeres no deberían tener el nombre de su esposa. Bess no es una gran belleza y es más morena que su hermana, pero tiene una vivacidad confiada que atrae la vista.
—Sed bueno con Jane, señor secretario —le dice—. Ella no es orgullosa, como piensan algunos. Se preguntan por qué no les habla, y es sólo porque no sabe qué decir.
—Pero conmigo hablará.
—Escuchará.
—Una cualidad atractiva en las mujeres.
—Una cualidad atractiva en cualquiera. ¿No os parece? Aunque Jane, más que ninguna otra mujer, mira a los hombres para que le digan qué es lo que ella debería hacer.
—¿Y luego lo hace?
—No necesariamente —se ríe; roza con las yemas de los dedos el dorso de la mano de él—. Vamos. Está lista para vos.
Estimulada por el sol del deseo del rey de Inglaterra, ¿qué muchacha no brillaría? Pues Jane no. Observa un luto más riguroso, al parecer, que el resto de la familia, y comunica que ha estado rezando por el alma de la difunta Catalina: no es que lo necesite, desde luego, si hay una mujer que merezca subir derecha al cielo…
—Jane —dice Edward Seymour—, os aviso ahora y quiero que escuchéis con atención, y que hagáis lo que os diga. Cuando estéis en presencia del rey, debe ser como si la difunta Catalina nunca hubiese existido. Si os oye pronunciar su nombre dejará en ese mismo instante de favoreceros.
—Escuchad —dice Tom Seymour—. Aquí Cromwell quiere saber si sois total y verdaderamente virgen…
Él, Cromwell, podría ruborizarse por ella.
—Si no lo sois, señora Jane —dice—, se puede arreglar. Pero debéis decirlo ahora.
La mirada apagada y abstraída de ella:
—¿Qué?
Tom Seymour:
—Jane, hasta vos tenéis que entender esa pregunta.
—¿Es cierto que nadie os ha pedido nunca en matrimonio? ¿No ha habido ningún contrato ni acuerdo? —Se siente desesperado—. ¿Nunca os ha gustado nadie, Jane?
—Me gustó William Dormer. Pero se casó con Mary Sidney. —Alza la vista: un relampagueo de aquellos ojos azul hielo—. Dicen que son muy desgraciados.
—A los Dormer no les parecimos lo suficientemente buenos —dice Tom—. Pero mirad ahora.
—Obra en vuestro favor, señora Jane —dice él—, el que no hayáis establecido vinculación alguna hasta que vuestra familia estuviese dispuesta a casaros. Porque las jóvenes suelen establecerlas, y luego acaban mal. —Considera que debería aclarar la cuestión—. Los hombres os dirán que están tan enamorados de vos que les estáis haciendo enfermar. Dirán que han dejado de comer y de dormir. Dicen que temen que, si no pueden teneros, morirán. Luego, en cuanto cedéis, se levantan y se van y pierden todo interés. La semana siguiente pasarán a vuestro lado como si no os conociesen.